Los colectivos y el boleto, un manual de cultura pop para los millennials:
Vanagloriado como invento argentino, el colectivo tal como lo conocemos nació en 1928, después de la desaparición del tranvía, cuando un grupo de taxistas decidió realizar un recorrido fijo anunciándolo con un cartel en la parte de adelante y permitiendo subir a más de un pasajero. Es parte de nuestra idiosincrasia y protagonista de diversas canciones populares, como entre otras la divertida "Candonga de los colectiveros", de Les Luthiers, o la mítica "El anillo del Capitán Beto", de Luis Alberto Spinetta, en su época de Invisible.
En febrero de 1870 se inauguraron los primeros servicios urbanos de tranvía en Buenos Aires. Eran a caballo y había dos líneas: el Tramway 11 de Septiembre, de los hermanos Méndez, y el Tramway Central, de Julio y Federico Lacroze. No daban boleto, había alcancías en las que los pasajeros dejaban su moneda (o chapitas, botones y etcéteras).
El boleto de talonario comenzó muy poco después y las nuevas empresas que se fueron creando durante los siguientes 25 años se sumaron con ese sistema. Mayormente se imprimían en imprentas de Europa, en papel barrilete, con diseños artesanales. A partir de la segunda década del Siglo XX se comenzaron a hacer los boletos en imprentas locales.
Un acompañante del chofer se humedecía los dedos con saliva para cortar el boleto. Después de la epidemia de fiebre amarilla, se optó, comenzando el Siglo XX, por usar máquinas especiales. Así, en 1906 nació el boleto de rollo, que dejaba asomar como una lengüeta que se apoyaba en una planchuela delgada de borde filoso para cortarlo.
El auxiliar del cochero, en los tranvías a caballo, se llamaba mayoral. Vendía boletos y ayudaba a la gente a subir. Con la electrificación, el cochero pasó a ser el chofer y el mayoral se transformó en el guarda, popularmente conocido como "el chancho", que subía rándom a ver si pescaba a alguien sin boleto y lo hacía bajar (o le cobraba una multa).
El colectivero te daba un boleto al subir. Mientras manejaba lo cortaba de una maquinita de metal. Eran de colores, pintorescos, y con número que, si salía capicúa, traía buena suerte.
Había un juego entre las chicas con los números del boleto. Se sumaban en su totalidad hasta quedar en una o dos cifras. Y se buscaba con qué letra del abecedario coincidía ese número. Si era la inicial del chico que te gustaba, era buen augurio.
Los boletos tenían el tamaño ideal para ser usados como señaladores en una época en que aún nadie leía otra cosa que libros analógicos durante el viaje. Muchos quedaron entre esas páginas.