Los diarios y revistas, incluidos los digitales, hacia fin de año se convierten en un archivo, memorabilia impresa a la que, claro, le falta la gracia del recuerdo remoto. Porque la revisión reglamentaria –es un género inalterable desde Gutenberg para acá– retrocede apenas hasta enero, que en diciembre ya parece una fecha lejana, pero no se la puede llamar historia. Política, romances, crímenes, todo entra en el podio de fin de año, cuyos contenidos probablemente nadie lee porque, como suele repetirse en las redacciones, nada más viejo (ni más aburrido) que el diario de ayer.
Por el mismo motivo –no pasa nada–, los medios dedicados al deporte tuvieron que recurrir a la repetición indefinida de antiguos capítulos. Esta vez no se trata del hiato de las vacaciones veraniegas, sino de una pandemia que ha paralizado la marcha del mundo. Y, entre las actividades más importantes, se sabe, se cuenta el fútbol. A falta de partidos nuevos, noticias frescas, transferencias y peleas internas de los planteles –y a sabiendas de que un hincha en abstinencia constituye un altísimo riesgo sanitario–, los canales de cable se dedican a editar el pasado a modo de placebo. Para que el público se haga a la idea de que el fútbol sigue existiendo.
La necesidad de sostener la programación continuada obliga a sacarle punta a la imaginación. Así, nos encontramos con envíos especiales dedicados a "los goles de volea, chilena y larga distancia" o antologías de Messi. O un revival de antiguas consagraciones: por ejemplo, la primera vez que Lanús fue campeón, allá por 2007, o la campaña del River que se quedó con el Apertura de 1997. Son solo algunas de las propuestas de cuarentena que el cronista pescó a vuelo de zapping.
Parte central del menú televisivo son los partidos completos. Un modo sencillo de cubrir la grilla, aunque de interés dispar. Da gusto reencontrarse con la final de la Champions League entre Manchester United y Barcelona –momento cenital de la sinfónica de Pep Guardiola–, pero poco llama Portugal-Marruecos, del último Mundial. Tal vez con el afán de reconstruir el espíritu mundialista, época en la que el fanático se fuma hasta el partido más insignificante, los canales también programan juegos de relleno. Igualito al original. Pero, bueno, es una ración de fútbol en tiempos de carestía.
Qué suerte tiene el público alemán. Allá no importa cuál torneo repitan: siempre gana su selección. En Brasil, cuenta un colega, pasan el Mundial de 1970, la orgía verdeamarela. Pero de este lado del mundo, el acervo audiovisual atesora arena y cal en dosis parejas. Fue lindo revivir la victoria por penales ante Inglaterra en 1998, pero que te pasen el 3-4 ante Francia, en Rusia, es un flagelo doble. La herida se resiente ante la derrota (conociendo el desenlace, uno contempla el partido íntegro en estado de derrota) y al corroborar lo mal que jugaba el equipo de Sampaoli.
Sin la ansiedad de la sincronía, el ojo crítico aflora con mayor profundidad. Y esta característica, se supone, es el valor agregado del partido de archivo. El espectador, liberado del estrés que provocan los puntos en juego y el torneo en disputa, se reconvierte en un atento observador de méritos técnicos y tácticos, un degustador que escruta el deporte más bello como un científico. E, investido de dones salomónicos, supera en la evolución de la especie al precario hincha, tanto en su versión de tribuna como de living.
Patrañas. Además de que los viejos partidos nos devuelven voces que uno preferiría olvidar como las de Marcelo Araujo –décadas de prepotente vulgaridad– y Fernando Niembro –gran apólogo de la opacidad en materia deportiva antes de salir del clóset y alistarse oficialmente en las huestes neoliberales–, nos privan del sentido primordial del fútbol: la incertidumbre del resultado.
No es como en el cine. Hasta el policial, cuyo atractivo depende de la resolución del enigma, resiste revisiones que incluso mejoran la primera experiencia. En el fútbol, hasta los instantes sublimes –el gol de Caniggia a Brasil en 1990, ponele– adoptan la desvaída coloración de la nostalgia. El interés dura 90 minutos, el puro presente. Después vienen la charla inagotable, los entredichos, la historiografía, las estadísticas, las chicanas, todo lo que quieras. Pero ahí entramos en otros territorios, en subgéneros de la pelota.
No está mal, de todas maneras, como réplica, como sustituto. Mucho mejor que los programas en los que los periodistas debaten sobre fruslerías en la pantalla partida como un tablero de damas. Y la veda va para largo. En la Argentina, las cadenas dueñas de los derechos de transmisión hasta ahora le pagan a la AFA como si el show no se hubiera interrumpido, según el compromiso asumido con el presidente Claudio Tapia. Sin esa plata, la bancarrota es el horizonte inmediato. Habrá que ver hasta cuándo dura la inactividad y la tolerancia de los mecenas. En las principales ligas de Europa ocurre otro tanto. La televisión financia todavía el ocio forzoso, pero el fútbol se apresta a reanudar su marcha en poco tiempo para evitar el colapso económico.
En el momento en que se escriben estas líneas, la Bundesliga acaba de dar el puntapié inicial, bajo un estricto protocolo que permite solo 300 personas por estadio, contando hasta los alcanzapelotas. Borussia Mönchengladbach jugó de visitante (le ganó 3-1 al Eintracht Frankfurt), pero para el próximo partido como local se anuncia la colocación de fotos en tamaño real de los hinchas para contrarrestar el efecto deprimente de las tribunas vacías. El que esté interesado solo debe abonar €19. Veremos si el gesto entona a los jugadores o, por el contrario, la muda escenografía subraya la ausencia de aliento y los pone melancólicos. Sería un verdadero pelotazo en contra.