Nos queda la palabra
Señor Sinay:
Lamentablemente, la palabra perdió el sentido, ya que no es tenida en cuenta por su significado, sino por su apariencia. De allí que mucha gente invierta mucho tiempo en decir lo genial que es en lugar de demostrarlo.
Federico Hellman
Rico y generoso, nuestro idioma tiene, según el Diccionario de la Real Academia, 90 mil palabras. En el Congreso Internacional de la Lengua realizado en Rosario en 2004 se informó que hoy un adulto no usa más de 2 mil. Y Pedro Barcia, presidente de la Academia Argentina de la Lengua, advirtió hace poco que los jóvenes apelan apenas a 200. “Nos espera un cautiverio de la libertad de expresión. El hombre no va a tener libertad para decir lo que quiere, ni matices. Nos espera un empobrecimiento gradual del intelecto porque la persona piensa con palabras, distingue gracias a las palabras una realidad”, dice Barcia. Esta agonía de la palabra, que el lector Hellman describe de un modo puntual y acertado, va aparejada con el desarrollo explosivo de la tecnología de la información y la comunicación, que aunque tenga este nombre conecta mucho más de lo que comunica. Un florecimiento de artefactos, adminículos, técnicas y vías que, antes que medios para comunicar y enlazar pensamientos, presencias y personas reales entre sí, se han convertido en fines en sí mismos. El multitasking (trabajo múltiple) –como se denomina al ejercicio de estar conectado hasta con cinco pantallas, consolas y teclados al mismo tiempo– señala el apogeo de esa tendencia y, al mismo tiempo, la anorexia de la palabra.
Si la palabra nos hace humanos, en tanto expresa el pensamiento y da herramientas a la conciencia, cabe coincidir con el filósofo español Carlos Goñi, quien (al narrar en su libro Cuéntame un mito la historia de la doncella Cidipe, obligada por los dioses a casarse con Acontio porque había dado su palabra) critica el “pensamiento débil”, que nos ha llevado a “la hipocresía, a actuar de una manera y pensar de otra, a prostituir la palabra para salvar el pescuezo, a decir lo que sea con tal de quedar bien, a debilitar las palabras a fuerza de usarlas sin ton ni son”. O, se podría agregar, a fuerza de no usarlas, de reemplazarlas por onomatopeyas, por abreviaturas que mutilan y matan la ortografía (con la colaboración de alguna compañía de “comunicación”, autora de un manual de abreviaturas aberrantes destinado a usuarios de mensajes de texto).
Fruto de la “posmodernidad”, el “pensamiento débil”, categoría creada por el pensador italiano Gianni Vattimo, expresa relativismo, falta de compromiso, desprecio por la certeza, depreciación de valores esenciales, abandono de la espiritualidad, minimización de la ética. Es un fenómeno vigente y predominante. Ante él, la palabra construye, sostiene, comunica, da entidad. Abandonarla, envilecerla, no honrarla con nuestras acciones, es desmantelar el pensamiento, renunciar a buena parte de nuestra condición humana. Es urgente la recuperación de la palabra, a través de la lectura, de la escritura, de la conversación, de las actitudes, de la reflexión sobre nosotros y sobre el mundo que habitamos. “Haz lo que digo porque es lo que hago”, sería una buena máxima para cultivar en los vínculos privados y públicos, en lo íntimo y en lo social. En uno de sus bellos y poderosos poemas, dice el español Blas de Otero (1916-1979): “Si he sufrido la sed, el hambre, todo lo que era mío y resultó ser nada, si he segado las sombras en silencio, me queda la palabra…”. Amén.
sergiosinay@gmail.com
El autor responde cada domingo en esta página inquietudes y reflexiones sobre cuestiones relacionadas con nuestra manera de vivir, de vincularnos y de afrontar hoy los temas existenciales. Se solicita no exceder los 1000 caracteres.
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