Ana Hume y Molly Chapman trabajaron codificando y transmitiendo mensajes en los subsuelos de distintos castillos ingleses y escoceses, protegidas del incesante bombardeo nazi
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Ana Hume llega a la sala de reuniones del geriátrico sin bastón. A sus 97 años, se mueve con soltura por todo el edificio, incluso por el jardín. “¿Viste lo rápido que camina? Yo siempre voy detrás”, dice Molly Chapman, de 102 años, entre risas. Las dos mujeres, amigas desde hace unos meses, comparten mucho más que la residencia de adultos mayores: en su juventud, con tan solo 18 y 20 años, ambas fueron voluntarias de las fuerzas británicas de la Segunda Guerra Mundial.
Chapman, nacida en Escocia y radicada hace más de 70 años en Buenos Aires, se dedicaba a crear los códigos que luego se utilizaban para transmitir la información de manera segura. La joven, que ingresó a la guerra con 20 años, fue parte del equipo que codificó los mensajes que hicieron posible el Desembarco en Normandía. Hume, por su parte, era operadora de teletipo. Nacida en la Argentina, en el seno de una familia angloargentina, se dedicaba a transmitir los mensajes que Molly y sus compañeros codificaban.
“Estábamos siempre enloquecidos, había mucho trabajo”, cuenta Ana, mientras despliega sobre la mesa las fotos de aquella época. Se la ve posando con sus amigas voluntarias, todas inglesas, menos ella y Betty, su vecina de Belgrano, el barrio de su infancia, con quien viajó a la guerra cuando las dos tenían 18 años.
“La guerra empezó cuando yo tenía 14. Desde esa edad yo insistía para ir como voluntaria, pero mi papá no me dejaba. Me decía que primero tenía que terminar el colegio. Tuve que esperar”, cuenta Ana. Apenas egresó del secundario, logró convencer a su amiga Betty de que la acompañara. Las dos adolescentes se embarcaron en el primer buque a Inglaterra.
En su familia, ir a la guerra no era novedad. Su padre había viajado desde la Argentina para unirse a la Fuerza Aérea británica durante la Primera Guerra Mundial, cuando era tan solo un adolescente. Y muchos de sus tíos y primos ingleses estaban luchando en la segunda mientras ella hacía las tareas de comunicación en distintos destinos de Inglaterra y Escocia, entre los que destaca varios castillos.
“El primer tiempo fue de entrenamiento: manejar los aparatos, desarmar una radio y armarla otra vez. También nos enseñaban el morse. Nos lo atornillaban en la cabeza, día y noche”, recuerda Ana. Los primeros bombardeos no tardaron en llegar. Donde fuera que los mudaran, las bombas los seguían. Por eso, sus superiores decidieron que todos debían trabajar bajo tierra. Durante unos meses, trabajaron en el subsuelo del Stirling Castle, uno de los casillos más grandes de Escocia, ubicado sobre una roca.
“¡Hacía un frío ahí arriba! Abajo de la roca estaba el pueblo de Stirling. Las mujeres locales trabajaban en las fábricas de municiones y dejaban los chicos en una guardería. Un día la cuidadora se enfermó y pidieron si alguna de nosotras podía ir a reemplazarla. Como a Betty y a mi nos pareció que ahí abajo iba a hacer menos frío, aceptamos”, cuenta.
“Mirá está foto. Todas las inglesas y escocesas de camisa, acostumbradas al clima, y nosotras, las dos argentinas, todas abrigadas, muertas de frío”, dice, sin poder contener la risa. Ana y su amiga llevaban con orgullo el escudo argentino en el hombro de su blazer de trabajo. Ella no recuerda haber conocido durante la guerra a voluntarias de otros países no pertenecientes al Commonwealth.
En total, según la Embajada británica en la Argentina, un estimado de 5000 argentinos, entre hombres y mujeres, fueron voluntarios de alguna de las fuerzas de los Aliados. Ana muestra otra foto, la única en color. Está en el Congreso Nacional, en 2018, el día en que un grupo de diputadas de la UCR organizó un acto para homenajear a los voluntarios argentinos que formaron parte de las tropas triunfantes de la Segunda Guerra Mundial. “En ese entonces, éramos 17 vivos. Ahora solo quedamos seis”, cuenta Ana. Hace menos de un mes, la Embajada británica en la Argentina organizó una ceremonia en la catedral anglicana para celebrar el Remembrance Day, y luego una recepción. De ese evento participaron Ana, Molly y dos combatientes angloargentinos. Entre los cuatro, compartieron anécdotas de la guerra.
La “gran aventura”
Más allá del frío, del bombardeo, del contexto bélico, Ana recuerda el período de guerra como una “gran aventura”. “Los jóvenes siempre quieren estar donde está la acción, y cuando yo era joven la acción estaba en la guerra. Betty y yo no fuimos de las personas que volvieron mal, cambiadas, de la guerra, porque no estábamos cerca del conflicto. Además, llegamos en el ‘44, cuando la situación ya estaba más tranquila”, cuenta.
Molly no tuvo la misma suerte. Sus campamentos, que por momentos fueron los mismos que los de Ana, tampoco estaban cerca de los frentes de batalla. Pero, al haberse sumado antes que ella a la guerra, en el ‘42, vivió situaciones mucho más intensas y temió por su vida en reiteradas ocasiones.
“En una época, caían bombas todas las noches. Uno pasaba más tiempo de la noche en los sótanos que en la cama. Y al día siguiente había que ir a trabajar igual -recuerda-. Daba miedo cada vez que había que bajar. Porque existía el riesgo de que bomba llegara hasta abajo”.
Molly recuerda una noche en especial, cuando su equipo de trabajo acababa de ser trasladado desde Southampton, en el sur de Inglaterra, a Glasgow, en el suroeste de Escocia. Como de costumbre, apenas se habían acostado, sonaron las alarmas. Todo el equipo corrió a ocultarse en los bunkers subterráneos. Pero sucedió lo más temido. Una de las bombas atravesó la tierra e impactó sobre uno de estos. “Muchos conocidos fallecieron ahí. Ni siquiera se pudo buscarlos, excavar a ver si había alguno vivo. Ni trataron. Porque la bomba podía explotar y matar a más gente”, cuenta.
Pasión por los códigos
Al salir de la secundaria, Chapman se había formado en la Escuela de Código, una institución británica dedicada a la formación de especialistas en la materia. Desde muy chica había sentido una atracción especial por los mensajes encriptados. Cuando vivía en Falkirk, su ciudad natal, en el norte de Edimburgo, esperaba ansiosa a que llegara el fin de semana para recibir en la puerta de su casa el diario matutino, que traía juegos de códigos. Ella se apropiaba de esa hoja y esperaba al siguiente sábado para obtener las respuestas correctas y chequear sus resultados.
Hoy, en su vejez, todavía disfruta de actividades similares. Le encanta completar los libros de palabras cruzadas. También disfruta leer. “Lee sin anteojos, es increíble”, dirá, más tarde, una de sus cuidadoras, mientras Molly y Ana son fotografiadas en el jardín del hogar por LA NACION. “I’d like to get rid of this” (me gustaría deshacerme de esto), le dice minutos después a su cuidadora, mientras le entrega su bastón y empieza a posar, sin ningún tipo de sostén, ante la cámara.
Día D: mensajes falsos y un código de confidencialidad
Molly ya no recuerda los detalles del Desembarco en Normandía, su gran hazaña. Pero sí lo más importante. Su equipo se ocupaba de las tareas de distracción, de enviar mensajes falsos en código cifrado para engañar a los nazis. Fue durante el 6 de junio de 1944, conocido como Día D, el desembarco militar más grande de la historia. Las tropas aliadas invadieron las playas de Normandía y lograron liberar el territorio, ocupado por Alemania, cuyas tropas habían tomado el norte y el oeste de Francia.
“Tuvimos que prometer no decir nada sobre lo que estábamos haciendo, ni siquiera a la familia. De todas formas, nadie nos preguntaba mucho. Estábamos entrenados para detectar si había espías en los campamentos, personas que preguntaran de más sobre lo que hacíamos, pero a mí nunca me pasó”, cuenta. Ella no sabe si las tareas de distracción sirvieron. Pero festejó como parte de la operación el resultado favorable de las tropas aliadas, así como también celebró, un año más tarde, el fin de la Guerra.
Tanto ella como Ana recuerdan a la perfección ese último día de guerra, el 2 de septiembre de 1945. Ana estaba trabajando en el campamento de Devonshire, al suroeste de Inglaterra. “Todas mis compañeras londinenses desertaron en el acto y se fueron a celebrar a Londres -rememora, con una sonrisa-. Ellas habían sufrido tanto más que nosotras. En las ciudades grandes, el bombardeo fue realmente terrible. Había gente que directamente dormía en los subtes”.
Molly, en tanto, estaba en Washington. Ella y su equipo habían sido trasladados a Estados Unidos hacía unos meses para que pudieran trabajar seguros, sin la amenaza constante de las bombas. Fue allí que un empresario inglés radicado en la Argentina le preguntó si quería ir a trabajar como secretaria a su frigorífico, en Buenos Aires. “Yo no tenía la intención, pero mi hermana mayor me dijo que era una oportunidad. La guerra cambió nuestras vidas. Ella y mi hermano se mudaron a Australia y yo a Argentina. Pensé que acá iba a ser rica”, dice, y se ríe. Molly era nieta de actores e hija de un trabajador de un teatro. Nunca más vivió en Escocia, pero fue de visita en reiteradas ocasiones.
Las dos se casaron en Buenos Aires con argentinos de familia inglesa y tuvieron hijos. Hace poco -Molly hace dos años; Ana hace 10 meses- llegaron al hogar geriátrico BABS, en Villa Devoto, que es propiedad de la Asociación de Beneficiencia Británica y Estadounidense. No se conocían, solo se habían visto de lejos en el evento organizado en el Congreso en 2018. “Somos muy amigas”, dice Ana. Las dos comparten, en inglés, sus anécdotas de vida. Las une la guerra, pero también el hecho de tener a todos sus hijos y nietos viviendo en el exterior.
Ana y Molly podrían haberse conocido durante la guerra. Fueron enviadas en reiteradas ocasiones a los mismos campamentos, pero nunca coincidieron en esos destinos al mismo tiempo. Sus vidas recién se cruzan ahora, a los 102 y 97 años, y las dos disfrutan de esa curiosa coincidencia.
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