Silvia Barrera y sus cinco compañeras pasaron los días más sangrientos de la guerra atendiendo 370 heridos en el busque hospital Almirante Irizar; allí forjaron amistades para toda la vida
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El Aeropuerto de Río Gallegos estaba casi vacío. Sentadas en el suelo helado, seis jóvenes vestidas con borceguíes y uniformes de guerra de hombre esperaban a que alguien pasara a buscarlas. Pero transcurrían las horas y nadie aparecía. Era la madrugada del 8 de junio de 1982. La Guerra de Malvinas recién comenzaba su período más cruel y sangriento y, a la vez, se acercaba su fin.
A las 8, unas dos horas después de que su avión hubiera aterrizado, la sala se llenó de personas, todos militares, que llegaban y se iban. Silvia Barrera (23) y sus compañeras, todas instrumentadoras quirúrgicas, buscaban en la mirada de aquellos desconocidos una respuesta a su inquietud. Pero ninguno de ellos parecía ser la persona que esperaban. Entre la multitud en movimiento, vieron aparecer a un médico que conocían del Hospital Militar Central, donde trabajaban, y de inmediato se acercaron a saludarlo.
Hoy, a 41 años, Barrera recuerda ese momento con humor. “Le dijimos: ‘Mire, doctor, nos trajeron como voluntarias para Malvinas. Él no sabía nada al respecto, pero nos cargó a todas en un Jeep, una arriba de la otra, con grados bajo cero, y nos llevó al hospital de Río Gallegos. Allá tampoco sabían sobre nosotras. El director del hospital hablaba por radio con Buenos Aires para ver si era verdad, si realmente nos habían mandado, y nosotras lo mirábamos como: “¿Qué te pensás? ¿Que vinimos acá solas, vestidas así, porque sí?”, recuerda hoy, con 63, desde una cafetería de Vicente López, en su día franco del Hospital Militar Central.
La historia de este pequeño grupo de mujeres en la guerra comenzó tan solo un día antes, el 7 de junio de 1982. Al llegar, como todos los días, al Hospital Militar Central, una treintena de instrumentadoras quirúrgicas del centro médico fueron citadas en la Dirección. “Necesitamos 10 instrumentadoras para la Guerra de Malvinas, ¿quién quiere ir?”, les preguntaron sus superiores. De todas las mujeres congregadas, solo cinco se ofrecieron. Así lo recuerda Barrera que, con 23 años, fue una de las pocas que levantó su mano.
“No dudé, ya lo tenía decidido. Soy hija de militar, me crié en San Martín, en el barrio militar, ahí nomás del club militar. Entonces todos mis amigos eran hijos de militares. Después, muchos de ellos hicieron carrera en el Ejército. Yo había decidido que quería ir a Malvinas desde que había empezado la guerra, el 2 de abril”, cuenta Barrera, quien al día de hoy considera que esta experiencia fue la más importante de su vida, luego del nacimiento de sus hijos.
Luego de la reunión, Barrera volvió a su casa, hizo un bolso, se cortó su extensa cabellera por encima de las orejas y fue rápidamente a la farmacia a comprar productos de higiene personal. No tenía tiempo de más, su avión saldría a las 4 de la madrugada del día siguiente. “Esta decisión nos cambió la vida a todas. Yo tenía novio hace un año y esa tarde, antes de partir, le corté porque no me quería dejar ir a Malvinas. Mi papá, en cambio, estaba feliz. Me compró una máquina de fotos chiquita, la Minolta Pocket, para que llevara”, recuerda Barrera.
Voló a Río Gallegos en un avión comercial junto a sus cuatro compañeras, a quienes casi no conocía, y a una quinta perteneciente al Hospital Militar de Villa de Mayo. Como el Ejército no permitía aún la incorporación de mujeres, no existían los uniformes de guerra femeninos. Entonces las seis instrumentadoras recibieron borceguíes y uniformes masculinos. “El calzado más chico era talle 40, y nosotras calzábamos 37, 38... ¡parecíamos disfrazadas!”, recuerda Barrera.
-Desde que comenzó la guerra pensaste en ser voluntaria. ¿La experiencia resultó como la imaginabas?
-No. Obviamente no esperaba que nos recibieran con una alfombra roja, pero no esperaba tampoco que nos gritaran, que los combatientes dijeran enfrente nuestro: “Eh, ¿nos mandan a la guerra con estas chiquitas?”. No te digo que nos maltrataron, pero sí que vivimos mucho destrato, al menos al principio, hasta que nos fuimos conociendo y vieron que trabajábamos bien. Por otro lado, pensábamos que íbamos a bajar en Malvinas, pero nos dijeron que íbamos a quedarnos en el Irizar, que esos días estuvo anclado de Bahía Groussac.
Barrera y sus cinco compañeras vivieron durante 10 días arriba del Almirante Irizar, uno de los dos buques hospitales argentinos durante la Guerra, que tenía tres quirófanos y 250 camillas. Desde allí, las jóvenes voluntarias embarcadas podían ver la playa de Malvinas. “Cuando nos llevaron en helicóptero al buque, pudimos ver lo grandes que son las islas. Cuando las ves en el mapa parecen unas islitas chiquitas ahí abajo. Pero cuando llegás, decís: ‘Wow’”, cuenta.
-¿Enseguida tuvieron trabajo arriba del buque?
-Sí. En verdad, nos llamaron a Malvinas porque los enfermeros militares manejaban muy bien la enfermería en el campo de batalla, pero no sabían nada del trabajo en un quirófano, que es totalmente diferente. Entonces los médicos estaban postergando muchas cirugías porque necesitaban instrumentar y no tenían cómo. Llegamos el 8 de junio, más o menos a las 16, y a las dos horas vivimos nuestro primer bombardeo. Al ser civiles, sin instrucción militar, los militares nos tenían que explicar qué eran todas esas luces de colores que veíamos en el buque, porque de acuerdo al calibre de las armas y de los cañones, las luces tienen distintos colores. Los ingleses siempre bombardeaban de noche y al día siguiente temprano llegaban los heridos.
Barrera y sus compañeras ni siquiera recuerdan el camarote que les cedieron forzosamente, por orden del comandante, otros tripulantes. “Sé que tenía tres cuchetas para nosotras seis, pero no sé nada más porque casi ni dormimos en esos 10 días. Como estábamos haciendo cirugía, te dormías en el piso un rato mientras tu compañera instrumentaba y listo. También comíamos muy poco porque nos hacía mal el movimiento del buque. Los marinos nos habían recomendado que comiéramos puré, entonces el cocinero nos preparaba eso”, cuenta.
La situación se complicó en los días siguientes. No solo empezaron a llegar cada vez más heridos, debido a que el hospital de Puerto Argentino ya estaba saturado, sino que, además, los vientos y las mareas se agitaron aún más, haciendo que ya no pudieran despegar los helicópteros sanitarios de los buques. “Nos empezaron a traer los heridos por medio de un barquito parecido a los pesqueros de Mar del Plata pero pintados de negro con una cruz roja grande. El problema era que poner ese barquito a la par del buque, que es una mole, era complicado. Requería aproximadamente una hora de maniobra náutica. Después, tratar de pasarlos era muy difícil, con el peligro que significaba para los camilleros y para los pacientes”, recuerda.
En la noche de peor oleaje, Barrera y el cirujano de turno debieron atarse con vendas a la camilla del quirófano para poder operar. “La cirugía salió bien, pero fue un caos. La camilla estaba fija, pero la mesa de instrumentar, por el apuro que tuvieron en terminar el barco, no la habían llegado a fijar, entonces se movía para todos lados, se caía el instrumental y había que esterilizarlo. Entonces nosotras teníamos que instrumentar poniendo las pinzas arriba del paciente”, cuenta.
En guerra, arriba de un buque azotado por la marea, obviamente las cirugías eran complicadas. Pero Barrera no duda en afirmar que el mayor desafío no fue quirúrgico, sino humano: “Nosotras ya teníamos experiencia. Es más, mi peor herido no lo recibí en Malvinas, sino varios años antes, en el Ramos Mejía. Pero Malvinas fue otra cosa. Allá había que hacer de camillera, de enfermera, de psicóloga -se ríe-. Yo instrumentaba la cirugía de mis pacientes y después los cuidaba en el posoperatorio como si fuera su enfermera. La enfermera es la que le da de comer, la que lo baña, la que lo escucha, la que lo viste, lo da vuelta, todo. Y así creé un vínculo con mis pacientes que lo mantengo hasta hoy. Yo fui a los casamientos de muchos de ellos, conozco a sus esposas. Algunos se divorciaron, se volvieron a casar y conozco a las segundas esposas. También a los hijos y ahora a los nietos.
-¿Cómo se gestó en Malvinas ese vínculo?
-Y…charlando mucho. El soldado que viene desde el campo de batalla al principio está muy cerrado en sí mismo, no habla. Pero pasados unos días, cuando ya comió, se bañó, está estable, sabe donde está, empieza lentamente a ser este hombre que fue y empieza a hablarte. “Vos sos igual a mi hermana, a mi vecina, a mi prima”. Siempre te encontraban un parecido con alguna mujer cercana. “Te quiero contar que estoy de novio, que me estoy por casar, que tengo tres hermanos”. Te contaban toda su vida. Lloraban. Después te contaban cómo se habían muerto sus compañeros, sus amigos. Y vos hacías de oído.
-¿Con qué situaciones de riesgo de vida se encontraban regularmente?
-Muchos desnutridos, deshidratados. También muchos con heridas múltiples. Como estuvimos ahí durante los días en que ocurrieron los peores combates, tuvimos los peores heridos, con tiros por todos lados. La peor operación que me tocó fue la de un joven que tenía un tiro en la mano, uno en la pierna y el abdomen abierto por una bomba. ¡Pero sobrevivió! Uno solo se murió, de los 370 que atendimos en los 10 días que estuvimos en el Irizar. Hicimos más o menos unas 30 cirugías, sin contar las suturas y las curaciones. Había curaciones que necesitaban instrumentadora, porque teníamos mucho amputado y sus curaciones eran como mini cirugías.
“No sabíamos lo que pasaba en Malvinas”
Barrera nunca va a olvidar el estupor generalizado que hubo dentro del buque cuando, en la tarde del 13 de junio, el comandante comunicó por el altoparlante: “Mañana se va a firmar un cese del fuego”. “Hubo un silencio impresionante. Muchos pensamos que habíamos escuchado mal. Para nosotras fue una total sorpresa. Desde Buenos Aires sabíamos que la costa no estaba muy bien porque, al trabajar en el Hospital Militar, nos enterábamos de algunas cosas que la gente no sabía. Por ejemplo, sabíamos que la revista Gente mentía cuando decía “Estamos ganando”. Pero nunca pensamos que íbamos a llegar y a los 4 días se iba a firmar el cese del fuego”, afirma.
Dentro del Irizar, dice, se vivía en una realidad paralela, casi sin contacto con las islas, a pesar de su cercanía. “Los buques en zona de guerra vienen ‘en silenciosa’, como dicen ellos. Venís sin contacto, no hablás por radio para no decir en qué lugar estás. Entonces, el buque casi no tenía comunicación con Malvinas. Por eso no sabíamos bien qué estaba pasando allá”, explica.
El fuego cesó el 14 de junio y, a la vez, el trabajo médico se intensificó. En los días siguientes, la cantidad de pacientes sobrepasó de sobremanera la capacidad del buque, afirma Barrera. “Cuando se firmó el cese del fuego, vino el apuro por sacar a la mayor cantidad posible de hombres argentinos de la isla para que no cayeran prisioneros. El último día a bordo, el 18, estábamos explotados de pacientes. El buque tenía 250 camas y nosotros teníamos 370 heridos. Había heridos en los pasillos, en todos lados”, recuerda.
Llegados a Comodoro Rivadavia, los pacientes fueron a parar al hospital. Como las instalaciones militares del Ejército no tenían lugar para mujeres, las instrumentadoras fueron a parar a un hotel aún sin inaugurar, en la ciudad. “Hacía más de un día que no comíamos, porque la última comida se le había asignado a los heridos, obviamente, y no alcanzó para nosotros. La gente del Ejercito nos había hecho firmar, cuando bajamos del buque, un convenio de confidencialidad. Nos habían dado la orden de que no estuviéramos en contacto con nadie. Pero teníamos un hambre… Así que nos escapamos del hotel y nos fuimos a una pizzería. Al día siguiente, pudimos visitar a nuestros heridos. Muchos nos habían dejado un papelito con el número de teléfono de sus casas para que le informáramos a su familia dónde y cómo estaban. Entonces, buscamos teléfonos públicos en Comodoro que funcionaran... No le dijimos a nadie que íbamos a hacer eso porque nos hubieran dicho que no.
-¿Cómo fueron esas llamadas?
-Bueno, esa fue otra tarea que nos costó un montón. Teníamos que llamar a una casa que no conocíamos, hablar con la mamá, el padre, la esposa, y decirles que su ser querido estaba herido, grave o no grave. Yo tenía a mi paciente preferido, como le digo yo, que estaba muy grave, lo habíamos operado dos veces y después, en Comodoro, estaba internado re grave en terapia intensiva. Él, Manuel Villegas, me había pedido que llamara a su señora y le dijera que estaba bien, que tenía solo un raspón, pero que iba a tardar en volver. Yo, imaginate, ¿cómo le iba a decir eso? La llamé y le dije: “Mirá, tu marido está herido, está grave, a mí me parece que tendrías que viajar para acá. Y ella viajó y se reencontraron. Ayer fuimos a dar una charla a una escuela los tres y él les decía a los chicos: ‘Esta civil es una desobediente, desacató una orden que le di’”.
Hoy, Barrera da charlas junto a un grupo de veteranas siempre que los llaman, en escuelas y diferentes instituciones. A su vez, con 63 años, sigue trabajando en el Hospital Militar Central, aunque ya no como instrumentadora. Esa profesión la dejó hace veinte años y, desde entonces, ha ido haciendo nuevas especializaciones para ocupar diferentes cargos dentro del centro médico.
Al igual que a sus compañeras, le costó años empezar a hablar de la Guerra con sus seres queridos. Es más, durante la niñez de sus primeros dos hijos, nunca lo nombró. Hasta que, con el tiempo, necesitó empezar a contar para, de alguna manera, sanar. “Del grupo, la primera en salir a dar charlas fui yo. Después las fui arrastrando a las demás. Y bueno, ahora las que salimos a hablar somos 3, 4, todas mujeres veteranas”, cuenta.
-¿Cómo te afectó emocionalmente la experiencia de Malvinas?
-Fue una experiencia muy fuerte, éramos todos muy jóvenes. Y eso hizo que nos afectara a todos. Después, cada uno, de acuerdo a su personalidad y de acuerdo a su sentido de resiliencia, fue gestionando internamente lo que vivió de maneras diferentes. Algunos tuvieron adicciones, fueron o son alcohólicos. Algunos hablamos más rápido, algunos aún hoy ni le cuentan a su familia lo que vivieron. Muchos tienen problemas de audición por las bombas. En mi caso, tuve años en que dormía una hora. Ahora duermo cuatro. Casi todos tenemos problemas para dormir. En el hospital tenemos un centro de salud para veteranos de guerra y ahí hay especialistas en estrés post traumático. Hay un grupo de psicólogos que a lo largo de los años nos han hecho tests a nosotros para estudiarnos. Y ahí salió que tenemos enfermedades comunes que son concomitantes con el estrés post traumático, como mucha hipertensión, diabetes, cáncer.
-¿Qué sensación te quedó de la Guerra de Malvinas?
-Para mí, es lo más importante me pasó en la vida. Me cambió la vida entera. Por ejemplo, al estar de novia y haber cortado para ir a Malvinas, pienso: ¿y si me hubiera casado con él? Hubiera tenido una vida totalmente diferente -se ríe-. Después, por otro lado, creo que la guerra te cambia el carácter, ves la vida de otra forma. Te tomás los problemas de la vida de otra forma, de una manera más relajada.
Hoy, Barrera es considerada la veterana más condecorada del Ejército. Esto, dice, tiene que ver en parte con el paso de los años. “Soy la única de mis compañeras que sigue ejerciendo y trabajando en el Hospital Militar, por lo tanto, todos los años, en el aniversario de Malvinas, me dan algún reconocimiento. Tengo todo tipo de medallas”, cuenta, mientras se coloca tres, sus preferidas, sobre la blusa para las fotos.
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