Cuando despertó en el sanatorio, los cientos de mensajes todavía estaban ahí. En su Whatsapp, donde se multiplicaban las notificaciones. En las redes, con corazones y deseos de recuperación que le enviaban colegas, científicos, científicas, influencers, seguidores en general. Alguien había convertido la célebre foto de la enfermera llevando de la mano a Maradona en un meme amoroso con la frase "La que le hizo el hisopado llevándose a Nora Bär de Twitter Argentina". Hasta hubo alguna que otra trolleada. Lo cierto es que ese 4 de julio, y luego de comunicar en su cuenta que había dado covid positivo y que estaba internada por una neumonía, Nora Bär se convirtió en tema de preocupación y conversación nacional. Nora Bär se convirtió en trending topic.
Algo impensado, dice ella cuatro meses después (y se ríe detrás de la pantalla), para una periodista dedicada a lo que define como el patio trasero de los medios: la ciencia. Pero a los 69 años, y con cuatro décadas en el diario La Nación, el coronavirus la había lanzado de un lado a otro del tablero pandémico. Si desde marzo de 2020 venía produciendo notas, entrevistas, títulos de tapa, tuits, retuits y columnas de radio a un ritmo que jamás hubiera imaginado, de repente estaba en una cama del Sanatorio de la Trinidad infectada por ese mismo virus del que tanto había escrito.
¿Qué hizo Nora? Pidió más paracetamol para que le bajara la fiebre y una notebook para seguir escribiendo.
Trabajo y devoción
"Lo que a mí me gusta de la divulgación científica son las historias. Porque la ciencia tiene mucho de novela también, muchos ingredientes de una trama de misterio, de ir tirando de un hilo para plantearse preguntas, caminos que no llevan a ningún lado, fracasos, y después de muchos años, ¡eureka! Y me sigue fascinando hoy, como hace 40 años, contar eso".
Quienes la conocen dicen de ella que se bajaba de un avión e iba directo a la Redacción, sin importar lo extenuante del viaje ni el jet lag: podía venir de la presentación de "la máquina de Dios" en Ginebra, de un seminario en Japón o de una expedición científica en la Antártida. Y que hasta antes de la pandemia lo seguía haciendo. Que llegaba a escribir cuatro notas por día. Que nunca se enfermaba. Que cuando sus hijos todavía cursaban la secundaria en el CNBA (hoy una es escritora, otra artista, otra se dedicó al cine y otro es matemático becado en Francia), había implementado lo que ella misma acuñó como "telematernidad". Antes de salir para el diario, dejaba anotadas una serie de indicaciones para sus hijos. Y una vez en su escritorio, seguía desde ahí: algunas horas más tarde sonaba el teléfono con preguntas del tipo dónde están las zapatillas, cómo se dice tal cosa en francés, si Fulanita se puede quedar a dormir. Workaholic para algunos, malabarista como cualquier mujer para otros, ella simplemente dice que le apasiona lo que hace.
Apasionada por lo que hace desde que empezó a escribir notas en
"Es que como periodista no es que te convertís en matemática, geóloga o astrofísica, pero te asomás a las grandes preguntas del conocimiento actual; la ciencia te lleva de la mano en un viaje de exploración por los grandes misterios del saber, y eso a mí me permitió combinar la trama fantástica de la literatura con las ansias de aprender, con esa felicidad que uno tiene cuando dice ¡ay, esto lo entiendo! Es lo que sienten los científicos cuando descubren algo. De alguna manera, conociendo esas historias, una se hace partícipe de esa emoción". Dice con un entusiasmo iniciático al que no parecen pesarle los bronces que confirman su trayectoria, como el Konex de Platino o el sillón de la escritora Ada María Elflein en la Academia Nacional de Periodismo.
Y, sin embargo, en el comienzo no hubo epifanía ni vocación irrefrenable. No hubo un camino señalizado hacia este universo de teorías, experimentos, big bangs, micropartículas. Simplemente hubo una pregunta, práctica, existencial, urgente: ¿cómo trabajar y ser madre a la vez?
Había ejercido como docente de una primaria en Monte Grande durante cinco años, había estudiado Traductorado de Francés y Letras a comienzos de los 70 –cuando las horas transcurrían más en las marchas y asambleas que en las aulas–; se había enamorado, desenamorado, vuelto a enamorar, había tenido una hija a los 24, había dejado la Facultad. Pero, sobre todo, se había visto en el espejo de su madre, inmigrante alemana, que se había resignado al destino doméstico de las mujeres de su tiempo.
"Mi mamá contaba que llegó con una valija de cartón y cuatro marcos, y que alguien le pasó el dato de una tintorería industrial alemana que estaba en Avellaneda: la prueba de ingreso era un dictado. Ella sabía escribir a máquina, porque había cursado el gymnasium, que es como un preuniversitario, pero no entendía una palabra. Y en la desesperación pidió hablar con el jefe. En alemán. Le dieron un mes de prueba. Durante ese mes, todos los días se sentaba en un bar y pedía un café con leche, que era lo único que podía pagar, y el diario La Nación para estudiar español. Nunca tuvo una falta de ortografía. Cuando cumplió 35 años, con mi padre decidieron tener hijos –yo tengo un hermano mayor, del que heredé el amor por la literatura– y se mudaron a Banfield. Nunca más trabajó y creo que vivió con esa frustración siempre".
Yo sentía que iba a la reunión de editores y hablaba en chino básico. Moléculas, átomos, enzimas...me miraban con una cara como diciendo 'y esto a quién le va a interesar'.
Tres décadas después, en 1980, Nora llevaba su primera nota al edificio de La Nación, en la calle Bouchard. Luego de un paso fugaz como redactora en una agencia de publicidad, estaba de nuevo desempleada, con una hija y otra en camino. Entonces con su compañero –el escritor y editor Eduardo Ojeda Ortiz– se pusieron a pensar de qué podía trabajar. "¿Y en periodismo?". Eran tiempos en los que los diarios y revistas todavía se nutrían de escritores: no había título habilitante más que la buena pluma, la curiosidad y la necesidad. Le habían aceptado algunas notas culturales en Vosotras (la mítica revista femenina nacida a mediados de los 30 para las mujeres trabajadoras) y ahora estaba por debutar como colaboradora en la revista dominical del mismo diario con el que había aprendido a leer su madre. La nota llevaba por título "Apocalipsis Now": el hit de Francis Ford Coppola servía para anunciar la debacle ambiental.
"En esa época no estaba el concepto del periodista que se dedicaba a tratar los temas de ciencia como se tratan los temas de política o de economía, esa figura que ya existía en el hemisferio norte. Había notas sobre ciencia, sí, pero casi siempre escritas por médicos o científicos. En casa comprábamos muchas revistas de afuera, como La Recherche, Scientific American, The Scientist, y me encontré con que era un tema que me fascinaba. Cuando empecé a leer biografías de grandes científicos, por ejemplo, me enloquecí porque ahí está todo el componente humano de la persona que trata de resolver un misterio que lo obsesiona. Fui leyendo esas historias y me dije: «Por qué no hacemos acá lo que se hace en Estados Unidos». Y me puse a hacer notas con investigadores de acá".
Inventar la divulgación
Si para Wikipedia 1928 es el año de inicio del periodismo científico en el mundo anglosajón, con el nombramiento de James Crowther como corresponsal de Ciencia de The Manchester Guardian (cuentan que el editor le dijo que el periodismo científico no existía, a lo que él respondió que pensaba inventarlo), el antecedente local más cercano se remonta a 1951, cuando se formó el Grupo Argentino de Escritores Científicos. Integrado, entre otros, por Bernardo Houssay y José Babini, su función consistía en verificar lo que se publicaba en los grandes medios. Más tarde, el médico Jacobo Brailovsky, conocido por sus columnas en La Nación, fundaba la Asociación Argentina de Periodismo Científico.
Pero no fue hasta entrados los años 80 primero, con las ediciones argentinas de Muy Interesante (de España, acá editada por García Ferré) y Ciencia Hoy (de Brasil), y luego entre fines de los 90 y los 2000, con la incorporación de suplementos y secciones en los diarios y revistas de tirada nacional, que la ciencia ganó su lugar a la par de otros temas. Si Nora era referente en La Nación, Leonardo Moledo lo era en Futuro, de Página/12; Alejandra Folgarait en Noticias y Valeria Román y Andrea Gentil en Clarín. Pero no fue fácil llegar hasta ahí, y menos para las mujeres. Román recuerda cómo un profesor de un seminario en periodismo científico no ocultó su misoginia al desalentarla, a ella y a sus tres compañeras que habían aprobado, a seguir adelante con la orientación. Era en la UBA, era 1994. Gabriela Navarra no olvida que la propia Nora tuvo que pelear para que le pagaran lo mismo que a su compañero varón cuando los incorporaron a ambos al suplemento de La Nación. Eran los 2000.
"Yo no era consciente de lo difícil que fue para nosotras, hasta que reparé en que nunca se me había pasado por la cabeza ser, por ejemplo, Secretaria de Redacción –dice ahora Nora–. No es que hubiera querido, porque a mí me gusta escribir, hacer notas, ¡pero ni siquiera lo pensaba!". Los primeros años como editora implicaron un trabajo de concientización: no solo sobre su lugar, sino sobre lo que producía. "Creo que durante ocho meses no hubo nunca un tema de ciencia en tapa. Yo sentía que iba a la reunión de editores y hablaba en chino básico. Moléculas, átomos, enzimas... me miraban con una cara como diciendo «y esto a quién le va a interesar». Y debo decir que cuando se cerró la sección, en 2011, hicimos un recuento de cuántos temas habían ido a la tapa en los últimos meses del suplemento, y había una nota cada uno o dos días.
–¿Y cómo lograste eso?
–No fue solo mérito mío, fue una interacción entre todos. Siempre cuento que después de algunos años de ir a las reuniones, cuando planteaba un experimento que había dado tal resultado, mis propios colegas me preguntaban: «¿En humanos o en ratones?». Creo que, de alguna manera, se produjo una alfabetización sobre los métodos de la ciencia, sobre qué noticias importan y por qué, y fue una evolución que acompañó toda la sociedad. Hoy, existe la Red Argentina de Periodistas Científicos (fundada en 2007 por 11 colegas, entre ellos Matías Loewy, Claudia Mazzeo, Valeria Román y Gabriela Vizental, actualmente la preside la propia Nora), hay departamentos de comunicación en el Conicet, en las universidades, hay nuevas generaciones de divulgadores. Hoy, sería impensable eliminar la ciencia del menú de las noticias diarias. Y cada una de las decisiones que tomamos involucra algún tipo de conocimiento científico o tecnológico.
–También trabajaste en la visibilización de las mujeres en la ciencia, tu libro Revolución en el laboratorio es parte de eso.
–Yo ya escribía en mis columnas sobre las mujeres en la ciencia y ya había publicado Diez preguntas que la ciencia (todavía) no puede contestar por Planeta, y con la editora, Adriana Fernández, se nos ocurrió hacer uno de mujeres argentinas que se dedicaron a la ciencia cuando todavía era un terreno muy hostil para ellas. No es que no lo siga siendo: si bien ahora hay más mujeres que hombres en el Conicet, hasta el año pasado solo 11 eran directoras de institutos.
–¿Qué eje común encontraste en todas ellas?
–Fueron mujeres que, de alguna manera, tuvieron apoyo familiar, especialmente de sus parejas, para poder seguir, pero a todas les costó, incluso varias tuvieron problemas con otras mujeres. Porque las mujeres que en ese momento habían escalado en el Conicet tenían también una mentalidad muy machista, todavía no existía lo que hoy conocemos como sororidad. También había falta de autopercepción de esas dificultades por ser mujer. Una vez Dora Barrancos, en una entrevista que le hice para Conversaciones, de La Nación, me dijo que muchas mujeres no percibían las dificultades porque tenían naturalizado que ciertos lugares no eran para ellas. Eso lo dice muy claramente una matemática, Alicia Dickenstein, cuando me cuenta que le habían traído un libro de matemáticas para chicos: "Lo revisé y estaba bien, pero de pronto veo que todos los personajes eran varones, ¿sabés quién había escrito ese libro? –me dice–. ¡Yo! ¡Hace 25 años!". Así que nosotras mismas, las que hoy somos madres y abuelas, aceptábamos el mundo como era. Ya no.
AC/DC: antes y después del covid
La fiebre apareció un domingo. Con 37,5, pensó que se trataba de una gripe. La típica de invierno. Desde que había vuelto de una conferencia en Estocolmo, una semana antes de que se decretara el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio, Nora no había salido de su casa. Las compras las hacía su marido. Cuando al tercer día empezó con dolor de garganta, llamó al médico y le indicaron el hisopado. Se enteró de que había contraído covid antes de que le entregaran el resultado del laboratorio: se lo adelantó un investigador con el que estaba hablando por una nota ("se le escapó"). Le indicaron que se hiciera una tomografía, pero ella dijo que era viernes y que primero tenía que hacer su programa de radio (conduce El arcón, por FM Cultura. En el 2020, además se sumó como columnista a Pasaron Cosas, Radio con vos). Hizo su programa de 12 a 13, puso un libro bien gordo en la cartera –El gen, de Siddhartha Mukherjee– y se subió a la ambulancia rumbo al Sanatorio de la Trinidad. Estaba segura de que volvería a su casa. Pero no. Le encontraron una neumonía bilateral y la internaron. Lo único que pidió fue que le mandaran una notebook del diario: unas horas después estaba escribiendo una nota, tuiteando, respondiendo mensajes.
"Pero me sentía cada vez peor, no podía comer ni tomar nada; el día anterior a que me llevaran a terapia intensiva, ya no me podía levantar a buscar el paracetamol que me dejaban en la puerta. En un momento me miré al espejo y me asusté de lo piel y huesos que estaba".
–¿Te dio miedo escuchar "terapia intensiva"?
–Me preocupó. Porque yo sabía que las estadísticas no eran muy alentadoras, así que inmediatamente llamé a mi hija más grande, Eva, y le di un montón de instrucciones por si llegaba a pasar algo. Cuestión que cuando me vinieron a buscar para terapia intensiva, estaba toda transpirada: se ve que me empezó a bajar la fiebre. Ahí me dieron antiinflamatorios y empecé a mejorar. A los pocos días ya estaba en mi casa. Al principio muy débil, me agitaba mucho, pero a los tres días ya estaba trabajando, escribiendo la experiencia para el diario.
–¿Atravesar la enfermedad cambió tu punto de vista?
–No, porque yo siempre pensé que era algo grave, y es grave. Después supusimos que el que me había contagiado era mi marido porque tiene anticuerpos y un día tuvo chuchos de frío. Le dije que se tomara la fiebre y empezó a hacer chistes, se puso el termómetro en la oreja, y se le pasó.
–¿Qué te genera el discurso antivacunas?
–No es algo nuevo y tiene que ver con las fake news que ahora son parte de una infodemia: difundir falsas verdades o medias verdades, recubiertas de términos científicos, que las hace más creíbles y que conducen a temer sin ningún tipo de evidencia. Inicialmente se difundió que una vacuna provocaba autismo: estaba basado en un trabajo científico que luego se demostró que las conclusiones eran falsas.
En la clínica me sentía cada vez peor, no podía comer ni tomar nada; el día anterior a que me llevaran a terapia intensiva, ya no me podía levantar.
–¿Pero hay fundamentos para desconfiar de alguna de las vacunas contra el covid?
–No, ninguno, porque fueron desarrolladas sin saltearse ningún paso de los previstos para probar una inmunización. Se hicieron varias etapas simultáneamente para acelerar los tiempos, y eso permitió un desarrollo inédito por su rapidez. Pero muchas de las plataformas que se utilizaron, excepto la de Moderna y la de Pfizer, son muy probadas en otras vacunas. Como nunca en la historia, el mundo entero está revisando los resultados que presentan los laboratorios. Así que no hay mucha posibilidad de que ocurran eventos inesperados, más que los que ocurren con el resto de las vacunas. De hecho, hay un monitoreo mundial de eventos adversos que obliga a cada país a informarlos. En la fase cuatro, que se llama farmacovigilancia, se sigue monitoreando constantemente.
–¿También creías, como muchos, que la pandemia nos iba a hacer mejores?
–Lamentablemente, no. Al contrario, creo que puso de manifiesto las grandes desigualdades del mundo. Pero me quedo con cómo reaccionó el sistema científico argentino, a pesar de que venía golpeadísimo: a la convocatoria inicial del Ministerio se presentaron como unos 900 científicos y científicas. Dejaron de lado todo lo que venían haciendo y se pusieron a trabajar ad honorem. Andrea Gamarnik, por ejemplo, se puso a producir los tests y, además, hizo un acuerdo con los laboratorios para entregarlos gratis a todo el país; se desarrollaron tests locales de anticuerpos, se hizo el suero hiperinmune que se está probando, también ensayos de plasma, respiradores, barbijos con tela antivirus. Creo que en América Latina no hubo otro país que haya desarrollado tantas herramientas para enfrentar el virus.
–Usás mucho Twitter, ¿cómo evitás la tendencia a la polarización?
–Trato de distribuir datos, información, para que la persona que lea pueda sacar sus propias conclusiones y construir pensamiento crítico. Tengo mis opiniones, claro, pero esas las vuelco en mis columnas. Ahora, si consideran que porque elijo ciertas fuentes soy representante de un sector político, ¿qué voy a hacer?
–¿Los periodistas científicos tuvieron su revancha en 2020?
–Sí, creo que sí, a pesar de que todavía hay periodistas de otras especialidades, políticos y hasta economistas, que no pueden evitar opinar de cosas que no tienen ni ton ni son (risas).