Nobles sin corte
Aún hoy son casi un centenar los argentinos que, si se les pide, pueden exhibir títulos, escudos y linajes de las más rancias monarquías europeas. Cómo viven estas personas y de qué sirven aquí semejantes genealogías
"Los privilegios traen obligaciones. Esto es algo natural."
La licenciada Mercedes von Dietrichstein lo dice sin énfasis, como si fuera una cosa obvia, mientras bebe otro sorbo de té.
La licenciada es una mujer rubia y elegante, de ojos claros, que viste pantalón y chaqueta de tono pastel. Está divorciada de Alejandro Leloir Anchorena, tiene cuatro hijos y catorce nietos, y desde hace dieciocho años es la presidenta de la Fundación Hospital de Clínicas. El ventanal que da frente al sillón donde ahora está sentada se abre a un jardín de corazón de manzana, en el barrio de la Re-coleta. Una luz húmeda que anuncia lluvia subraya los contornos del living.
En las paredes hay pinturas europeas de los siglos XVIII y XIX. De una de ellas cuelga un enorme cuadro con el árbol genealógico de una familia que se remonta al año 1000. Sobre una mesa ratona hay libros de arte, otro sobre estancias argentinas y uno de nombre extraño, Mikulov, que cuenta la historia de un pequeño pueblo medieval en la frontera entre Austria y Checoslovaquia.
En la tapa de ese libro hay una foto de un castillo. El castillo tiene una torre alta y en forma de aguja, como el campanario de una iglesia, y los techos son de tejas rojas. Tiene 500 cuartos, se empezó a construir en el siglo XIII y hoy es un museo que administran las autoridades checas.
En sus habitaciones se hospedaron Napoleón y sus generales después de Austerlitz; en sus salones dio conciertos Richard Strauss, y en sus cotos de caza probó puntería con los faisanes el duque de Windsor.
La licenciada Von Dietrichstein mira la foto con una mezcla de orgullo y nostalgia: ella correteó por sus galerías y patios cuando era chica.
¿Curioso? No. El castillo de Mikulov y las 2500 hectáreas de bosques que lo rodean, hoy son reclamados por esta mujer, nacida princesa austríaca, nacionalizada argentina y psicoanalista.
Su vida es uno de los capítulos de la historia de los aproximadamente setenta (¿ochenta?, ¿cien?; no hay cifras precisas) nobles europeos que actualmente viven en la Argentina.
Aunque la Constitución, en su artículo 16, prohíbe los títulos nobiliarios (" La Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre ni de nacimiento: no hay en ella fueros personales, ni títulos de nobleza"), en el país hay nobles.
Llegados desde Polonia, Francia, España, Austria, Checoslovaquia o la Rusia de los zares, no usan el título excepto para la vida social, y entre ellos hay gerentes de empresa, profesionales, administradores de fábricas y dueños de estancias.
Están alejados del boato y de los estereotipos del imaginario popular. Algunos se apasionan por el fútbol y otros por los autos. Los hay que se divorcian como cualquier hijo de vecino, y entre ellos las segundas nupcias son moneda corriente. Están los que son socios de instituciones civiles, como sociedades genealógicas o heráldicas, y los que conocen el país como nadie, por haberlo transitado hasta en sus rincones remotos.
Unos tienen campos en la Patagonia y otros en Buenos Aires o en Córdoba. A muchos les fascina la caza mayor. Aunque son naturalmente monárquicos, a la hora de votar lo hacen por radicales o cavallistas, y cuando hablan de política se les nota el rechazo por Carlos Menem y Raúl Alfonsín.
Algunos frecuentan las galas del Colón y aman las fiestas en los salones del Jockey y el Círcu- lo de Armas, y otros las eluden cada vez que pueden. Los menos se regodean íntimamente en su propia prosapia, y bastantes ayudan con trabajo social desde asociaciones del tercer sector.
Algo, sin embargo, los iguala más allá de las diferencias: el hecho de que todos, o casi todos, están emparentados con las más rancias familias patricias argentinas. En ese parentesco está la razón de su presencia en el país.
Históricamente, el nacimiento de la aristocracia que hoy reside en la Argentina tiene una fecha cierta.
El parto ocurrió entre fines del siglo XIX y mediados del XX, cuando las familias tradicionales de estas pampas viajaban con frecuencia a Europa y dividían su tiempo entre París y Buenos Aires.
Era la época de las vacas gordas y la manteca al techo, de las vueltas al mundo en los barcos propios, y en sus orígenes, el mecanismo que relacionó a los patricios locales con los nobles europeos fue tan sencillo como inevitable: las hijas de la oligarquía se casaban con príncipes, marqueses o condes, y esas uniones generaban a su vez nuevas ramas familiares con títulos de nobleza.
Aunque el abogado Félix Martín y Herrera, presidente del Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas, admite la sospecha de que algunos matrimonios pudieran haber sido por conveniencia, no se atreve a asegurarlo: "¿Quién puede saberlo? De dos cosas, sin embargo, podemos estar seguros: una, es que las fortunas de la oligarquía argentina eran muy tentadoras; la otra, es que advenedizos hay en todas partes. En las fiestas, cuanto más whisky se sirve más nobles aparecen".
Más allá de eso, la interrelación del patriciado argentino y la aristocracia europea fue una constante que marcó la corteza sociológica del país.
Algunos ejemplos: Leonor Martínez de Hoz se casó en 1899 con el barón Hjalmar Carlos von dem Busche Haddenhausen, canciller de Alemania, y la hija del matrimonio, Matilde, lo hizo luego con el príncipe Ulrich Kinsky, descendiente de una familia de Bohemia del siglo XIII. El actual príncipe Kinsky, Franz Ulrich XI, vive entre Buenos Aires y Córdoba, donde organiza excursiones de caza en sus campos para turistas europeos y norteamericanos.
Otra Martínez de Hoz, Carolina, se casó en primeras nupcias con el príncipe Georges Maziroff, edecán del zar Nicolás II de Rusia, y en segundas nupcias con el conde Luis von Luxembourg, embajador de Alemania en la Argentina.
María Elisa Bosch Alvear se casó con el marqués Christian de Kerhué, y con el baile que ofrecieron sus padres para presentarla en sociedad se inauguró el palacio de la familia en París, que hoy es la sede de la embajada de Estados Unidos en Francia.
Margarita Casado Sastre se casó con el tercer vizconde de Oña, Pedro del Corral, y la hija de ambos, Elizabeth, lo hizo luego con Horacio Zorraquín Lynch. Dolores Cobo Salas contrajo matrimonio con Vicente Macchi, conde de Cellere, y un nieto de ambos, el conde Paolo di Campello, se casó luego con Isabel Duggan Hope.
Josefina de Atucha Llavallol se casó con el marqués Pierre de Jaucourt y una de las hijas de la pareja, Laurette, lo hizo luego con el barón Charles-Henri de Levis-Mirepoix. Fue esta costumbre de las damas argentinas de casarse con los nobles europeos la que empezó una historia que aún no terminó. Podría decirse que fue, literalmente, como hacer la corte.
Martillero público y licenciado en Administración de Empresas, Arsenio Martínez del Campo es taxativo: "Desde ya le digo: no hay una corporación de nobles".
Martínez del Campo es el tercer marqués del Baztán, maneja una inmobiliaria en la Recoleta y desde 1974 es el presidente de la Asociación San Fernando Rey, una sociedad cuyo objetivo es "el respeto a la institución monárquica española".
Nacido en San Sebastián, de madre argentina (Celina Raybaud Roca, sobrina nieta del general que conquistó el desierto) y padre español, llegó al país a principios de los años cuarenta, y aquí construyó su propia vida. Trabajó en la oficina de créditos de la empresa Plavinil, compró y vendió campos por cuenta de terceros en la provincia de Buenos Aires, y abrazó una pasión: es hincha de River.
"Respecto de la política española soy monárquico, pero sucede que en España hay menos nobles que socios tiene acá el Jockey Club. Al rey Juan Carlos lo he visto nueve veces, incluida alguna antes de que fuera rey, y no sé si él me reconoce. A lo mejor le llama la atención este marqués con acento argentino", dice.
La Asociación San Fernando Rey que dirige tiene 66 miembros, y el presidente honorario es Gregorio de Marañón. No tiene estatutos y la última reunión que realizó fue hace dos meses, en el Círculo de Armas. Entre los socios hay seis residentes en la Argentina que tienen título nobiliario español. Además del propio marqués del Baztán, son la duquesa de Tamames; el marqués de Alcedo; el conde del Castillo de Tajo; el marqués de Lules, casado con la ex modelo Mirta Massa, y Alvaro Caro, conde de Cuevas de Vera, que a los 41 años es el más joven de los nobles que viven en el país.
"Yo no tengo mérito alguno en mi título, porque es hereditario. En España todos los títulos lo son, y quien hereda es el mayor de los hijos varones. En mi caso, el mérito es de mi bisabuelo, un militar de Pamplona que fue tutor de Alfonso XII y obtuvo el primer marquesado por méritos de guerra a fines del siglo pasado."
Quizá la mayor paradoja en la historia de los nobles en la Argentina la haya protagonizado Mercedes von Dietrichstein, la única princesa que trabajó en el Borda. "Cuando llegué a Buenos Aires, en 1949, no sabía hablar español y mi madre me mandó a estudiar al colegio Mallinckrod, donde las monjas eran alemanas", cuenta.
Su madre era Mercedes Dose y Obligado, y había conocido a su esposo, el príncipe Alexandre von Dietrichstein Zu Nikolburg, durante una comida en París en los años veinte. Después del Mallinckrod, la joven Dietrichstein ingresó en la turbulenta facultad de Filosofía y Letras de la UBA, y egresó de allí en 1972 con una licenciatura en Psicología y diploma de honor bajo el brazo. "Mi primer empleo fue en los consultorios externos del Borda, donde trabajé tres años mientras hacía mi posgrado en psicoanálisis."
De princesa en el Borda, Dietrichstein pasó a atender su consultorio privado (trabaja seis horas diarias), a la docencia en la Facultad y a una tarea social extenuante: es miembro de la Fundación Teatro San Martín; vocal del Mozarteum, de la Asociación Argentino Austríaca de Cultura y del Foro de Acción Social, y presidenta de la Fundación Hospital de Clínicas José de San Martín para el que generó, en los últimos años, ingresos por varios millones de dólares en equipamientos. Mientras hace todo eso, Mercedes von Dietrichstein sigue encontrando tiempo para reclamar el castillo y las tierras de su familia en Mikulov, de los que es la única heredera.
Si a principios del siglo XX las familias tradicionales argentinas se emparentaban con la nobleza europea y echaban los cimientos de la primera oleada inmigratoria, la Segunda Guerra Mundial expulsaría nuevos aristócratas de Europa, y también algunos de ellos llegarían a Buenos Aires.
Unos habían tenido problemas con el nazismo, como el príncipe Alexandre von Dietrichstein Zu Nikolburg, que antes de ser expropiado estuvo en las cárceles de la Gestapo por oponerse a la anexión de Bohemia y Moravia al Tercer Reich. Otros los iban a tener con los gobiernos comunistas instalados a partir de 1945, y algunos hasta tuvieron conflictos con gobiernos democráticos, que tampoco se privaron de requisar palacios y propiedades.
Fue el caso de la familia del príncipe Ulrich Kinsky, esposo de Matilde Martínez de Hoz, a los que el gobierno checo de Eduard Benes les confiscó un palacio en el centro de Praga, cuatro castillos en la campaña, 25 mil hectáreas de campos y cuatro fábricas de cerveza.
El príncipe Kinsky había sido aviador y corredor de autos, y había muerto en Viena en vísperas de la guerra. Cuando la expropiación ocurrió, su esposa argentina y su hijo Franz, que aún sigue viviendo en el país, ya estaban en Buenos Aires: habían alcanzado a tomar el Conte Grande, el último barco que salió hacia el Río de la Plata en el tormentoso mayo de 1939. Hubo otros como ellos, y todos tenían algo en común: atrás, en la Europa en llamas devastada por la guerra, les había quedado enterrado el pasado.
"Nuestro pasado no existe. Eso ya pasó." La condesa Ena Wenckheim enciende su tercer Marlboro light y deja que el humo gris trepe hasta sus ojos celestes. Desde las ventanas de su living, en un séptimo piso sobre la calle Cerrito, se ven los techos de pizarra de la embajada de Francia.
La condesa es austríaca, nacida en Viena ("No me pregunte cuándo; mentí tantas veces que ya ni me acuerdo"), y su caso es una de las excepciones a la regla: ella no tiene una gota de sangre argentina.
Ena Wenckheim cuenta su historia con un toque de humor: "A los 20 años me casé con un americano buen mozo y muy rico, y en 1956, cuando enviudé, compré campos en este país. Los compré y se los regalé a mi hermano, para que tuviera algo que hacer. En 1971 él murió en un accidente de tránsito, y al tiempo me vine a Buenos Aires para ver si podía vender. Vivía en el Alvear. Imagínese: eran los días en que Salvador Allende y los cubanos venían a la Argentina".
La condesa Wenckheim sólo pudo vender sus campos en 1993. El primero que había comprado, en Trenque Lauquen, fue el primero que vendió, y luego siguieron los de Guaminí y La Pampa. En los veinte años que tuvo que hacerse cargo de sus tierras, vivió en sus estancias. De esa experiencia le quedan modismos ("Yerba mala nunca muere") y, lo dice con insistencia, un fanatismo por el país que hasta la llevó a devolver el pasaporte y la ciudadanía norteamericana para hacerse argentina.
"Mi familia me llama desde Europa, asustada, y me dice que me vaya, que qué hago acá, que la televisión pasa cortes de ruta y manifestaciones con carteles del Che Guevara. Y yo les contesto que no, que de acá no me voy hasta que la situación se arregle. Aunque la gente todo el tiempo tire pálidas, yo soy optimista. Vamos a salir. Después de la guerra, Europa la pasó peor y salió. Sólo se trata de que cada uno ponga su grano de arena."
En el caso de la condesa Wenckheim, que es miembro de la Fundación Hospital de Clínicas, su aporte lo reciben los chicos de San Javier, un pueblito en el valle cordobés de Traslasierra, donde se compró una casa. "Allí hay una escuela muy pobre, y muchos de los chicos van sólo porque les dan de comer. Yo me encargo de mantener el comedor los sábados y domingos de todo el año, y también durante las vacaciones. Siento que es mi obligación, y hacerlo me da satisfacciones. ¿Sabe una cosa? Al principio me llamaban la gringa loca. Ahora, ya soy doña Ena", dice.
Los Werckheim eran originarios de Alemania, y luego se trasladaron a Austria. Las propiedades de la familia estaban en ese país y en Hungría. "¿Castillos? ¿Cómo no íbamos a tener castillos nosotros? Pero ya le dije: nuestro pasado no existe. Eso ya pasó."
Quien no parece pensar lo mismo es Félix Martín y Herrera, que ha hecho del pasado un objeto de culto. Desde hace 46 años, este abogado de 83 se alterna como presidente y vicepresidente del Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas, cuyos miembros se reúnen en el salón Anasagasti del Jockey Club.
Martín y Herrera tiene una asistencia casi perfecta a esas reuniones: de 552 citas, sólo ha faltado a tres. Además es presidente del Colegio Heráldico de Buenos Aires, miembro de cien sociedades, academias e instituciones de genealogía y heráldica que existen en el mundo, y uno de los escasos quinientos heraldistas que quedan en el planeta. "Nobleza significa distinción, aristocracia. En una división clásica, los rangos son siete: rey, príncipe, duque, marqués, conde, vizconde y barón, y sus correspondientes femeninos, en ese orden. Los títulos se adquieren de distintas maneras: por uso inmemorial, por concesiones reales, por herencia, por matrimonio y por compra, como antes sucedía en España."
Como estudioso, Martín y Herrera es un coleccionista de escudos heráldicos, que atesora en biblioratos que ocupan estantes y estantes de su estudio de la calle Libertad. Otro de sus tesoros son las guías sociales, indispensables para aventar cualquier sospecha sobre orígenes y linajes. "Hasta hace unos años había varios libros que daban información sobre las personas distinguidas: Quién es quién en la Argentina y Quién es quién en América, por ejemplo. También existían el Libro de oro y un Anuario social, pero casi todos dejaron de publicarse, y hoy sólo existen dos: el Libro azul y la Nueva guía social."
Cercano a cumplir sus 90 años, el príncipe Charles Radziwill figuró, y aún figura, en todos esos manuales. Considerado por sus pares como el aristócrata de mayor rango que hoy vive en la Argentina es también, en los hechos, la figura menos controvertida de la cofradía. Con su vida bien podría escribirse una novela: Charles Radziwill nació en Polonia (Belice-Cracovia) el 3 de mayo de 1912, en una cuna real: sus padres eran el príncipe Gerónimo y la archiduquesa de Austria, Renata Habsburgo Lorena. Diplomado en ingeniería mecánica, el joven Radziwill cursó la Escuela de Oficiales de Aviación en Polonia, y durante la guerra, hasta 1939, formó parte del segundo regimiento de la aviación de su país. Después de la invasión alemana, el príncipe se enroló en la fuerza aérea de Francia y luego en la de Gran Bretaña, en la que llegó a ser coronel. Radicado en Buenos Aires al fin de la guerra, Radziwill se naturalizó argentino. Casado en primeras nupcias con María Luisa de Alvear Quirno y en segundas con Teresa Soto, desde 1969 había sido el embajador de la Soberana Orden Militar de los Caballeros de Malta en el país, pero su condición de diplomático activo no sería eterna: en noviembre de 2000, fue reemplazado en el cargo por Antonio Manuel Caselli, un joven de 30 años, hijo de Esteban Caselli, el ex embajador menemista ante el Vaticano. El príncipe Charles Radziwill, cuentan recatadamente sus amigos, nunca se recuperó del disgusto.
Chikoff, un conde cortes
El conde Juan Eugenio Chikoff, ruso de origen y argentino por adopción, jamás claudicó de sus ancestros ni de la educación que dejó en la tierra de los zares.
"Era difícil convivir con mi padre. Cualquier silla le servía de trono, y cuando se le caían los lentes, hacía que se los levantaran. El era conde y no se agachaba", recuerda Eugenia, su hija.
Este curioso personaje, que hablaba nueve idiomas, era aviador, periodista, deportista, jinete y bailarín, había nacido cerca de Moscú, en 1896. A los 19 años, en 1915, salió de su país como subteniente de infantería para combatir en Francia, y nunca regresó. La revolución de 1917 lo sorprendió en París, donde un argentino optimista lo convenció de que los bolcheviques durarían un par de semanas, y lo invitó a viajar a Buenos Aires para esperar la caída. Una vez en la Argentina, Chikoff comenzó a frecuentar el mundo aristocrático porteño. Su comportamiento, basado en unas reglas de sociabilidad desconocidas hasta entonces, le hicieron un lugar.
En los años veinte, la figura del conde era familiar para quienes frecuentaban el Ocean y el Golf Club en Mar del Plata, donde daba lecciones de baile, gimnasia y patinaje sobre hielo. Por esa época también se inició en la tarea que le daría una curiosa notoriedad: la enseñanza de urbanidad y buenos modales, un tema al que consagró años. Según Eugenia, en Buenos Aires Chikoff frecuentaba a otros nobles rusos, como la condesa Zuboff y el príncipe Nagaietz.
Existen varias fábulas sobre este conde mediático. Una de ellas es que fue el inventor del paso de tango "un, dos, tres, cuatro, cierre y cruce". Su gran misterio, sin embargo, no es ése sino si realmente era un noble. Según su propio testimonio, su familia desapareció sin dejar rastros durante la revolución bolchevique, y él nunca pudo retornar a su país. Durante el resto de su vida, incluso en su propio hogar, tenía prohibido hablar de Rusia y de sus antepasados.
"El nunca hablaba de eso porque era una tragedia, y él quería vivir, no morir. Y como no se podía hablar de Rusia, no se sabe nada de mis antepasados", cuenta hoy su hija Eugenia.
El conde Chikoff, que enseñó a quién debía dársele la mano y a quién no, o ante quien levantarse del asiento en una reunión social, murió el 28 de diciembre de 1988.
Eva Perón y las marquesas pontificias
Hasta 1947, cuando Eva Perón intentó serlo, en la Argentina había habido solamente dos marquesas pontificias. Una de ellas, María Unzué de Alvear, presidenta de la Sociedad de Beneficencia, había protagonizado un incidente post mórtem durante el peronismo, cuando no se le reconoció una dispensa papal y se impidió que sus restos fueran sepultados en la basílica de Santa Rosa de Lima, que ella misma había hecho construir en el barrio de Monserrat. La otra marquesa pontificia era Adela María Harilaos, viuda del magnate cordobés Ambrosio Olmos.
En vísperas de su gira por Europa, en 1947, Eva Perón la visitó en su casa, un palacio de la avenida Alvear al 1600 donde se había alojado el cardenal Eugenio Pacelli -luego papa Pío XII- mientras estuvo en Buenos Aires para el Congreso Eucarístico Internacional de 1934. Cuando Eva y Perón entraron en la residencia, Adela Harilaos los recibió sentada en un sillón y se disculpó por no levantarse. A manera de bienvenida halagó a Eva: -M´hijita, usted es mucho más linda al natural que en las fotografías, le dijo, y rompió el hielo. La señora de Olmos habló sobre su marquesado y, confidencia va, confidencia viene, contó que los títulos que otor-gaba el Vaticano eran siempre precedidos por importantes donativos a la Iglesia.
Eva Perón recordaría: "Me animé a preguntarle cuáles eran los trámites que se hacían para lograrlo. Me contestó que todo el bien que se había hecho en la vida era como un antecedente. Que después, si uno quería que le asignaran un título, debía entregar una fuerte suma de dinero para caridad. Yo le pregunté qué suma hacía falta. Me dijo que dependía: para el título de marquesa pontificia, el donativo no puede ser menor de ciento cincuenta mil pesos. Para la Rosa de Oro, se calcula que no debe ser menor a los cien mil. Pero si es un rosario, el donativo es mínimo. El rosario lo da el papa a cualquier visita".
Eva terminó así su relato de aquella charla: "Cuando empezó a jugarse con la idea del viaje a Europa, encargamos al padre Benítez que fuera a Roma a gestionar una entrevista con el Papa. La idea de un título me rondó por la cabeza; la Rosa de Oro me parecía que era posible. Me la tenía bien ganada".
Eva Perón se entrevistó finalmente con Pío XII el 27 de junio de 1947. La entrevista duró 27 minutos y al fin de la misma, el Papa le regaló un rosario que sacó de un cajón de su escritorio.