No tengo perro
No tengo perro, no pertenezco a esa inmensa comunidad humana que ama a los perros con locura. Siempre envidié un poco a estas personas, porque tienen un destinatario tan claro para su amor, porque ese mismo amor los enaltece y los eleva a un nivel emocional tan puro y sublime, casi, como el amor a Dios.
Veo el fenómeno, lo admiro y, en un punto, como decía, lo envidio, pero debo decir que no lo comparto. No tendría un perro conmigo; de ninguna manera. Vivo en un departamento, soy una persona ocupada, y no me entiendo bien con la gente que no habla, como los niños pequeños, y los perros. Más allá de las responsabilidades básicas, como la alimentación y las vacunas, el monitoreo médico y el entrenamiento, tener un perro obliga a considerar además asuntos tan críticos como la reproducción y la herencia.
No tengo perro. No estoy en condiciones de asumir semejante responsabilidad y, lo que es peor, no siento el menor deseo de hacerlo. Voy a tener que encontrar maneras más laboriosas de enaltecer mi persona si es que quiero conocer un nivel emocional puro y sublime como el amor a Dios. Esto era algo que tenía claro en mi vida; es la clase de asunto que comúnmente se anota en la agenda como "un problema menos".
Pero el otro día caminaba por la calle Florida, atiborrada de gente y cosas, cuando algo rozó mi pierna y alteró el ritmo de mi respiración. Un enorme perro blanco, sin dueño, sin identificación ni cadena, se frotó contra mí como para llamar mi atención, y caminó a mi lado a lo largo de unos metros. Ibamos por Florida, entre Tucumán y Lavalle. Ruido mundanal. Como decía, gente y cosas. Fueron unos pocos metros, en realidad, pero cambiaron el pulso del paseo. El perro se frotó contra mí: me dijo soy tuyo. Era grande y fuerte, la clase de perro que necesita un nombre importante que por el momento no se me ocurría. Mientras tanto lo llamaría López. Porque, en efecto, el perro era mío: eso estaba claro. Fueron unos pocos metros, pero la sensación de plenitud que me dio caminar por Florida con López a mi lado me provocó un inesperado vuelco del tablero emocional. Caminé entre la gente con López a mi lado. Era rica. Era fuerte. De pronto me di cuenta de que en realidad la cosa era al revés: yo le pertenecía a él. Nunca antes me había sentido tan segura y protegida. Me atravesó en una ráfaga el temblor visceral que se siente al entregar el corazón. Esa vulnerabilidad, y al mismo tiempo ese poderío.
Eso fue todo. Al llegar a la esquina, López había seguido su camino. Y yo seguí el mío, el de la persona ocupada, que no tiene perro ni lo quiere tener. La que no quiere ni oír hablar del asunto. Pero ahora había tenido una aventura pasajera, y aunque fuera por unos pocos metros entre Tucumán y Lavalle, había sido de la partida.
Lo mío fue un flechazo y nada más. La gente que ama de veras a los perros les dedica tiempo, les abre su casa y les entrega una clase de amor que no conoce los límites humanos de la prudencia y la adversidad. Los demás miramos desde afuera, con el respeto más profundo, pero sin participar de la conversación.
Con el amor a los perros sucede algo parecido -salvando las distancias- a lo que sucede con la fe en Dios. Los ateos suelen mirar a los creyentes con un dejo de condescendencia, como se mira a los niños que no terminan de entender las leyes de la realidad, y los creyentes a su vez miran a los ateos con un poco de lástima, porque no saben lo que se pierden.
La autora es periodista