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Fue una tarde calurosa de febrero, igual a tantas otras aunque un poco distinta. Parada en la puerta de su casa en la provincia de San Juan, despedía a los amigos de su pequeña hija cuando se acercó a ella una cachorra llena de garrapatas y un tanto desnutrida. Un poco temerosa, bajó la cabeza y se quedó parada al lado de Carla Klinsky a la espera de una simple pero valiosa palmada en el lomo.
“Apareció saludando como una invitada más. Salió de la nada, como un ángel guardián. Tanta pena y admiración nos dio el hecho de simplemente pedir una palmadita en el lomo, que decidimos no solo hacerle unos mimos, sino también ofrecerle un poco de comida y agua fresca”. La pequeña perrita se mostró muy agradecida y se lo hizo saber con su cola a la mujer que acababa de mirarla con ojos de amor. “Yo sabía que era un regalo del cielo para el cumple de mi hija Guille. Como era febrero, no había muchos niños que hubiesen podido venir al festejo del cumpleaños de Guille ya que la mayoría estaba de vacaciones”.
“No existe una mentalidad de empatía”
En el barrio donde Carla vive junto a su esposo y sus dos hijos, es moneda corriente ver perros abandonados, que sobreviven en la calle o cuyos tutores los dejan sueltos y sin los cuidados básicos necesarios. “Solo un porcentaje pequeño de la población los tiene abrigados en invierno. Tampoco se ve en cada esquina o cada tantas cuadras recipientes de agua como sucede en otras ciudades. Y eso que San Juan arde en verano. Pero la realidad es que no existe una mentalidad abierta o de empatía”.
Carla confiesa que esa tarde, sin pensarlo demasiado, hizo entrar a la perrita a su casa ya que no podía concebir la idea de otro perro que sufriera en la calle. Al día siguiente la llevó al veterinario. Allí supo que tenía unos tres meses y que se iba a convertir en un animal de tamaño grande.
“Fue un dilema quedarnos con ella”
“Fue un dilema quedarnos con ella. Nuestras vidas son muy agitadas y estamos fuera de casa mucho tiempo”. Pero se animaron a darle una oportunidad. Los primeros días, la perrita se acomodó en el fondo de la casa, como pidiendo permiso. “Desconozco si le habían pegado antes o si el mundo le había mostrado la indiferencia ante una caricia en su lomo. Venía a nosotros con la mirada baja, así que la alzábamos y besábamos y correteaba alrededor nuestro como si estuviese siendo aprobada. Los primeros días, le gustaba estar cerca de la planta de lavanda, allí armó su guarida. También se encariñó con la palta, que usaba a modo de mordedor para sus dientecitos que estaban en crecimiento. Dejamos que masticara a su gusto y piacere. Sabíamos que había ansiedad y abandono y no iba a ser fácil de olvidar”.
Hoy la cachorra tiene siete meses, sus vacunas al día y la tranquilidad de sentirse parte de una familia que la ama tal como es. “Paseamos por el parque, allí hace amigos y se va asombrando con esos ojos que vuelan como mariposas queriendo cubrir todo el horizonte y devorar la magia del lugar. Parece una perra que se siente a gusto con el lugar que ocupa en nuestra familia y es como si presumiera graciosamente que ella también ahora es una hija más en nuestra casa”.
Comparte sus días con Freddie, el gato que la familia adoptó un año antes de la llegada de la cachorra. “Cuando ella llegó, entornaba sus ojos como sapo tratando de dilucidar qué bicho era ese, pero nunca fue una disputa ni él con ella, ni ella con él. Pienso que Freddie había pedido una gata en sueños para tener una compañera pero la cigüeña le trajo una perra. Al modo de los gatos se abrazaban y simulaban ataques territoriales. Pero nunca hubo que separarlos. Freddie es un alma muy particular y aceptó a Esperanza desde el primer día”. De hecho, pasan las mañanas, las tardes y las noches juntos.
“Esperanza es una hija más”
“Vino a transformar nuestras vidas para siempre. Cuando llegamos del trabajo nos espera con sus ojos alegres y una sonrisa”. Por la mañana se mantiene atenta al movimiento de la casa con las actividades de los niños y los preparativos para salir a la escuela. Juega con alguna maderita que encuentra en el jardín, entierra sus tesoros y le gusta que la descubran mientras trata de pasar desapercibida.
También disfruta de jugar con Guillermina de cinco años. Pasean juntas en bicicleta y bailan tomadas de las patas y unidas por la cintura. Por las tardes, Alessandro de doce años, intenta enseñarle algunos comandos de educación y comparte ratos de fútbol con la perra. “En lo que respecta a Gabriel, mi marido, y a mí, la amamos como amamos a Freddie el gato y es una hija más en este pequeño clan que viene atravesando tiempos difíciles. Pero con los niños que son nuestras vidas y nuestros otros niños Esperanza y Freddie todo duele menos, y tenemos la esperanza que todo mejore y vaya bien. Esperanza nos buscó, nos encontró y tal vez ella sea nuestra guardiana salvadora”.
Esperanza muerde cosas y rompe algunas otras. “Lejos de querer enojarme hay algo que me toca en lo profundo y me da esperanza para reírme, para alegrarme de sus travesuras, para decirme a mí misma que las cosas materiales en este mundo no tienen valor; solo vale el amor. Esta vida es un samsara (el ciclo de nacimiento, vida, muerte y encarnación en las tradiciones filosóficas de la India) y realmente los perros con sus miradas nos tocan el alma. Ellos vienen a este mundo para modificarnos como seres humanos, ya que la humanidad -para mí- viene de ellos. Ella sola fue quien me tendió su mano aquél día de febrero invitándome a tener la esperanza de que todas las cosas tristes podían mejorar con una mano amiga”.
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