Decenas de edificios metropolitanos ubicaron a Solsona en el centro de la producción arquitectónica argentina; hoy, a sus 92 años, repasa sus mejores anécdotas y afirma, entre risas: “No pienso retirarme, ya alguien me retirará”
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Sentado en su estudio, rodeado de maquetas de grandes edificios, algunos concretados y otros, por diferentes razones, nunca construidos, el arquitecto argentino Justo Solsona recuerda el día en que Franco Macri lo llamó indignado a su celular: “¿Qué me has hecho? -le dijo, con su particular cadencia ítalo porteña-. La gente le dice ‘el rulero’ a nuestro edificio”. Era 1987. La torre Prourban, ubicada en el extremo norte de la avenida 9 de Julio, acababa de ser inaugurada. Solsona, quien ya entonces gozaba de su vigente renombre internacional, no tardó en retrucar: “¿En serio? ¡No sabía! Pero qué suerte, qué fantástico”. El empresario quedó desconcertado. “El edificio ya no es más Prourban, es ‘el rulero’. Tiene identidad propia, es lo mejor que le pudo haber pasado”, le explicó el arquitecto.
Hoy, 37 años después, a sus espléndidos 92, a Solsona aún lo sorprende el impacto generado por aquel edificio. “Toda la sociedad se ha apropiado del rulero. Nunca hubiera imaginado algo así, ¡hasta aparece en tarjetas turísticas!”, dice. Sin embargo, para él, hoy esta torre es mucho más que un emblema porteño. También representa, paradójicamente, parte de lo que “se viene” en la arquitectura del futuro. “Creo que, con el tiempo, vamos a ir volviendo a una arquitectura de agujeros, de ventanas. Porque, ¿hasta cuándo vamos a resistir el cambio climático? No vamos a poder seguir haciendo edificios de vidrio, vamos a tener que volver a la estética del macizo”, reflexiona, relajado sobre el respaldo de la silla reclinable y con el bastón a un costado.
Solsona es considerado uno de los arquitectos más importantes del país. Con 68 años de carrera, no le faltan reconocimientos, entre premios y un doctorado honoris causa. Pero le sobran proyectos e ideas, siempre con la Ciudad de Buenos Aires como escenario. Y, lejos de pensar en retirarse, no se cansa de hacer, pensar y opinar, tanto dentro del reconocido estudio MSGSSV, del que es socio fundador, como también dentro de la cátedra de arquitectura de la UBA que lleva su apellido y de la maestría en Proyecto Arquitectónico de la que es director. “No pienso retirarme, ya alguien me retirará -dice, entre risas-. Pienso mantener este ritmo dentro de lo posible. No sé si ayudo o estorbo, pero yo critico, comento… Al estudio vengo todas las tardes”.
De la Noche de los Bastones Largos al proyecto “imposible” de la Biblioteca Nacional
Solsona es, a la vez, producto y rama troncal de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo (FADU) de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Allí estudió en los años 50 cuando, luego de un arduo examen ‘filtro’, ingresaban solo 10 estudiantes por año. Desde entonces nunca dejó “la facultad”, como él le dice, aunque sí hubo un período en que se vio obligado a alejarse. Y ese impase empezó exactamente al día siguiente de la Noche de los Bastones Largos.
-¿Cómo vivieron ese episodio?
-Tengo clarísimos los recuerdos de esa noche, fue una noche revuelta. En esa época nuestra facultad estaba localizada frente a la de Derecho. Yo era profesor y estaba charlando con el decano y el vice decano en el hall de entrada. Como ya había un clima de conmoción, de extrema excitación, junto con los chicos del centro de estudiantes habíamos puesto unas mesas de dibujo haciendo de muralla para tapar el ingreso. Estábamos conversando y, de pronto, todas las mesas empezaron a correrse lentamente. “Comunistas”, nos gritaban, y nos insultaban. Era la Policía Federal. Entró primero un tipo con sombrerito y un policía con un fusil. Pando, el decano, se dirigió a él y, cuando intentó sacar su credencial de decano, el policía automáticamente le pegó con la culata del rifle en el estómago. Pando se dobló. A esa altura, varios policías ya habían entrado al edificio y se empezaban a escuchar gritos de chicas del primer piso, que las agarraban del pelo. Un desastre. Yo, que era de contextura chiquita, empecé a caminar disimuladamente hacia la salida. Y de repente me agarró por atrás un sargento, me levantó en el aire y me pegó una patada magnífica, tan fuerte que me sacó volando del edificio. Me volví caminando hasta mi casa, en Belgrano, totalmente tomado por la situación.
-Después de esa noche varios docentes renunciaron y crearon la famosa Escuelita, que era una especie de posgrado ¿No tuvieron problemas por eso?
-No tuvimos problemas. La Escuelita fue una idea de Tony Díaz y Rafael Viñoly, que había sido alumno mío y después se convirtió en colega, un tipo brillante. Después nos agregamos varios más. Alquilamos un conventillo en la calle Bolívar, al fondo. Y no sé por qué me mandaron a mí a ir a ver al comisario para pedirle permiso. Cuando le dije quiénes éramos los docentes y nombré a Ernesto Katzenstein, me preguntó: “¿Por qué se reúnen con judíos?” Te lo juro. Después me dijo: “Ustedes son responsables, si no se arma caos, si no recibo denuncias, todo bien”. Duró como cinco años. Tenía un currículum importante como centro de enseñanza progre, de avanzada. Cuando volvió la democracia, hubo concurso de profesores en la UBAy le dieron una cátedra a Tony Díaz y otra a mí.
Junto a colegas de la facultad, Solsona inició en esos años su proyecto para la Biblioteca Nacional. Hoy resulta imposible imaginar el escenario porteño sin el edificio de estilo brutalista diseñado por Clorindo Testa. Pero en los 60, cuando el ya célebre arquitecto italiano argentino gestó el proyecto, un grupo de jóvenes hasta ese entonces desconocidos pensaron una vía alternativa, aún más alocada, que terminó segunda en el concurso y se estudió durante años en facultades de arquitectura del país.
Este proyecto fue el de Solsona y sus compañeros, con muchos de quienes después formaría su estudio. “Nuestro proyecto estaba completamente fuera del campo de la estética de la arquitectura de ese momento. El jurado tardó mucho en elegir el proyecto ganador. ¡Y salimos segundos! Para nosotros, que teníamos unos 30 años, fue buenísimo. Además de que nos dio muchísimo entusiasmo como grupo de diseño, nos dio mucha visibilidad, nos puso en el mundo de los arquitectos como un equipo a tener en cuenta”, recuerda hoy.
-¿Cómo era el proyecto?
-La idea era simple: con Javier Sánchez Gómez pensamos que, como lo central del edificio eran los libros, no debíamos ponerlos en los subsuelos. Los libros tenían que estar arriba, a la vista. Pero como no podían quedar expuestos al sol, tenían que estar protegidos. Entonces surgió el diseño de este especie de “plissé”, cómo le decía mi madre, una palabra de la moda femenina de las polleras. Cuando hicimos los dibujos, con diferentes opciones de diseño, la invité a ella, que era una señora interesante, a verlos. Y cuando vio el que terminamos eligiendo, me dijo: “Este tiene el mejor plissé”. No me voy a olvidar más. La idea era que las personas entraran caminando a un hall con un gran mostrador. De ahí, podías ir la sala de lectura, que era a nivel del piso, a diferencia de la de Clorindo. Yo creo que el proyecto de Clorindo era mejor en términos racionalistas, era más lógico meter todos esos libros, que necesitan oscuridad, en subsuelos. El último día nos llamó Clorindo y nos preguntó si podía venir a ver nuestro proyecto. Él ya había terminado el suyo, como siempre, siempre terminaba antes. Y vino, le gustó, pero le pareció imposible -se ríe-. Creo que nuestra biblioteca estaba completamente fuera del campo de la estética de la arquitectura de ese momento”.
Si con la biblioteca ganaron visibilidad, con el primer puesto en el concurso del edificio de la Unión Industrial Argentina, el ya formado estudio MSGSSV se hizo su lugar entre los grandes estudios de arquitectura del país. Llegaron a tener, por momentos, 100 personas trabajando allí. Entre sus obras más emblemáticas se encuentran, además del edificio de la UIA y “el rulero”, el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, Argentina Televisora Color (ATC), la casa matriz del Banco Ciudad de Buenos Aires, las sedes de los ministerios ejecutivos de Paraguay, y las torres Al Río. Además de diferentes viviendas sociales, decenas de edificios de oficinas e incluso estadios, como el de Boca Juniors y el de Racing.
-De tantas obras realizadas, ¿cuál es su mayor orgullo?
-Es muy difícil esa pregunta. Si vamos para atrás, Terrazas de Manantiales me parece una obra magnífica. Hace pocos días estuve de vacaciones allá. En la zona es más o menos todo lo mismo, y de repente te encontrás con este edificio, que puede gustar o no gustar. A la gente le está gustando cada vez más. Ya tiene unos 40 y tantos años, pero mantiene su magia. Manantiales es una obra importante porque no solamente resuelve un tema medio semiurbano, sino que tiene casi 150 metros construidos sobre la playa. Un conocido arquitecto catalán estuvo de visita en Uruguay y me escribió una carta: ‘Lo mejor que he encontrado allá’, me dijo. Cuando voy, alquilo un pequeñísimo depto en primera fila al mar, que tiene un dormitorio y un living. No voy a la playa, con el bastón me hundo. Pero me quedo ahí leyendo o mirando el mar. En algún momento voy a escribir un cuento que se va a llamar “triángulo de mar”, que es el mar que alcanzo a ver desde el departamento, entre dos médanos que hay. Después, ¿cómo no voy a destacar las Torres de La Boca?, que no se construyeron, por el cambio de gobierno, como pasa siempre. Recién se construyó una, dentro de Procrear, pero mucho más baja. ¿Cómo no voy a destacar el Banco Ciudad? Es magnífico, es un gran edificio. Me acuerdo que a la reunión con los directores fui con un ladrillo de vidrio y unos dibujos. Y los tipos se entusiasmaron con esta idea de la caja rusa, uno dentro de la otra. Y ahí está.
A veces, para grandes obras, el estudio se fusionaba con otros estudios. Pero, de alguna manera, ellos siempre solían llevar la delantera de los proyectos. “Nosotros éramos un torbellino. Trabajábamos a la mañana, a la noche, los domingos, los sábados. No parábamos. Los demás, en cambio, tenían un ritmo. Y en eso íbamos llevando el control de los proyectos. Por eso a veces nos sentimos un poco dueños de proyectos que hemos hecho con otros, por ejemplo, Piedrabuena, un edificio de viviendas populares”. En paralelo a su actividad profesional, los miembros fundadores de MSGSSV mantuvieron a lo largo de los años una comprometida trayectoria en la FADU. “Este es un estudio completamente producto de la UBA. Javier Sánchez Gómez y Flora Manteola fueron profesores de la facultad. Damián Vinson es profesor, está todo el día yendo y viniendo de la Facultad. Nunca perdimos el contacto con UBA, eso es increíble. Yo siento un cierto orgullo. Porque paralelamente a ello, hemos desarrollado una actividad profesional fuerte. Gusten o no, hicimos una gran cantidad de edificios importantes de la Ciudad, somos un estudio muy metropolitano”, afirma.
A pesar de su pasión son las torres, Solsona vive en un departamento en el Palacio Estrugamou, un emblema arquitectónico de la primera mitad del siglo XX ubicado en Retiro. “Antes vivía en un edificio del 30, racionalista. Viví en el Kavanagh bastante tiempo. Después conseguí una señora que quería vender su departamento en el Estrugamou y accedió a un precio que yo podía pagar. Tiene su encanto el Estrugamou. Cuando entré a este departamento, lo único que me interesó fue ver la altura que tenía el techo, que es muy buena, y la cantidad de ventanas. Después, le puse muebles blancos y juguetes míos: recortes, barcos. Junto muchas cosas. En una época se me dio por comprar barcos en maqueta. Tengo el Graf Spee, con cañones y todo, es fantástico. La verdad, tengo una casa que quiero. Enfrente tengo unos edificios modernos que son buenísimos, entonces tengo una arquitectura que veo todos los días que es moderna y es la que me gusta”, dice.
Todas las tardes, a las 14, Solsona baja del departamento y sube a un taxi de confianza que lo lleva al estudio, en Paraguay y Florida, pleno microcentro porteño. No tiene ningún interés en abandonar su profesión. Lo único que sí ha dejado atrás es su actividad artística. “Es una pena, me gustaba mucho y me hacía bien para la arquitectura. Largaba ahí ideas disparatadas. He ido dejando de pintar porque era una actividad que dependía mucho de mi cuerpo. Yo pintaba con escoba, parado. Siempre digo en broma que eso me debe haber quedado de la época de la conscripción, donde siempre me hacían limpiar los pasillos”, cuenta, entre risas.
-¿Hay algún proyecto arquitectónico que tenga pendiente?
-No te podría decir. Pienso mucho en Buenos Aires como problemática, una ciudad que yo creo que lleva un equívoco. Porque sus administradores la ven como una ciudad, pero en verdad es una metrópolis. Si bien las metrópolis empiezan a serlo cuando juntan 10 millones de personas, y ese no es el caso de Buenos Aires, esta ciudad sí llega a los 10 millones en ciertos momentos de la semana. Entonces, opera como una metrópolis. Para mí lo es, por la tensión, todo lo horrible de Buenos Aires que a la vez es lo fantástico de Buenos Aires. San Pablo, New York, México DF, esas son metrópolis. A mí cuando me hablan de todos en bicicleta por Buenos Aires, me parece fantástico. Pero no lo siento como metrópolis. Cada vez que los extranjeros visitan Buenos Aires se quedan asombrados por el nervio que tiene la ciudad. Eso es lo que no quiero que se pierda. Ese sería un tema que me interesaría abordar. Pero yo ya estoy viejo, tengo malos humores. Como digo yo, soy un interlocutor poco suave entre arquitectos -sonríe-. Me gustaría volver a hacer un edificio en altura, eso sí me encantaría.
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