El domingo 13 de junio de 1982, hace 41 años, dos escuadrillas del Grupo 5 de Caza de la Fuerza Aérea Argentina atacó el cuartel donde iba a reunirse la cúpula británica
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El clima era inusual, casi primaveral. El sol brillaba sobre cada piedra de las islas y las nubes se refugiaban a mar abierto, arriadas por el viento patagónico. La caída de Puerto Argentino, capital en las Islas Malvinas, era inminente. A pesar del brutal golpe que habían recibido días antes en Bahía Agradable, el más duro desde el final de la Segunda Guerra Mundial, las tropas británicas resolvieron concretar un anhelo postergado desde mediados de mayo: dedicar unas horas al ocio, en completa despreocupación.
Al brigadier Julian Thompson, del cuerpo de los Royal Marines, jefe de la 3a Brigada Comando, lo incomodaba esta parálisis. Veterano de conflictos armados en los años 60, sabía que quedarse en un sitio durante varios días significaba exponerse a los ojos del enemigo. Sus subordinados recuerdan aún hoy su arenga más famosa en las islas: “Señores venimos a pelear, sean conscientes de ello, estamos en guerra, no vinimos de picnic“, decía.
En efecto, días anteriores, oficiales del Ejército Argentino tuvieron una reunión con el gobernador de las islas en la que se informó la presencia de helicópteros pesados trasladando material, avistados desde Monte Harriet. El General Menéndez fue quien marcó un punto exacto en el mapa, en Monte Kent, esgrimiendo la idea de que ese hubiera sido el punto que él hubiese elegido para montar su puesto de campaña.
El general británico Jeremy Moore, comandante de las fuerzas terrestres, dirigía las operaciones desde el cuartel general, montado en el buque de asalto HMS Fearless. Esa mañana, domingo 13 de junio de 1982, voló en helicóptero hasta el cuartel de Thompson para presidir una reunión clave: junto al Estado Mayor británico, iban a ajustar los detalles para el asalto final a Puerto Argentino que terminaría con la guerra. Allí se encontraba el periodista y escritor Max Hastings, corresponsal de guerra.
No tenían idea, el general Moore y el brigadier Thompson, que dos escuadrillas del Grupo 5 de Caza, los temibles “halcones” de la Fuerza Aérea Argentina, se dirigían hacia su posición. Eran ocho Skyhawk A-4B que volaban con un objetivo preciso: bombardear las laderas del Monte Kent, donde se habían constatado intensos movimientos de tropas y helicópteros.
La primera escuadrilla, que llamaron “los nene”, estaba conformada por el capitán Antonio Zelaya, los tenientes Omar Gelardi y Luis Cervera y el alférez Guillermo Dellepiane. La segunda escuadrilla, “los chispa” era liderada por el capitán Carlos Varela, los tenientes Mario Roca y Sergio Mayor y el alférez Marcelo Moroni.
A 450 kilómetros de Islas Malvinas, durante la maniobra de reabastecimiento de combustible, surgió el primer inconveniente. Luego de completar la carga, el Skyhawk del capitán Zelaya se desacopló de forma violenta del Hércules KC-130 y recibió un chorro de combustible que ingresó por las tomas de aire y fue directo a la turbina. Esto originó un aumento en la temperatura del motor que lo obligó a regresar a base.
El capitán Varela le ordenó al teniente Cervera que tomara el mando de su escuadrilla. Así, minutos más tarde, iniciaron el descenso hacia las islas. Atravesaron cinco capas de nubes y ambas escuadrillas se mantuvieron en vuelo rasante rumbo a su blanco.
En el cuartel del brigadier Julian Thompson el clima era de cierto relax, pese a que horas antes habían recibido una “alerta roja” advirtiéndoles sobre un posible ataque aéreo argentino. Pero las tropas británicas ignoraron el aviso. Habían montado una gran carpa acondicionada para recibir al Estado Mayor. Sin embargo, la ausencia de datos y algún militar retrasado a la cita hizo que postergaran la reunión.
Llegan “los nene”
La Fuerza Aérea Argentina y su Estado Mayor seguían atentamente la evolución del ataque. Luego del despegue, las comunicaciones se redujeron al mínimo. Esa discreción, el silencio de radio, era la llave para abrir la puerta sigilosamente e ingresar a las islas sin ser detectados por los radares, perpetrar el ataque y retirarse rápidamente.
El entonces teniente Sergio Mayor recordó lo sucedido durante el vuelo: “Durante el vuelo rasante, nuestro radar en las islas preguntó al aire, en la frecuencia: ‘¿Hay alguien?’. La voz del capitán Varela se dejó escuchar escueta, para no ser detectado, y dijo: ‘Los nene’. Nada más”.
“Muy bien”, contestó el radar Malvinas. Y, a continuación, comenzó a informar las posiciones de las patrullas aéreas de Sea Harrier. Varela, sorprendido, preguntó: ‘¿Usted nos ve?’. La respuesta llegó como una cuota de aliento: “No los tengo a la vista y ellos tampoco”, dijo el operador de radar refiriéndose a los británicos.
Mayor sigue su relato: “Al cruzar por la bahía San Luis observé una pequeña casa de madera con un muelle todo desvencijado. Al lado, sobre el suelo, había un helicóptero Sea Lynx con su motor en marcha. Faltaba un minuto para alcanzar el blanco y ese helicóptero debe haber dado el aviso de nuestra llegada, porque de inmediato el radar Malvinas comenzó a dar las posiciones de las patrullas aéreas enemigas convergiendo hacia nosotros”.
De pronto, el capitán Varela, que volaba al frente del grupo, vio aparecer delante de su parabrisas, a su misma altura, a un soldado británico que venía subiendo una loma. Volaba tan bajo que sintió que, en una milésima de segundo, quedaron frente a frente.
El brigadier Julian Thompson escuchó un sonido familiar, que había conocido en la batalla de San Carlos, durante el desembarco inglés. Alguien gritó: “¡Skyhawks!, ¡Skyhawks! Todos a cubierto”. Los halcones alcanzaron su objetivo al mediodía, cuando el reloj en las islas marcaba las 12.15 horas.
Thompson observó a la escuadrilla de Varela rugiendo sobre las colinas, volando directo hacia su puesto de comando. Pudo distinguir los fogonazos de sus cañones parpadeando desde las alas. Como la mayoría de los oficiales de su Estado Mayor, no tenía el armamento adecuado para dispararles.
Dentro de la carpa principal del puesto de comando, el capitán de la inteligencia Viv Rowe le mostraba a John Chester un lote de fotografías aéreas provistas por la RAF. Rowe las había acomodado meticulosamente en orden, pero todavía no las había numerado. Ante la aparición de los Skyhawk ambos se colocaron a cubierto. Mientras, los A-4B disparaban sus cañones sobre ellos. En medio del caos, Rowe le dijo a Chester: “Lo que sea que hagas, no mezcles estas fotos”. John Chester las amontonó prolijamente antes de salir corriendo en busca de un mejor refugio.
Thompson se tiró detrás de una roca cercana, del tamaño de un portafolio, y rogó no ser aniquilado. Alcanzó a ver las bombas “con paracaídas de frenado” lanzadas por los A-4B. Las explosiones sacudieron la tierra, lanzaron una lluvia de piedras y esquirlas metálicas alrededor del puesto de comando. Las secciones de morteros y ametralladoras del 2do regimiento de paracaidistas, que se encontraban próximas al lugar, fueron las más afectadas.
Entre el bramido de las explosiones, Thompson giró su cabeza y observó que a su lado se encontraba el periodista Max Hastings. A los gritos, entre las explosiones, Hastings le pregunto a Thompson: “Dígame, Brigadier, ¿va a escribir un libro sobre todo esto?”. Thompson, visiblemente ofuscado, respondió con un “no” rotundo.
El teniente Mayor alcanzó a ver cómo se desprendían las bombas del avión de Varela y se abrían los paracaídas de retardo. Por reflejo, lanzó las suyas. Lo mismo hicieron, a su vez, Moroni y Roca.
Tras completar el ataque, Varela sintió una fuerte explosión y vio un gran resplandor junto a su avión. El teniente Mario Roca le gritó por radio: “¡Eyéctese! ¡Eyéctese! ¡Le pegaron, le pegaron!”. Viró hacia la derecha y escuchó al teniente Mayor que le daba más precisiones: “Señor, acaba de explotar un misil entre su avión y el mío”.
Varela observó que el indicador de temperatura en su motor estaba muy por encima del límite máximo. Además, emitía ruidos anormales. En un acto reflejo, redujo la potencia para mantenerlo controlado y decidió eyectar los tanques suplementarios antes de emprender el regreso. Uno de ellos pasó por encima, muy cerca, del A-4B del teniente Mayor.
El teniente Luis Cervera observó las 12 explosiones de las bombas españolas ExPal lanzadas por el capitán Varela y su cuadrilla. De inmediato, le ordenó a sus numerales Omar Gelardi y Guillermo Dellepiane seguirlo en su ataque. Apuntó al humo que comenzaba a levantarse sobre la diáfana jornada.
Cervera, que había sido al autor de un impacto al buque logístico SIR Lancelot el 24 de mayo en San Carlos, hizo la aproximación al objetivo disparando sus cañones para mantener a todos cuerpo a tierra. Entre los tres Skyhawks lanzaron nueve bombas, que sorprendieron a quienes aún tenían la guardia baja.
El general Moore, “a cubierto” para proteger su vida, espero con su corazón agitado que el sonido de las turbinas se alejara. Presagió el peor de los escenarios, imaginó muertos y destrucción alrededor suyo, como lo sufrido en Bahía Agradable.
El brigadier Julian Thompson salvó su vida de milagro: una bomba sin explotar yacía enterrada en la turba, a diez metros de la roca detrás de la cual se había refugiado. Las tiendas de campaña donde se iba a realizar la reunión de todos los jefes de unidades para preparar el ataque final sobre la capital quedaron hechas jirones. La postergación de la cita resultó providencial para los británicos. Si el ataque de los A-4B hubiera ocurrido mientras se realizaba la reunión, posiblemente hubiera cercenado la cadena de mando británica eliminando a su Estado Mayor y deteniendo cualquier plan inmediato.
El difícil regreso a casa
El regreso de los siete Skyhawk era seguido desde el continente como una tragedia en progreso. En el aeródromo de San Julián, provincia de Santa Cruz, el capitán Exequiel Martínez, a cargo del helicóptero Bell 212 cuyo código el aire era “Chaco”, escuchó la voz del alférez Dellepiane en sus auriculares y se sobresaltó: “¡Chaco! ¡Chaco! ¿Dónde se encuentra? ¡Me voy a eyectar! ¡No llego, no llego!”, le dijo.
Dellepiane tenía el tanque de combustible derecho perforado y creía que no iba a llegar hasta el avión reabastecedor. Apenas escuchó el pedido de auxilio, Martínez despegó el helicóptero y se adentró en el océano Atlántico junto a su copiloto y su mecánico. Pudo ver en pantalla que el área de eyección se encontraba más allá del punto de no retorno del helicóptero. Es decir que era muy probable que, tras rescatar al piloto, no pudieran regresar hasta la base. Caerían en el mar, pero cerca de la costa, donde podrían ser rescatados.
Mientras el avión de Dellepiane pasaba momentos de zozobra en el aire, en tierra los equipos de emergencia trabajaban en la pista para contener, al menos, dos aterrizajes de emergencia. El capitán Varela tenía fallas graves en su turbina y temía que el motor se detuviese en el aire. El teniente Cervera traía rastros del combate, varios agujeros en la parte posterior del avión que no alcanzaron partes vitales.
Cuando le quedaba menos de un minuto de combustible, Dellepiane logró acoplarse con el Hércules reabastecedor e iniciar la transferencia. Parte del combustible ingresaba al avión, mientras que el resto salía por el ala perforada. Todos los A-4B volaban juntos, acompañando a Dellepiane que por alguna clase de milagro se mantenía en el aire. El capitán Martínez, aliviado, regresó con su helicóptero a San Julián. Minutos más tarde observó la llegada de Dellepiane desde la plataforma de vuelo: “Era fácil ubicarlo en el cielo, parecía el Cometa Halley debido a la estela del combustible que iba perdiendo por los tanques perforados”, contó.
A metros del aeródromo de San Julián, prácticamente con la pista a sus pies, el motor del A-4B del capitán Varela se detuvo. Decidió no eyectarse e intentar el aterrizaje para salvar al avión que lo había traído de regreso a casa. El Skyhawk planeó un corto trecho y luego cayó sobre la pista. El golpe le hizo perder los soportes del amortiguador. Corrió por la pista y, extenuado, se detuvo con su piloto a salvo. En tierra, mecánicos y pilotos comprobaron que los álabes (las paletas de la turbina) se habían reducido a la mitad de su tamaño. Eufóricos, los siete pilotos celebraron con la misma voz: “¡Volvimos todos!”.
Malvinas, no picnic
En 1986, el periodista Max Hastings recibió una encomienda en su casa. No pudo ocultar su sorpresa cuando descubrió que el paquete contenía las memorias del brigadier Julian Thompson, un libro que revivía al detalle sus días en las Islas Malvinas, al que llamó “NO PICNIC”. Intrigado sobre aquel 13 de junio en el que ambos sobrevivieron detrás de una piedra, se dirigió a sus páginas y pudo leer:
“La carpa donde se hubiera reunido el Grupo de Órdenes, pero que se encontraba vacía en razón de la demora en preparar las órdenes, quedó rasgada con agujeros de esquirlas. Muchas de las patas de las banquetas de campaña quedaron seccionadas o destrozadas. Las bajas en su interior hubieran sido muchas, probablemente hiriendo a la mayoría de nosotros, incluyendo a los comandantes y oficiales de plana mayor claves de la 3 Comando Brigade”.
Así concluyó la última misión de los halcones sobre las Islas Malvinas. Esfuerzo y abnegación que se pagó con creces entregando la vida de pilotos profesionales. Valentía que dio origen a historias épicas, con nombres tan conocidos, como “el valle de las bombas”, “el día más negro de la flota” y “el ataque al cuartel general del estado mayor británico”.
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