No pensar: la clave del tenis y de la escritura
Empecé a despedirme del tenis federado (al que acababa de llegar) una mañana de sábado fría y ventosa, a los 14 o 15 años. Jugaba una ronda preliminar de un torneo menor contra un pibe que en el primer set tiró todas las pelotas afuera. Entre el clima insoportable y el juego entrecortado, me estaba aburriendo. En un cambio de lado le pedí a mi rival que se relajara, que sólo se preocupara por poner la pelota del otro lado de la red.
Me hizo caso: empezó a meter adentro las bolas que antes mandaba al alambrado y a remontarme el partido. Los peloteos se hicieron largos y el partido más interesante, pero en algún momento dudé de mí mismo y perdí el segundo set. En el tercero, agrandadísimo, mi rival volvió a arriesgar como en el primero, pero ahora le entraban todas. Me liquidó 6-2 o 6-3 y festejó el último punto con un alarido, como si no tuviera que agradecerme a mí, su idiota contrincante consejero, una parte de su victoria.
Estuve más de 20 años casi sin jugar al tenis. Tengo algo de talento pero soy blandito (mi segundo saque es pésimo, juego casi todo con efecto) y carezco de fortaleza mental. En estos últimos meses, en los que volví a jugar con cierta regularidad, me sorprendió una vez más cuánto me cuesta controlar mi mente en los partidos y a maravillarme con el funcionamiento del cerebro en ese trajín aislado y desagradecido que es el tenis.
"No pienses nunca", le decía a Andre Agassi su padre cuando entrenaban en Las Vegas. Tan pegada le quedó la frase a Agassi que la transformó en uno de los temas recurrentes de Open, su extraordinaria autobiografía. En un partido contra el ruso Andrei Medvedev, Agassi ve que va a ganar: "Él está pensando, yo estoy sintiendo. No pienses, Andre. Pegale más fuerte". En las semifinales de Wimbledon de 1995, Boris Becker le empareja un partido que había arrancado fácil y Agassi pierde el control de su cabeza: "Me pongo a pensar en Sampras, que me espera en la final. Pienso en Rita, mi hermana, cuyo marido, Pancho, acaba de perder una larga batalla contra el cáncer de estómago". Años después, su primera cita con Steffi Graf es un entrenamiento en Key Biscayne. Nervioso y enamorado, Agassi manda todas las bolas a la red. "Dejá de pensar, Andre, es sólo un partido de práctica", se susurra a sí mismo. Con el tiempo, dice el libro, el amor de Steffi va a permitirle a Andre dejar de pensar y empezar a sentir.
Me acordé de Agassi en las pausas de mis nuevos partidos de tenis, mientras esperaba un saque o buscaba pelotitas contra el alambrado. No podía parar de pensar ni de "sentir" el juego. Mi rival sacaba 15-30 y mi mente se desafiaba: "Dos puntos más, sólo dos más". Cuando llegaba el momento de pegarle a la pelota, sin embargo, mi cuerpo respondía a su manera, indómito e imprevisible. El tenis es un juego mental y solitario, en el que uno queda durante una hora obligado a convivir con su cabeza, sin interlocutores ni distracciones. Hay que estar bien preparado para aguantarlo.
Pete Sampras, el gran rival de Agassi, llamaba a su estado ideal, en el que apagaba el cerebro y jugaba como en trance, "estar en la zona". Nunca encontré esa zona, ni la vi de lejos. Quizá por eso me gusta escribir. Porque es el único lugar donde, aunque sólo de a ratos y fracasando más de lo que acierto, logro estar concentrado, protegido de las peores versiones de mi cabeza. "El tenis es como la vida en miniatura", dice Agassi. Escribir, a su manera, también.