No olvidarse de la textura de las cosas
Pasamos parte del mes pasado hablando de Rachel Dolezal, la activista negra desenmascarada por sus propios padres como una chica imposiblemente blanca y rubia. El caso fue digerido con la sorna y del disgusto que probablemente merecía: ¿cómo te vas a hacer pasar por algo que no sos, con esa permanente y ese bronceado eterno? ¿Cómo vas a banalizar de esta manera la lucha de los negros que pretendés defender? Leyendo sobre su historia, muchos nos acordamos del prestigioso profesor de La mancha humana, la novela de Philip Roth, que finge toda su vida, en el sentido contrario (y más habitual), ser blanco cuando la realidad era mucho más complicada.
Yo también me acordé de Anatole Broyard, que en 1945 volvió de la Segunda Guerra Mundial, se instaló en Greenwich Village y se fusionó con la vida bohemia de la ciudad. Sintió, como muchos de los que tenía alrededor, que estaba naciendo de nuevo, construyendo una nueva civilización a través de la literatura, el jazz y la política. "Huérfanos de la vanguardia, nos escapábamos de la historia y de nuestra humanidad", escribió más tarde. Después se transformó en un crítico literario famoso -durante 15 años fue el crítico principal de The New York Times-, escribió varios libros y enseñó en las universidades de Columbia y Nueva York. Se casó y tuvo dos hijos. Cuando murió, en 1989, de cáncer de próstata, el mundo, incluidos sus hijos, se enteraron de que Broyard venía de una familia negra de Nueva Orleans y que toda su vida había escondido su identidad. "Anatole no quería ser un escritor negro, sólo quería ser un escritor", dijo después uno de sus amigos.
En aquel Greenwich Village de posguerra, como muchos otros huérfanos y desesperados desde siempre en Nueva York, a donde uno va a quitarse una piel y a crearse otra, Broyard se vio a sí mismo como un artista y un vagabundo. Y un blanco. No se vio, sin embargo, como un militante político.
Una de las cosas que más me llamó la atención de Kafka was the rage (Kafka era la bomba), el librito sobre sus años en Greenwich Village, es que a medida que sus amigos se iban haciendo comunistas, Broyard decidió mantenerse, un poco perplejo, cerca del arte contemporáneo. "Me parecía que ser comunista era el precio que uno tenía que pagar por estar interesado en política", escribe en el libro. Un poco se sentía distinto a los demás, un excluido y un excéntrico (y eso terminaría por alejarlo del Village), pero también se sentía un poco superior a los militantes. El arte, según creía consideraba, permitía mirar el mundo de una manera más interesante que la que proponía la ideología.
En el prólogo, escrito después, Broyard dice que sus amigos de juventud hacían un gran show de sus compromisos ideológicos, pero que, para él, se estaban perdiendo lo mejor: "Su politización de la experiencia los abstraía de lo cotidiano, de la textura de las cosas". Cuando la leí, me encantó esta expresión, "la textura de las cosas", porque me recordó a algo que me pasa a mí cuando veo observaciones sociales o culturales centrifugadas de la ideología y la política, potentes para generar contraste, pero que terminan aplanando, como diría Broyard, la textura de las cosas.
Me encanta la política, le dedico una buena parte de mi día, pero me gusta menos cuando trata de devorar o conquistar otras cosas importantes de la vida, como el arte, el amor y el misterio hermoso de la experiencia cotidiana. No las arruinemos.