No existen barcos grandes para el mar
Historias de pescadores que pueden pasar meses enteros en alta mar – o junto a un río–, que sortean tempestades y llegan al puerto con el fruto de un trabajo que, una vez allí, se convierte en mercadería
Un hombre que viste un mameluco beige, borcegos con punta interna de acero y protectores en las orejas parecidos a esos que se usan en lugares con temperaturas bajo cero supervisa todo lo que sucede en la sala de máquinas de un buque que se interna a navegar en el mar durante semanas. El hombre observa atento y parece no percatarse de que el ruido adentro de la sala de máquinas es como el de un taladro que pica el asfalto. En parte porque él es el encargado de que el barco nunca se quede sin propulsión, es decir, que nunca se quede sin movimiento. Porque si se queda sin movimiento el barco se hunde. Alfredo Müller (65) es jefe de sala de máquinas hace treinta y seis años. Ha trabajado para buques de todo tipo y tamaño. Desde Mar del Plata hasta las Islas de los Estados lleva recorridos miles de kilómetros en alta mar, y cuando se le pregunta si se embarcó en buques muy grandes, aclara: "No existen barcos grandes para el mar". En lo que al tamaño específico de los barcos pesqueros importa, Müller tripuló buques factoría durante décadas, esos que se internan en las aguas del Atlántico y van por las ochocientas mil toneladas de pescado que se capturan para abastecer, en su mayoría, al mercado internacional. Es decir, la cantidad de pescado que la industria genera al año es equivalente al peso de 114 mil elefantes africanos.
En nuestro país, para la Subsecretaría de Pesca de la Nación, el consumo anual de pescado por persona creció de 7 kg en 2012 a 9 kg en 2013, y sigue en aumento. Con la carne vacuna como símbolo de nuestra cultura, la mitad de todo el pescado que se consume por año se hace en Semana Santa y el 95 % de todo lo que se pesca se exporta. En este momento hay cerca de mil buques de bandera argentina en el mar, y en estos buques hay tripulantes que se dedican a ir en busca de la pesca durante todo el año.
Como jefe de la sala de máquinas de un buque de casi sesenta metros, Müller asume riesgos permanentes y su trabajo se define constantemente por las vicisitudes del océano. En 1997 zarpó desde el puerto de Mar del Plata y en el medio del Atlántico se incendió la popa del barco que navegaba. Debido a una mala maniobra de uno de los tripulantes en cubierta explotó un botellón de acetileno que causó un incendio. Estallaban las llamas y explotaban las lámparas de cubierta, las que se usaban por la noche para pescar el calamar. Si alguno de los pescadores miraba para arriba podía incrustársele un vidrio en el ojo, por eso Müller estaba tan preocupado, porque además de mantener a flote el barco tenía que asegurarse de que ninguno de los pescadores más novatos se tirase al agua, "porque cuando se prende fuego un barco es lo que primero muchos quieren hacer", aclara.
Entre abril y mediados de octubre es la temporada de la pesca de langostino en la zona de aguas nacionales en las provincias de Santa Cruz y Chubut. En esa época, las temperaturas en alta mar son parecidas a las de tierra: debajo de los cero grados. El buque navega abriéndose camino por la masa de agua gélida del Atlántico Sur; a veces, si el clima acompaña corta la superficie del agua como si fuera una cuchilla, pero cuando hay temporal el océano parecería tragarse al barco sin siquiera hacer el esfuerzo de masticar. "El problema más grande, propio de la actividad e imposible de reparar, es el viento, donde el barco menos la vuelta carnero hace cualquier cosa", recuerda Müller. En un viaje en 2004 se enfrentó a un temporal de ocho días sin pausa donde se perdieron cuatro barcos de la flota de la empresa para la que él trabajaba –y con los barcos sus tripulantes–. "Después de que pasa el temporal te ponés a pensar que podrías haber muerto", reflexiona.
Como oficial de barco, Müller ya goza de ciertos privilegios, de esos que llegan con una vida entera dedicada a un oficio: un camarote y un baño propios, y un comedor exclusivo para oficiales. Esto no es un detalle menor cuando algunos viajes de pesca duran meses. El viaje más largo de Müller fue una travesía de pesca de merluza negra por la Isla de los Estados que duró 87 días. La Isla de los Estados pertenece a la provincia de Tierra del Fuego, es la última manifestación del continente americano y ahí donde termina la cordillera de los Andes. Este archipiélago de cincuenta mil hectáreas y cuatro habitantes es un enclave natural de biodiversidad para ir en busca de la merluza negra, la especie más cara junto con las vieiras. Un kilo de merluza negra cuesta alrededor de 16 dólares el kilo, mientras que la merluza que comemos regularmente sale casi 2,5 dólares el kilo. En una pescadería de Palermo –después de recorrer varias, ya que esta especie se exporta casi en su totalidad– venden el kilo de merluza negra a 450 pesos.
Alfredo Müller lleva más de la mitad de su vida arriba de un barco y explica la rutina de trabajo en el mar en horarios, en turnos, y en momentos delimitados permanentemente por el reloj, porque aunque en el océano el tiempo es eterno está perfectamente cronometrado. "Se come en dos horarios estrictos y como hay turnos de trabajo distintos y te levantás a destiempo, cada uno se hace su propio desayuno: café con leche y pan fresco", dice. Después de desayunar se va a la sala de máquinas y se queda las horas que dure el turno. Como un fantasma que parecería perseguirlo, Müller habla de las tormentas una y otra vez, y vuelve a señalar que lo más importante del oficio es tener "la cabeza bien fría y la sangre bien caliente, porque uno no puede fallar ni ponerse nervioso, no hay margen para el error".
El epicentro del pescado
Mar del Plata es el puerto que abastece de pescado a todos los argentinos. La merluza es la especie que más se consume en nuestro país. Para llegar a pescar las cantidades necesarias que abastecen la demanda del mercado ya no sólo se puede pescar a la altura de Mar del Plata, sino que los buques costeros se trasladan en distancias más largas, porque aunque hay políticas para evitar la sobreexplotación de la especie, lo cierto es que según los pescadores, cada vez hay que viajar más para cumplir con los objetivos de captura.
A mediados de la década del 90 hubo excesos en la captura de merluza y se superó en 200 mil toneladas lo recomendado por el Instituto Nacional de Investigación y Desarrollo Pesquero (Inidep). En este momento se presentó uno de los peores escenarios para la industria –y el medio ambiente–: la sobreexplotación de la especie. Hoy, según fuentes de la Subsecretaría de Pesca de la Nación, esta situación se revirtió y se avanzó en el control de la captura recomendada por el Inidep. Desde 2009, cuando se puso en marcha la cuotificación por especie. Una cuota que se recomienda como máximo establecido para asegurar la sustentabilidad del recurso, uno de los objetivos que postula el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca.
En este rubro, Néstor Ángel María (67) es un especialista en barcos costeros lejanos. En 2003, Néstor María dejó los barcos y el mar, y hoy es dirigente de los pescadores de cubierta en el Sindicato de Obreros Marítimos Unidos (SOMU). A diferencia de los buques factorías como los que navega Müller, los costeros lejanos hacen viajes de no más de quince días. La tripulación no supera los diez marineros y las comodidades escasean. "En una habitación chica dormimos los seis o siete que viajamos, nosotros le decimos el rancho y el baño es el mismo para todos. Cuidamos el agua dulce y no nos bañamos todos los días porque se gasta." Así describe este pescador los detalles de la vida en el mar. "Una persona hace de cocinero, pero labura de todo un poco: ayuda en cubierta y siempre está trabajando, pero cuando cocina, lo hace riquísimo: pastas, carne de primera calidad y pescado, ¿sabés lo fresco que comemos el pescado?", dice con una voz que parecería como si además estuviera guiñando un ojo.
En estos barcos, algunos marineros trabajan en la cubierta con las redes y el resto de la tripulación lo hace abajo, en la bodega, donde están las cajas donde se apila el pescado, previamente lavado y envuelto con bolsas de hielo. Las bodegas se mantienen a –10°C para conservar el pescado hasta que entra al puerto y de ahí a las plantas procesadoras para la elaboración de empanados, bastoncitos, hamburguesas y esas partes del proceso que se conocen como el valor agregado. Según cuenta este marinero y dirigente del gremio, los mejores astilleros y los mejores pescadores están en Mar del Plata. "Es el puerto más importante de América latina, donde hay más cantidad de barcos amarrados y barcos que descargan. Acá hay días que descargan diez fresqueros, que son los que traen el pescado en cajones con hielo, y también hay barcos congeladores que descargan mil toneladas entre filete de merluza, la pasta –que se hace con remanentes de ese filete– y los calamares, porque eso sí, no se desperdicia nada."
De trabajar, Néstor sabe mucho. Nació en Laprida, provincia de Buenos Aires, y se crió en De La Garma, un pueblo ahí cerca que en el último censo reveló poco más de 1600 habitantes. Trabaja desde los 11 años y empezó con la tierra en algunos de esos oficios imprescindibles en la superficie argentina: la esquila, la cosecha, la siembra, la poda. Porque además del agua, este hombre también trabajó la tierra y dice que además de trabajar, no sabe hacer otra cosa.
Cuando salía a pescar, Néstor Ángel María iba adonde le convenía: "Fui medio mercenario, trabajaba cinco o seis meses y el resto del año gastaba mi plata. Cuando te llaman para embarcar sabés que al otro día a las 6 de la mañana te presentás en el puerto, te despedís de tu familia y te vas listo para trabajar a destajo. Si llega a haber pesca, quizá no duermas más de tres o cuatro horas por día, porque lo importante es pescar: cuanto más pescamos, más ganamos", dice.
Se pierde mucho en el mar
El océano Atlántico es un lugar áspero y "hay sacudidas y mal tiempo, por eso el pescador argentino es muy capaz, puede navegar con temporal y no le queda otra, porque si vas a esperar que esté bueno el día no pescás más", afirma María. Un ritmo de trabajo así no lo sobrevive cualquiera, así que el gremio de trabajadores marítimos tiene un régimen de excepción jubilatoria: la edad permitida para retirarse es a los 52 años. Hay un esfuerzo físico y psíquico de desarraigo, y a las vicisitudes climáticas se suman algunas otras del destino: los accidentes. En un costero lejano como los que coordinaba María, no hay médico ni enfermero. Si surgen accidentes el capitán aplica lo que aprendió en su curso de primeros auxilios, y trata de llegar lo más rápido posible al puerto. La peor experiencia que tuvo este pescador fue cuando a un compañero una polea le arrancó un brazo. "El arrancamiento hizo que se desangre. Nos cruzamos con un barco extranjero y El Inglés –como le decíamos a uno que hablaba el idioma– pudo comunicarse con ellos, nos pasaron suero, catéter, morfina, y entonces pudo sobrevivir seis horas más, pero antes de llegar a puerto, murió", dice María con una angustia que le cambia el tono de voz.
Si el viaje toca en el medio de una semana de fiestas de fin de año o, como suele suceder muy a menudo, alguno de los tripulantes cumple años, siempre hay un momento para festejar. Müller y María trabajaron en buques muy distintos, con rutinas y procedimientos diferentes, pero ambos concuerdan en que en ese momento de celebración se para, se come, se celebra y se brinda. A ninguno le molestó demasiado tener que pasar Navidad o Año Nuevo en alta mar, pero ambos coinciden en que nunca pudieron acostumbrarse a las despedidas. Alfredo, que durante muchos años tuvo que perderse los primeros días de colegio de sus hijos, quizá cumpleaños y otras rutinas cotidianas, explica que "arriba del barco uno se acostumbra a todo: a dormir trabando los codos en la cucheta, al movimiento y a la tempestad, pero nunca termina de acostumbrarse a las despedidas". Néstor María sentía lo mismo: no le gustaba despedirse. Cuando la avisaban que había que salir, al otro día se presentaba en el puerto y no lo pensaba mucho.
Artesanos a orillas del Paraná
Con el amanecer y la luz del sol todavía cándida sobre sus cabezas, reman los pescadores hacia los islotes en los que van a acampar. Pueden pasar ahí una semana hasta recolectar lo que necesitan, dependiendo del río, de 50 a 100 kg en una noche. Luego vuelven con la pesca a su casa y la venden allí mismo en forma particular. "Es muy común que la gente de Reconquista se traslade al puerto para comprar pescado fresco en la casa de los pescadores", explica Vicente Cuevas (32). En las márgenes del río Paraná, la escena cambia drásticamente. Este sector del nordeste argentino es el que abastece la demanda de la pesca de río: como el sábalo, la boga o el surubí, y para esto no son buques factoría o costeros los que navegan los cauces del río.
En este contexto aprendió a pescar Cuevas junto a su familia, en la que todavía todos son pescadores artesanales. Después de estudiar gastronomía se convirtió en chef y hoy enseña el arte de cocinar con el pleno aprovechamiento de todo lo que se pesca. Cuevas vive en el puerto de Reconquista, un puerto a doce kilómetros de la localidad homónima y donde el 80% de la comunidad está integrada por pescadores artesanales.
Vicente también trabaja con la Fundación Proteger, una organización que vela por la conservación de la biodiversidad y el manejo sostenible de recursos de los ríos en la Cuenca del Plata y el Gran Chaco junto a las comunidades rurales. El joven gastrónomo explica que "si un pescador saca 50 kg de surubí es importante que pueda filetearlo y procesarlo por sí mismo, porque de esta manera puede aprovechar todo el recurso y generar valor agregado por sobre la pesca". Es decir, el pescador puede aprovechar más lo que pesca, pescar menos y además aprender de gastronomía.
Para Jorge Capatto, director de Proteger, la situación en la zona es alarmante y con Proteger trabajan para evitar el desabastecimiento de especies en el río Paraná."El sábalo es el pescado más exportado de la Argentina después de la merluza, un pescado de mar. Pero el río Paraná no es un mar y la extracción de pescados a una tasa insostenible conduce a lo inevitable, el destino de la pesca de río en la Argentina es muy diferente y debería beneficiar a miles de familias de pescadores artesanales", explica Capatto. En este escenario, Cuevas da talleres de gastronomía para enseñar la máxima eficiencia del recurso desde hace dos años, recorrió el litoral argentino y trabajó con comunidades de pobladores locales en la pesca que respetan el ecosistema. Hoy cuenta con su flamante restaurante en el puerto de Reconquista, que abrió para ofrecer platos de pesca artesanal y, además, un espacio para seguir dictando estos talleres.
Hay personas que dedican su vida entera al trabajo de recolectar el pescado que comemos: con cañas y canoas en el río o con redes subterráneas en el océano. Para que podamos ir a comprar pescado hay vidas que se suceden en el mar y en el río todo el año, sortean tormentas, tempestades, accidentes y llegan al puerto junto con las toneladas de pescado que, en el puerto, ya se convirtieron en mercadería.
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