Franco Busso, a bordo de una combi, recorrió el continente americano entre la Argentina y Alaska, se enamoró de una chica rusa en pleno viaje y juntos transformaron el vehículo en un food truck
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Franco Busso era un joven porteño típico de clase media que a sus 24 años trabajaba en una consultora de día y estudiaba marketing de noche. Pero cierto día, cansado de la rutina, invirtió tres mil dólares de sus ahorros en una Kombi Volksawagen Transporter, conocidas popularmente como “Pan Lactal”. Se metió en el bolsillo los 1500 dólares que le quedaban de sus ahorros y salió a las rutas. “No estaba contento, me fui enojado con el mundo, no tenía teléfono y di de baja la tarjeta de crédito. Como no soy el clásico hippie malabarista me llevé ahorros y un techo, porque no iba estar viajando en carpa”, cuenta Franco hoy, un hombre alto y barbado.
De todos modos, era consciente de que, más allá del dinero guardado, debería trabajar para cumplir su sueño de llegar a Alaska, el proyecto al que llamó Rutas Salvajes, a bordo de Clarita, tal como bautizó a esta combi de color celeste y blanco, con el logo ploteado a ambos lados.
El primer día no llegó muy lejos, Clarita falló al toque. En Puente Saavedra se le cortó cable de embrague. Por suerte, un desconocido acudió en su ayuda. “Vino un tipo de la vereda, me ayudó a empujarla y sacarla del camino. Y ahí se acercó otro de la estación de servicio y lo solucionó. “No era algo grave, pero para quien no conoce sí. Esta camioneta no estaba preparada para salir y yo no sabía nada de mecánica. Pero yo si estaba preparado para salir. Ahí me di cuenta de que la gente iba ser mi aliada. Esa persona me dijo: ‘Quédate tranquilo que vas a ir a Alaska”, recuerda hoy, 10 años después, Franco.
El dinero empezó a terminarse en la Patagonia, mucho antes de lo que creía. Así que tuvo que arremangarse y ponerse a trabajar. Hizo de todo: limpieza, construcción, y asistente en un taller mecánico. Una vez en suelo chileno, consiguió trabajo en un bar. Para colmo, Clarita se quedaba cada dos por tres.
Así llegó al norte de Chile y volvió a la Argentina, pasó por Formosa y entró en Paraguay, donde decidió que iría al mundial de Brasil 2014. Se apostó en Río de Janeiro y vendió sándwiches y cerveza en la playa. A Clarita, como al resto de las combis, no la dejaban circular ni estacionar en las zonas turísticas, y así quedó estacionada en las inmediaciones del Sambódromo, en un rincón al que los viajeros apodaron “La Favelita”.
Cuando terminó el Mundial, rumbeó para el norte de Brasil, y volvió a Paraguay. Fue ahí que decidió transformar la combi en un food truck. Le abrió el techo, le hizo una especie de barra para atender al público y le puso un horno. “Los sueldos no eran buenos. Tenía que laburar cinco meses para viajar uno. Decidí no trabajar más de manera independiente. Veía que otros viajeros estaban en México y yo no avanzaba. Me preguntaba ¿Cómo hacen con la guita?.
Franco no tenía idea cómo hacía el resto de los trotamundos para viajar, pero ya no le importó, porque identificó que el problema era suyo. “Estaba mirando el viaje del otro. ¿Qué me importa a mi cómo viven los demás?”.
De Rusia con amor
Olga Khrustaleva es una periodista rusa que estudiaba relaciones internacionales hasta que entró a trabajar en un diario inglés en Moscú y se apasionó por el oficio de contar historias. Así, aplicó a una beca en la Universidad de Columbia, en Estados Unidos, y terminó cursando allá. Tiempo después, viajó a Paraguay para trabajar en un proyecto con las comunidades indígenas locales. Fue ahí que se topó con Franco. “Cuando la conocí yo estaba súper revolucionario, barbudo -recuerda y se ríe-. Y ella se volvió loca con la idea de la combi y el food truck”, recuerda Franco.
Al otro día tenían un evento, así que Franco se fue a hacer las compras en el mercado de Asunción. “Le dije, che: tenemos un problema, yo no sé cocinar”. Olga lo miró sorprendida, pero puso manos a la obra. Hicieron un sándwich de lomo al estilo paraguayo. “Lo argentinizamos macerándolo con fernet. Ahí salieron los famosos lomitos al fernet, que terminamos vendiendo en la Plaza de Asunción”, cuenta Franco para resumir aquella primera odisea culinaria. Todo lo que compraban era para vender en el día. Lo que no se vendía, se lo daban a la gente en situación de calle.
Olga se sumó al viaje, y encararon juntos el sueño de llegar a Alaska. Rumbearon a Bolivia, luego pasaron por Perú, Ecuador y Colombia. De ahí cruzaron Panamá, ellos por un lado y Clarita por otro. La enviaron por barco desde Cartagena a Colón, en Panamá, y ellos se fueron por la costa del Darien, la selva que divide Colombia de Panamá. “Navegamos en pangas (canoas) y caminamos. Dormimos en comunidades y finalmente tomamos una lancha y un taxi, para recuperar la camioneta en el puerto de Panamá”.
Cuba en un momento clave
Atravesaron Centroamérica y desde México volaron a Cuba. No tenían plata para ir en avión, pero Rutas Salvajes parece tener un ángel aparte. “Un flaco nos propuso llevar mercadería a Cuba, y pagarnos el viaje. Al principio sospechamos, pero el nos dejó revisar todo. Y dijimos: estas cosas suceden, hay que hacerlo”. Fue así que llegaron a la isla en un momento histórico: fueron testigos presenciales de la muerte de Fidel Castro, que los sorprendió en La Habana. “Era otra Cuba, de luto. Se suspendió la música, el alcohol, todo durante nueve días. Fuimos a despedirlo al velorio popular en la Plaza de la Revolución”.
La combi había quedado en México. Así que volvieron a Cancún y ahí adoptaron al tercer pasajero, un gato al que apodaron Subcomandante Marcos, que los acompaña desde entonces. Llegaron a Estados Unidos justo para la época en la que asumía Donald Trump. Y una vez en el país del norte, decidieron ir a Columbia, donde Olga había estudiado.
Una vez allá, armaron un evento con el food truck. “Cómo es un pueblo universitario y no hay mucho más, fuimos furor. Todo el mundo esperaba algo nuevo”, comenta Franco. “Para el mediodía no quedaba nada, se nos fue de las manos. Así que salimos a hacer compras y en dos horas ya habíamos vendido la segunda vuelta”, dice aún sorprendido por aquel suceso. Además del food truck, Franco y Olga diseñaron merchandising para vender en el camino. Tienen buzos, remeras y gorritos que aquel día también se vendieron como pan caliente. Y como si fuera poco, ofrecieron cerveza para acompañar los lomitos al fernet. Aunque tuvieron que disfrazarla de donación, ya que allá no se puede vender alcohol sin licencia.
Alaska, into the wild
Después de cinco años, tres de Franco en soledad y dos juntos, finalmente llegaron a Alaska. “Haber llegado fue una mezcla de emociones. Por un lado era el objetivo del viaje, pero la pregunta entonces fue: ¿Y ahora qué?. Entendí que el viaje era todo lo que sucedió hasta llegar allá”.
Con el expertise y los contactos de Olga, comenzaron a realizar documentales para cadenas extranjeras. Grabaron uno sobre el cambio climático y cómo afecta a los Shaktoolik, una comunidad esquimal que habita en el Estrecho de Bering. Solo para llegar tuvieron que tomarse dos aviones desde Juneau, la capital.
También visitaron el “Magic Bus”, un santuario viajero, el ómnibus donde murió Christopher Johnson McCandless, un hombre que abandonó la vida en sociedad, se internó en los bosques de Alaska, y murió refugiado dentro de ese micro. Su historia de vida se hizo famosa a través de la película Into The Wild, dirigida por Sean Penn, un faro en la vida de muchos viajeros, y del mismo Franco.
“Hicimos los 32 kilómetros de caminata, cruzamos el río ida y vuelta, todo tal cual como lo hizo él. Fue una locura”. Tiempo después, el ómnibus fue sacado de allí, porque los viajeros que peregrinaban se quedaban varados. Incluso, dicen, murió gente.
Corría 2017 y Franco le propuso a Olga viajar a Rusia para conocer a sus padres, y de paso ver el Mundial. Trabajaron en la cosecha de cereza en Canadá y vendieron pinos de navidad en Estados Unidos. Para ese momento, Franco ya no quería volver a la Argentina, quería conocer el resto del mundo. “Si nuestro propio continente es increíble, ¿Qué debe haber del otro lado? , se preguntaba.
En México se le rompió el motor a Clarita y tuvieron que gastar todos sus ahorros en el arreglo. Pero un día, mientras vendían su merchandising en un parque, la suerte tocó a su puerta una vez más. Una familia se enamoró de su proyecto y los invitó a su casa, donde pasaron una semana. Ellos les contaron su planes de llegar a Veracruz, para ver si ahí podían embarcarse con alguna empresa que quisiera llevarlos al otro lado del Atlántico. “Nos dieron un sobre y nos dijeron: ‘No dejen de viajar por plata, con esto van a pagar el viaje’”.
Rusia, el Transiberiano y a dedo por Mongolia
Una vez en Rusia, la combi se retrasó en llegar, así que tuvieron que salir a buscar trabajo. Vivieron en la casa de los papás de Olga en Ryazan, una ciudad a 200 kilómetros de Moscú. Olga trabajó como traductora y productora, y el como asistente de los periodistas que viajaban a cubrir el Mundial. Más adelante, tomaron el Transiberiano rumbo a Siberia, y de ahí se fueron a Mongolia. A Olga se le venció la visa y perdió la cámara de fotos. Una vez más, estaban sin dinero, y recorrieron todo Mongolia a dedo, unos 1000 kilómetros.
Luego de aquella odisea, volvieron a Rusia, y se subieron nuevamente a la combi, esta vez para recorrer los países del Cáucaso. De Azerbaiyán a Georgia, Armenia, Turquía, e Irak. Se quedaron con las ganas de conocer Irán, donde no pudieron entrar por un inconveniente burocrático en la documentación de Clarita.
Así que de ahí volvieron a Europa para entrar en África, a través de Marruecos. Allá volvieron a rodar documentales. Contaron la historia del Atlas, uno de los estudios de grabación más grandes del mundo, y otro sobre una biblioteca en medio del desierto del Sahara. De ahí a Mali, tuvieron un paso veloz por Burkina Faso, ya que era un territorio peligroso, dominado por grupos terroristas. Luego siguieron por Togo y Ghana hasta Costa de Marfil, donde los sorprendió la pandemia, en marzo de 2020. Varados allá, aprovecharon para rodar otro documental y también, despuntaron el vicio de cocinar. Hicieron empanadas para vender a los diplomático y funcionarios de la ONU. Con todo eso pagaron su viaje, el del subcomandante Marcos y el de Clarita para volver a la Argentina.
Argentina, pausa y reflexión
En agosto del año pasado volvieron a la Argentina y en el verano rumbearon a la Patagonia. Franco tenía una asignatura pendiente, que era recorrer la Ruta 25, que atraviesa la meseta chubutense, uniendo el océano con la cordillera, desde Trelew a Esquel. “No duró mucho el entusiasmo de estar en Buenos Aires. Sabíamos que volvíamos para ir a la Patagonia”.
Visitaron Puerto Madryn, Trelew y Gaiman, e hicieron escalada en el Dique Ameghino. Pasaron por Trevelín, Lago Puelo y El Bolsón, hasta Bariloche y San Martín de los Andes.
Ahora, Franco está en Bariloche, y Olga viajó a Buenos Aires por trabajo. “Está la idea de asentarnos por acá”, confiesa Franco, sorprendido hasta con el mismo. “Pero después de 10 años, asentarse en un lugar es más complicado que hacer el viaje. Vamos a ver si logramos, porque no es solo asentarse físicamente, sino mentalmente”.
Todo el periplo lo fueron contando en sus redes sociales, de Facebook a Instagram y YouTube. “Hace 9 años, no existían instagramers ni you tubers. Se empezó a armar una comunidad de Salvajes, que hasta nos hacían llegar repuestos. Una comunidad tremenda, comprometida con nosotros. Cuando volvimos a la Argentina, llegamos golpeados por la pandemia y la gente nos quería conocer. Nos sentimos tan sorprendidos que preferimos hacernos a un lado de las redes sociales y tratamos de dedicarnos un poquito más a nosotros”.
Franco está sorprendido con las nuevas camadas de viajeros, que llevan en sus motorhomes paneles solares, heladeras, hornos, enchufes, bomba eléctrica para el agua. “Nos ven que nos recorrimos medio mundo con esta camioneta, y nos preguntan: ¿viajaron así?. Y sí, uno salía y se iba armando en el camino. Pero la verdad es que ahora vemos los motorhome preparadísimos, y pensamos que la combi está cumpliendo su ciclo. Pero vamos a ver”.
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