Niñeces, niñeces
¿Qué es un niño? Quien pueda responder, dejó de serlo.
¿Todos llevamos un niño adentro? Si lo llevamos atado y con la boca sellada, ya no es: fue un niño. ¿Y el enano fascista que, decimos, tenemos adentro? Si el enano está, no hay lugar para el niño.
Cuando mentamos los Derechos del Niño olvidamos ¿por comodidad? que hay algo anterior: el derecho de ser niño. Por millones en esta patria idolatrada, y por miles de millones en la tan violada esfera terrestre, hay seres que carecen de cuajo de esos derechos, porque niños no llegan a ser o pasan de largo. Son niños interrumpidos, después del vientre, por abortos posteriores: secuestrados por el hambre y la analfabetización. Condenados están a menos cerebro, a sueños trizados, a ser hilachas de seres humanos. ¿Suena demagógico y plañidero? Como suene: esta irrealidad es también otra única verdad. Pobrecito un mundo construido sobre infinitos pobrecitos.
En este día asignado para la celebración, hecha la salvedad, el Caminante Quieto sale con una red para atrapar momentos de intensa niñez. Niñeces.
Dimitri. Cuando Dimitri se enoja trepa los cuatro años de su edad a un árbol, hasta que se le pasa. Cuando está demasiado feliz, también, hasta que se le pasa. Se enoja fácil, y le gusta estar enojado. Rara vez acepta hablar por teléfono. Pero un día lo atendió: “Dimitri, ¿está tu papá?” “No.” “¿Y tu mamá?” “No.” “Ah, estás solito.” “No. Estoy conmigo.”
Lapicito. En aquel jardín de infantes, cuatro chicos por cada mesita: uno en cada punta y dos en uno de los lados. Adelante, el escritorio de la maestra, Laurina. Los dos chicos que están en la primera mesita, de cara a la maestra, Esther y Atisbo, se convidan las meriendas. El primer día, entre sus sillas hay buena distancia. Pronto de a poquito las acercan. Sillas y codos y piernitas terminan pegados. Sienten ¡una música de hormigas en el cuerpo! Justo en ese momento, Señorita Laurina pega el grito: “¡Separen esas sillas yaaa!” Esther y Atisbo, petrificados. La vergüenza que anega al niño lo desmaya. Pierde el conocimiento porque tiene el conocimiento. Ha sido descubierto para siempre.
“Eso no se hace”, le explica Señorita Laurina cuando vuelve en sí. Y lo alza y lo aprieta y lo aprieta contra sus pechos inéditos, porque ella todavía sucede virgen. Niño Atisbo se deja. Siente el olor de ella, apoya la frente sobre sus pechos… ¡y otra vez la música de hormigas! “Perdoname, perdoname”, le dice a Esther con la mirada. “Te odio de aquí al Sol”, le responde Esther con la mirada, mientras se arranca el bolsillito del guardapolvo. Después sale corriendo; no volverá a esa escuela. No era para menos: Esther conoció el amor, el pecado y la traición en el relámpago de un solo instante.
Pasaron los meses porque antes pasaron las semanas y los días. Niño Atisbo, cerca como estaba, descubrió las piernas de Señorita Laurina. Dos por tres tiraba su lapicito al suelo y cuando se agachaba para alzarlo debajo de la mesa se demoraba mirando… Miraba las rodillas y un poco y un poquito más. Niño Atisbo guardó aquel lapicito. Lo sigue guardando. A veces lo usa.
Mañana. Lo contó en una de sus novelas: “Sí, mi vida ha sido horriblemente ofendida. Quien comenzó este feroz trabajo fue mi padre. Cuando yo tenía diez años y había cometido alguna falta, me decía: Mañana te pegaré”. Después, la interminable noche y el amanecer y la voz áspera del padre: “Vamos, ya es hora”. Y enseguida, él, arrodillado con los pantalones bajos. Los correazos coronaban la pesadilla de la espera. Cuando el padre lo soltaba, niño Roberto Arlt, corría llorando, con una vergüenza que le “hundía el alma en las tinieblas”.
Mosca viva. Dos viejitos en el banco de una plaza se dan ánimo: “En vez de pensar que estamos en el otoño de la vida, pensemos que estamos en la primavera de la muerte”.
El autor de tan optimista ocurrencia me confiesa una íntima maldad, en voz baja:
–Me remito a mi niñez. Me la pasaba jugando solo y miraba mucho a las hormigas: las negras grandotas, buenazas; las chiquitas coloradas, malísimas…
–Quino, te había preguntado por una maldad.
–A eso iba… A veces yo atrapaba una mosca viva, le arrancaba las alas y la tiraba al centro del hormiguero de las coloradas… Me da escalofrío contarlo.
Federico. “Mamá, yo quiero ser de plata.” “Hijo, tendrás mucho frío.” “Mamá, yo quiero ser de agua.” “Hijo, tendrás mucho frío.” “Mamá, bórdame en tu almohada.” “Eso sí, ahora mismo.” El que escribió esto fue criatura 38 años, hasta que lo desgajaron. Se llamaba Federico y se llamaba García y se llamaba Lorca… En madrugada de día mal parido lo habrán despertado con insultos y ¡arriba, a correr!... Allí va, descalzo, con una camisa necesariamente blanca, con el corazón estrangulado por el espanto, hacia el abismo de la noche… y corre y cae y se levanta y los gritos le ladran la nuca y enseguida las balas y de la camisa blanca brotan mapitas rojos… ¿mapitas o claveles?
Alí Ismael Abbas. 27 del 3 del 2003. Un eufemismo, es decir, un efecto colateral; es decir, una bomba preventiva del hijo de Bush, cayó sobre un caserío campesino en Irak. La noticia, más acá de nuestras narices. El niño Alí dormía con su familia. A las dos de la madrugada, la explosión: “Brazos como trozos de leña, cabezas aplastadas como macetas”. Murieron los padres y los hermanos de Alí. También sus tíos y primos. Alí perdió a toda su familia. Y su brazo derecho. Y su brazo izquierdo. Lo que queda de Alí desde la foto nos mira… (Tranquilo, tranquilo. Fue sin querer, cosas que pasan, efectos colaterales. Tienes 12 años, Alí, ¡y la vida por delante!)
La pasión. Cama de hospital; después de vadear una ardua cirugía, reflexiona:
–Somos un fraude. Le tenemos miedo a la pasión. Nos dedicamos a pasarla bien, disfrazando el aburrimiento. Y el aburrido es hipócrita. Sólo los niños jamás se aburren.
–Antes de ser este Alfredo Alcón adulto, ¿qué momento te selló el pulso?
–Fue en una noche cálida. La luna estaba ahí, le pedí a mi padre que me la bajara. El trajo una escalera, y una vez arriba hizo ademanes tratando de alcanzarla. Después bajó, pero sin luna…
La sortija. Nació, desgraciadamente, el 20 de abril de 1889. Se crió en Braunau, Austria. Allí había una calesita; un hombre apretado a sus huesos ofrecía la sortija a los dedos ilusionados. Como todos los calesiteros, se dejaba atrapar el gancho fácilmente. Por alguna oscura razón, cierto niño no pudo sacarla, jamás. El niño estiraaaaba su brazo, pero la sortija era una agüita inapresable para la desesperada sed de sus deditos. Y cumplió años. Y se dejó un bigotito afilado. Hizo demasiada carrera el niño. Adolf se llamaba. El apellido, desgraciadamente, empezaba con hache.
Primera menstruación. En el diciembre de 1985 hacía dos meses que ella había cumplido 100 (cien) años de su edad. Conversamos una tarde entera. Me habló hasta de “la importancia de engendrar hijos y la no menor importancia de sustraérselos a la guerra (como imaginó Aristófanes en Lisístrata), llegado el caso, con una huelga de úteros”. A la eterna pregunta sobre su día más feliz, Alicia Moreau de Justo me contestó: “Fue cuando tuve mi primera menstruación. No se asuste, dije menstruación… Aquella aparición innegable de mi transformación sexual fue maravillosa, porque ese día hablamos largamente con mi padre y, créame, todo marchó bien, sin carga”.
La muerte. García Márquez tardó bastantito en dejar de ser niño. Tocamos el asunto cuando lo entrevisté en 1996. Le pregunté hasta qué edad había creído que sólo se morían los otros y me confesó: “Hasta los 60. Y lo recuerdo exactamente: fue una noche, estaba leyendo y de repente pensé: caray, me va a pasar, es inevitable. De pronto ¡paf!, que no hay escapatoria. Y sentí una especie de escalofrío. Me pasé sesenta años de puro irresponsable. Yo lo resolvía matando personajes”.
Firpo, Norberto. Maestro de escuela y uruguayo, él pudo escribir ¡Qué porquería es el glóbulo! Y yo puedo jugar a que estamos conversando ahora:
–Niño Firpo, sientesé. Ya, cuénteme algo bravo de su vida.
–Yo me caí junto a una moneda de cinco pesos.
–Dígame algo importante que haya aprendido en la escuela.
–Que la boca es la parte del cuerpo que mastica más.
–No me dijo su edad niño Firpo.
–Hace tiempo que tengo 11 años y mi abuela es huérfana.
–¿Algún animalito en su casa?
–Tengo un perro sincero que ladra cuando él quiere… Un perro a lo mejor no es de policía, pero llega la noche y es de policía…
–A ver, ¿qué es la electricidad?
–Es una cosa que se usa de noche.
–¿Qué sabe de historia antigua?
–Que Colón fue el mejor descubridor de América… en ese tiempo no había yanquis.
–¿Y del cuerpo humano?
–Que tiene sangre. Que la sangre se sabe el recorrido de memoria y que el corazón es la parte más importante del cuerpo humano mientras vivimos.
–Niño Firpo, una más y se lleva un 10. ¿Para qué sirve el sol?
–Si no fuera por el sol, no habría sombra para descansar cuando hace calor.
Serafino. Cuando un niño nace Down, decimos, es diferente. ¿Diferente él o diferentes nosotros?
A Felipe López yo lo nombro Serafino. A los seis meses de nacer le abrieron el pechito, le zurcieron con hilos de sol el corazón y, desde entonces, vive pleno, ¡y hay que ver cómo conversa el vago! Serafino a la vida le ve colores que nosotros no conocemos, y le escucha sonidos que tampoco. Ya está a salvo de la condición humana. Para él, 2 más 2 es una flor. ¿Qué flor? Es inútil, no la podemos ver; pero él sí.
(Entonces, ¿es feliz? No necesita serlo. La felicidad es un sufrimiento que nos inventamos los humanos sucesivamente… Fíjense, muerde pedacitos de aire, Serafino, y el aire así mordido se emociona, se entusiasma por haber nacido aire.)
Don Fulgencio. Sinónimo de niño. Lino Palacio me contó su historia: “Me inspiré en un vendedor de Biblias. Su seriedad me intrigaba. Un día yo estaba detrás de una vidriera y lo vi detenerse ante una cajita de fósforos vacía. Cuando vio que nadie lo miraba se puso a patearla, alegre, transformado. Ese hombre se convirtió en personaje de la historieta que dibujé 44 años diariamente… Muchos nos parecemos a Don Fulgencio. Yo mismo tengo momentos muy infantiles; puedo patear una piedra por cuadras, imaginando algún récord… Además, como él, no tolero ver morir ni una mosca. Cuando salí a cazar jabalíes con amigos, los defraudé. Soy un escorpiano sin violencia que a lo sumo se anima a sacarle punta al lápiz…”
(En 16 de septiembre de 1986, Lino Palacio fue robado y asesinado junto a su mujer, en su casa. Su cuerpo quedó a unos metros de una estatuilla de Don Fulgencio, de porcelana.)
Niño Salinas. La noticia pronto quedó desaparecida en la carne picada de nuestro abundante olvido. El 11 de noviembre de 2006 después de Cristo, sucedió arriba de este mapa, cerca de un galpón de ferrocarril en Buenos Aires: Julio Salinas, 12 años, jugaba con su honda a cazar pajaritos y agujereó un vidrio de una vivienda cercana. De allí salió un amante de la justicia rápida, y le dio al pibe una, dos, siete puñaladas. Siete agujeros por donde se le fueron la sangre y la vida. Niño Salinas fue. En su entierro, su padre cartonero, su madre, sus hermanos y un puñado más. La multitud no aluvionó las calles. Damas y caballeros, ¿será que somos un poquitín racistas para el reclamo de justicia y selectivos para el dolor?
(Niño Salinas, qué ocurrencia la tuya: errarle con la honda, ser menos que pobre y encima sin piel tan blanca como la mía. ¡A ver si aprendes, Niño Salinas!)
Meñique. Los dedos de una mano conversan. Cada dedo presume de su don. Calladito está Meñique, hasta que, sacando pechito, dice: “Yo no seré gordo, ni agudo, ni alto ni de anillos llevar, pero soy ¡el único de los cinco que queda niño!”. Y agrega, con alevosa picardía: “Este es mi día, señores; espero los regalos”.
Y los regalos que recibe son, todos, anillos que por supuesto le quedan grandes. Pero no se desconsuela Meñique; los mete en una bolsa y con la bolsa al hombro se va a la parroquia. “Le vendo estos anillos, don Cura.” “¿Para qué quiero anillos, hijo?” “Para ponérselos de aureola a los santos cuando son chiquitos”. “¿Y a cuánto me los vendes?” “A voluntad, don Cura, a voluntad.”
Posdata. Mientras tejía estas niñeces, Caminante Quieto se impuso transgredir hábitos sin mirar a quién. Anduvo descalzo por la eterna espalda del mundo, dio un abrazo sin aviso, tomó la sopa haciendo tooodo el ruido, lloró en castellano, silbó en el lugar menos pensado, tocó un timbre del vecindario y salió a los santos cuetes. Y algo más hizo: se aprovisionó de lo fundamental para cualquier travesía: una bolsita de maníes. Y pasó lo que debía pasar: caray, caraxus, carajo: los maníes empezaron a latir recién cuando se convirtieron en manices. Mientras comía manices, este Caminante fue aprendiendo que hay que tener muuucho coraje (güevos y güevas) para ser niño siendo grande. Con esa convicción fue anotando, una a una, intensas historias menudas; anotando con aquel lapicito.
rbraceli@arnet.com.ar
Poeta, dramaturgo, ensayista, autor de una veintena de libros, entre ellos, El último padre; Don Borges, saque su cuchillo…; En qué creen los que SI creen, De fútbol somos.
Para saber más: www.rodolfobraceli.com
lanacionar