Alguna vez intentaron apodarlo el Abuelo. Fue a comienzos de la secundaria –colegio de curas de Villa Urquiza, todos varones–, pero no prosperó. Treinta años después, Nicolás Artusi lo recuerda con cierto alivio retroactivo en una cafetería de especialidad en Palermo. Más por la crueldad infantojuvenil que podría suponer ese modo de llamarlo –una manera de dejarlo fuera de la fiesta de iniciación adolescente– que por las razones reales para hacerlo.
De hecho, hasta ese momento, gran parte de su educación sentimental había transcurrido en la cocina de sus abuelos. Se podría decir, sin exagerar, que el origen de sus dos grandes pasiones se gestó sobre un mantel de hule en Parque Chas y en formato aromático: con el olor a tinta del diario Clarín de los 80, ese que manchaba los dedos, y el del café que se preparaba todas las mañanas y que él ya tomaba (con leche) desde la mamadera.
Entraría en Clarín como editor precoz –solo con 20 años– en el suplemento de Arquitectura. Antes, sin embargo, ya había ensayado con la tenacidad que da la certeza de una vocación. "Hacía un fanzine de actualidad que era una copia de la 13/20... me gustaban tanto los medios que copiaba las tipografías a mano.Después mi vieja me regaló un letrógrafo, que también lo tengo, y después una imprentilla de goma con tipos móviles, hasta que vino la compu con impresora, y ahí ya era un pequeño impresor".
"Yo pasaba mucho tiempo con mi abuela, que hoy tiene 88 años, y nos sentábamos a escuchar la radio, a Larrea, a Carrizo, a Fontana, y a leer el diario juntos. Primero veíamos los chistes y después íbamos directo a Policiales, donde escribían grosos como [Emilio] Petcoff y [Enrique] Sdrech, y a mí me fascinaba, ya tenía clarísimo que quería ser periodista".
Hoy su currículum podría funcionar como radiografía y parábola del oficio. De editor del Sí de Clarín y Vj de MTV –cuando todo lo que pasaba en el mundo joven pasaba por ahí– a una suerte de periodista autogestivo que desde el micrófono de Su atención por favor y Brunch (Radio Metro), o desde sus redes sociales bajo el alter ego sommelier de café, comparte su filosofía democratizadora: la idea de una buena vida posible. Un concepto que, dice ahora con un flat white en la mano, también podría resumirse en una taza de buen café.
Democracia cafetera
Su tercer y flamante libro es de tapa dura, con señalador de raso e ilustraciones de trazo fino, tan delicadas que hacen pensar en viejos volúmenes de botánica. Un objeto que dan ganas de tocar, por qué no de oler, y que desde su portada el título promete algo que para un alma enciclopédica como la de Artusi, que de chico leía en orden alfabético y con fruición el Pequeño Larousse Ilustrado, vendría a ser el punto de partida del conocimiento: Manual del café, guía definitiva para comprar, preparar y tomar.
Fue hace exactamente 10 años (si para los periodistas las cifras redondas son buenas excusas, para un alma como la de Artusi, que heredó la fascinación por los números de su abuela quinielera, es una señal), cuando se le ocurrió inventar un personaje que corporizara su afición por el café. Había salido a correr y, con esa lucidez que dan las endorfinas, pensó: tantos libros comprados en viajes, tantos cursos hechos, tantos granos probados en ese intento de conservar el olor y el sabor de la cocina de Parque Chas (sí, la abuela, siempre) tenían que traducirse en algo más. Siguió corriendo, siguió pensando, y ahí estaba el nombre: sommelier de café.
"Aunque al principio lo pensé como algo paródico, porque ahora sería como decir «sommelier de querosén», después lo racionalicé y me di cuenta de que el café se había convertido en una bebida muy sintomática de la época".
–¿En qué sentido?
–Porque es una bebida sintética, es potente, es energética; tanto desde lo político, social, vocacional o actitudinal se valora como natural, tiene un origen reconocible; en el principio de la cadena, hay un agricultor que va con un canasto de mimbre y, en el final, un joven que tiene tatuada una planta de café en el brazo y que se apasiona con lo que hace. Son todos atributos que se valoran. Pero, además, la cafetería a la que en sus inicios se le decía en Londres la universidad del peñique, que acá en los 60 y 70 con el Café La Paz o el Bar Ramos era la tertulia de los psicoanalizados, los intelectuales o los hippies, hoy es emblemática de la época porque es la oficina del trabajador portátil, la oficina del freelancer, el lugar de contención de los malpagados. Pensá que los espacios de trabajo colaborativo están ambientados como cafeterías; los bancos están poniendo ambientación de cafetería: te da confort, comodidad y servicio módico, es el anti no lugar. Además, me gusta pensar que el café es una bebida muy democrática.
Hoy la cafetería es emblemática de la época porque es la oficina del trabajador portátil, la oficina del freelancer, el lugar de contención de los malpagados
–¿Por qué?
–Viste que Andy Warhol decía que la Coca-Cola era la bebida más democrática porque la tomaba desde el laburante hasta la Reina Isabel. El café, que a nosotros recién nos cobraron $100, sale más o menos lo mismo acá que en la peor cafetería de Buenos Aires. No pasa con el vino o con el whisky, que si querés beber buenos, tenés que pagar mucho. Con el café, el precio no varía demasiado y no por nada es la segunda bebida más consumida en el mundo después del agua. La diferencia está en que lo preparen bien, que la materia prima sea buena, que cuiden la máquina y que uno lo sepa disfrutar. Si solo tenés $80 y tenés que decidir entre comprar un paquete de fideos para alimentar a tus hijos o tomar un café, y, te digo, comprá los fideos. Pero si tenés $100 para darte un gusto, esos $100 no te van a alcanzar para nada, entonces, te digo, tomate un café: te sentás y te podés quedar toda la tarde en un lugar agradable leyendo un libro, podés ver gente, podés conversar.
–Tus libros anteriores (Café, de Etiopía a Starbucks… y Cuatro comidas) tenían un formato narrativo, con anécdotas, a tal punto que se podían leer como literatura. ¿Por qué creés que al público le gustaría tener un manual?
–Porque hay un afán muy grande de perfeccionar la experiencia, de llevarla a la casa. Lo noté cuando, hace dos años, por primera vez en Argentina se vendieron en el mercado doméstico más máquinas exprés que cafeteras de filtro. Antes uno sabía que en su casa tomaba café de filtro o instantáneo y que en el bar tomaba otro café, pero no se preguntaba mucho por qué ni sabía la diferencia. Hasta que se empezó a preguntar; después vino una instancia superior, alimentada por marcas como Nespresso, en la que se dijo: "Pará, el café del bar lo quiero hacer en casa". Que es algo mucho más fácil de hacer que el sushi o el yogur. Por eso yo creo que está asociado con el ingreso de saberes y de placeres a la casa, que antes estaban depositados en otro lado.
Un curador de todo lo que hay
El apodo que finalmente le quedó en la secundaria fue el Jefe, y a este sí lo recuerda con cariño. A tal punto que lo usó como dirección de su primer mail. Buen alumno en lo académico sin ser nerd, mal alumno en conducta sin ser de los barderos –sino más bien por discutidor–, inhábil con la pelota, pero aclamado como relator, se convirtió en un chico popular sin encajar del todo en ningún bando. Con cierta capacidad natural para interpretar y traducir la realidad, supo ubicarse como interlocutor entre el mundo adolescente y el adulto. Si había que pedirles algo a los profesores, ahí se plantaba él. Si había que organizar una salida, ahí estaba dando coordenadas. Aunque tan solo fuera para decidir adónde iban el día de la primavera, todos querían saber qué opinaba el Jefe.
Con la tentación de hacer psicoanálisis de mesa de café (¿no cuenta nuestro sommelier de café que el lacaniano heterodoxo Oscar Masotta atendía a sus pacientes en donde ahora hay un Starbucks?) y de tirar del hilo imaginario para encontrar el posible origen de cada cosa, quizá en aquel pequeño jefe se cifrara el Artusi de hoy, que más de una vez se definió como un "periodista curador de la era posinternet".
"Hace solo 10 años, sí, solo 10, internet en mi casa era un lugar al que había que ir. Yo tenía la computadora en un entrepiso, y debía sentarme ahí para conectarme. Ahora internet viene con nosotros, y esa es una diferencia fundamental: como está en todos lados, desapareció. Como decía Borges, los camellos no aparecen en el Corán. Hoy se escribe internet con minúscula porque es como una mesa, pero lo que viene aparejado con eso es un exceso de información tan abrumador que quienes nos dedicamos a las zonas blandas del periodismo tenemos una función ahí.
–¿Cuál?
–En mi caso, me convertí en un curador de consumos culturales. Yo tengo un espacio en radio y hay una inmensa minoría –parece Sietecase el inventor de esta frase, pero en realidad es de Jacobo Timerman– a la que le interesan más o menos las mismas cosas que a mí. Oyentes que a la noche están esperando que les tire alguna pista porque no pueden leer 180 libros por año, ni 10, quizá solo dos. Entonces si yo recomiendo 10, quizá compren o pidan prestados o se bajen dos de esos. Y lo mismo pasa con los otros consumos culturales. Yo tengo mi página de toda la vida y recomiendo solo tres cosas por semana: un disco, un libro y una película o serie. ¿Son los que hay que ver? No, son los que me gustaron a mí. Si ves que hacemos match, como en la era de Tinder, porque me escuchás o me leés y sabés que tenemos una afinidad parecida, buenísimo.
–Sería un periodismo de empatía más que de impacto.
–Sí, y por eso no soy un recomendador con estrellita, como un crítico de cine o libros, sino que lo hago desde un ombliguismo, pero creo que es un ombliguismo útil porque es real: no hay canje ni like de Facebook; este libro lo leí y me gustó, o este disco lo escuché y me gustó.
–¿Te reconocés como un influencer?
–No tengo problema con el concepto, pero no, porque soy periodista, y la diferencia es que el influencer solo tiene una formación y una producción organizada alrededor del consumo y del intercambio: me das un par de zapatillas, te doy dos fotos; me das seis, te doy tres fotos. Si las uso o no las uso no me importa. Yo no me identifico con ese perfil; en lo mío, no hay nada muy diferente a lo que hacían Aníbal Vinelli o Moira Soto en la revista Humor.
–¿Cómo entran en este esquema tus vínculos con marcas?
–Son muy pocas, casi siempre las mismas, desde hace años, y no tengo vergüenza de eso. Creo que es un pequeño acto de justicia o una medida de supervivencia dentro del sistema. Los intermediarios están desapareciendo, los bolseros están desapareciendo, las centrales de medios están desapareciendo, entonces cuando me dicen "pusiste un chivo", no es un chivo, es una mención comercial clara y pura porque yo produzco mucho contenido gratis; todo el contenido que doy es gratis, alguien lo tiene que pagar, si no, me dedico a cultivar tomates. Me mandan 100 preguntas por día sobre temas del café, y contesto personalmente el 90%. Eso alguien tiene que pagarlo y lo más sustentable para todos es que lo pague una marca, no el lector.
–¿Es verdad que apagás el celular en tu casa?
–Es verdad.
–¿Y cómo manejás la ansiedad?
–No hay ansiedad
–¿Cómo lo lograste?
–Se dio. Vivo solo, no tengo hijos, dos o tres personas tienen mi número fijo: mi abuela, mi mamá y mi novio, aunque no estoy tan seguro de que él lo tenga, pero vive cerca (risas). Entiendo que para mucha gente, y lo recomiendo, es necesario hacer una profilaxis de la tecnología. Para mí, no es necesario: llego del trabajo y apago el celular. No le doy mucha bola, a pesar de que durante el día es mi herramienta de producción.
–Y por eso podés leer tanto.
–Ahora estoy leyendo el Ulises. Estoy fascinado, voy por los Lestrigones; mis amigos no logran entender cómo hago, porque estoy leyendo, además del Ulises de Joyce, el libro de Gamerro Ulises. Claves de lectura, el de Nabokov Curso de literatura europea, el Diccionario de símbolos, de Cirlot, y el de mitología de Roma y Grecia de Pierre Grimal. Estoy chocho.
–Pregunto lo mismo que tus amigos: ¿cómo hacés?
–Soy metódico. Leo todos los días. Tengo la lectura diurna en la que hago un gran despliegue, como con el Ulises, saco el teléfono de mi vista y pongo música, Tchaikovsky. Y, a la noche, tengo la profilaxis del sueño: un cuento antes de dormir. Anoche leí uno del libro de Rosario Bléfari, "Puerto Deseado", que me pareció buenísimo. Pero también tengo las obras completas de Saki, que lo amo. Es como remedar eso de la infancia: que te cuenten un cuento antes de dormir. No entiendo a los que ven Intratables y que la última imagen de su día sea Débora Plager gritándole a alguien, me muero.
Me gusta mucho la idea de ser glocal: global y local. Si yo no tuviera la radio en Colegiales, que de todos modos no es lejos de donde vivo, me quedará siempre en el barrio, salvo cuando viajo
–¿Es tu filosofía de vivir más lento?
–Sí, de hecho en abril viene a la Argentina el canadiense Carl Honoré, autor del Elogio de la lentitud, con quien siempre hablo por internet. Ese libro a mí me transformó. Me gusta mucho la idea de ser glocal: global y local. Si yo no tuviera la radio en Colegiales, que de todos modos no es lejos de donde vivo, me quedará siempre en el barrio, salvo cuando viajo. Compro en el mercado de la vuelta, tomo café en el bar de la esquina, voy al gimnasio a cuatro cuadras. Todo cerca.
Elogio de la buena vida
Dice que hasta los 20 años, cuando entró a trabajar en Clarín, no se había tomado un solo colectivo. Su vida transcurría en el barrio y a pie: amigos, colegio, familia, todo y todos estaban en la patria de Villa Urquiza y en su isla, Parque Chas. Excepto su padre, que se había mudado a Mar del Plata con una nueva pareja. Y quizá fue en aquel tren de asientos de cuerina azul, que tomaban con su hermano, solos, de Constitución a La Feliz, que se inició en la idea del viaje como experiencia. Lo piensa ahora, que también se acuerda de un tío que, desde Francia, les mandaba por encomienda piezas de tren marca Lima, o de la colección de Tintín, que había quedado guardada en la casa familiar paterna, junto con los volúmenes Lucky Luke y Astérix.
"Añoro esa época en la que viajar era entrar en otro universo. Me acuerdo de que mi tío nos mandaba golosinas y decíamos: «Uhhh, mirá cómo son los caramelos allá». Lo mismo me pasaba con las historietas, me despertaban mucha curiosidad por el mundo".
–¿Sos nostálgico?
–No, al contrario, soy fanático de la idea de "La Época" (N. de la E.: además de la columna en Brando, todas las semanas escribe en LNR y su sección se llama así, "La Época") y de un concepto que está en Cuatro comidas: la idea errada de pensar que nuestra época siempre fue así. Por ejemplo: para el año 1918, hace 100 años, solo dos países en el mundo tenían pasaporte. La gente viajaba sin necesidad de permiso de nadie.
–¿Qué se cifra hoy en la idea de viajar?
–Cuando empezamos el programa de radio, que por el auspicio que tenía debía estar enfocado en los viajes, pensé: como esta radio es tan popular, tratemos de democratizar la experiencia del viaje. Porque hasta hace poco el viaje se entendía como en los suplementos de turismo de los diarios: Sudeste Asiático en abril, o la Toscana en julio. Entonces, dije, que viajar sea o ir a la Toscana o ir a comer un asado a Carlos Keen, si es el único viaje que podés hacer. Mi máxima es que al menos una vez por año vayas a un lugar que no conozcas. Podés ir al Sudeste Asiático, bárbaro, te envidio, te aplaudo; si no, andá a Luján o a la fiesta del chancho asado con pelo.
–Vale la experiencia...
–Es el afán de descubrimiento, la atracción por lo no visto. A diferencia de lo que hacemos en internet, que es volver a ver lo que ya vimos, leer cosas para confirmar lo que pensamos, seguime que te sigo. A mí me interesa estimular la curiosidad, la incerteza, y eso se puede hacer en tu propio barrio. En una época en la que hay tanto acceso a la información, los periodistas tenemos que ofrecer alternativas para democratizar el goce y para combatir la idea del hiperconsumo. En mi caso, me arreglo con poco porque lo valioso pasa por otro lado.
–Pero coleccionás cafeteras...
–No, ahí está el error: no colecciono, acumulo. El coleccionista se define por la falta y es capaz de sacar un crédito en el banco para comprar esa cafetera que no tiene. Siempre le está faltando algo. Tengo 47 cafeteras y podría tener dos, no tengo apego, las puedo regalar. De hecho, acabo de regalarle una al productor del programa, que se mudó. Sí tengo un apego insano por los libros. Y no los presto. Y los escribo mucho. Los libros no los puedo dejar ir, pero sí todo lo demás.
–¿Hay algún consumo cultural o preferencia que te reserves únicamente para vos, que no compartas?
–Nunca hablo de política al aire y eso que yo soy muy politizado. Me encanta hablar de política, pero con mis amigos, y tengo una convicción política clara; cualquiera que me escucha con atención sabe cuál es, pero me parece ajena a la esfera donde me muevo, lo reservo para la mesa de café. No por una estrategia marquetinera, sino porque sé que quienes me escuchan lo hacen por otra cosa. Eso sí, lo que se me hace insostenible no decirlo, lo digo. La semana pasada lo hice con los tarifazos y me agarraron los trolls y me empezaron a decir "el peroncho"; también hablé cuando salieron la ley de matrimonio igualitario y la de identidad de género, y en el debate por la legalización del aborto.
–Con el feminismo, ¿cómo te llevás?
–Soy completamente adherente, y pienso que en esta época están mucho más vivas las minas que los tipos, porque las veo liderando una revolución, un cambio histórico, a veces quizá zarpado de intensidad, pero siempre es así: en la década del 60, los negros en Estados Unidos tuvieron que irse a un extremo y lo mismo pasó con los gays, después se equilibra. A mí no me asusta eso, pero los veo a los tipos alelados, temerosos de hablar; yo no tengo miedo porque estoy seguro de lo que pienso y, si no, expreso mis dudas. Es un momento para repensar todo.
–Siendo un tipo comprometido, ¿en algún momento sentiste culpa por dedicarte a este periodismo blando, de consumos culturales y placeres?
–No, culpa no, porque vengo de una familia laburante, madre docente, padre vendedor de seguros, hiperconsciente del entorno y, por eso, promulgo el concepto de buena vida posible, no alejada, no delirante. Yo creo que la vida bien curada e inteligente tiene que ver con desplazarse poco por la ciudad, dormir la siesta cuando podés, leer: todas cosas que son gratis, o muy baratas, y que yo hago. O, simplemente, como decíamos antes, tomar un buen café.