Negro Fontanarrosa, su confesión inconfesable
Roberto Fontanarrosa no murió. No voy a caer en el cansado lugar común de decir que no murió porque lo guardamos en la cálida memoria de nuestros corazones. Aunque no hay duda de que así será, cuando realmente muera. No, aquí no hay metáfora: el Negro más mentado de la literatura argentina vive, respira. Y este Caminante Quieto lo afirma sin eufemismo literario. Ahora bien, si no murió el 19 de julio de 2007, ¿por qué caramba no está? Porque huyó escapando de la Justicia: debe una muerte. Y esto también dicho sin metáfora. Mató, hace una punta de años. Crimen perfecto, casi. Repito: esto no es jodienda. Pasó. ¿Y por qué permaneció oculto? Y bueno, estamos en la Argentina.
En este minuto voces indignadas dicen que estoy desnucando el arte de injuriar. Pido calma y paciencia. O viceversa. Por mis padres, juro que demostraré con los hechos que Fontanarrosa Roberto, alias El Negro, mató a un ser humano; y no en una historieta o en un libro. Esa es la causa de su huida, de su simulación de muerte. Para dar pruebas fehacientes me remito a un libro que escribí con el Negro, Fontanarrosa, entregate. Y vos también, Boggie. Y usted también, Inodoro (Ediciones de la Flor, 1992). Fue bastante afanado el libro, pero en fin. Ahí me asomé a su vida a través de tres arduos interrogatorios: uno a él, otro a Boogie y otro a Pereyra. Las respuestas del Negro son reales y las de sus personajes, textuales, destejidas de sus historietas. En algún momento del libro surge la revelación del crimen cometido. El me lo confesó, y con estremecedores detalles. ¿Qué fue lo que me contó? Si lo digo ahora, lectores, ustedes se me rajan.
Con Boogie y las visitas
Para ir elongando, comparto tramos de Fontanarrosa, entregate... Empiezo con Boggie, siniestro personaje que en materia de crueldades se habrá sentido como pez en el agua en la desollada Argentina de 1976 y siguientes. A Boogie no lo fui a buscar, él tocó el timbre, lo invité a pasar porque ya estaba adentro:
–Mi nombre es Boogie. Pero me dicen El Aceitoso.
–¿Y qué lo trae por aquí?
–Pensé que usted sería mucho más feliz si tuviera un guardaespaldas que velase su sueño.
–Gracias. ¿Para qué guardaespaldas? Si no tengo poder ni…
–Pero espalda tiene. Precisa cerca alguien que no trepide en disparar.
–Boggie, para disparar estoy yo.
–Renacuajo.
–Gracias. Ya que estamos, cuénteme, ¿qué siente cuando mata?
–Si uso silenciador no siento nada.
–Hábleme de su padre.
–Fue un pacifista… Hizo la campaña del Pacífico degollando japoneses.
–¿Hijo único usted?
–Hijo único. Mi hermano murió en Vietnam. Lo pisó un tanque. Recibimos el sobre. Todavía no sabemos si ponerlo en un panteón o en un bibliorato.
–Boogie, ¿café, té, mate?
–Whisky. Y patatas.
–Seré curioso: ¿hasta qué edad usó pañales?
–Tenía ocho años y aún me orinaba encima. Bebía mucha cerveza.
–Tengo la impresión de que usted padeció muchas injusticias en su niñez…
–Sí, una vez me regañaron por sacarle la lengua a mi abuela.
–Cosa de chicos.
–Pero fue con una tenaza.
Y la conversación siguió. Por ahí quise tomar una papa frita y Boggie me atravesó la mano con un tenedor. Inesperadamente, fueron llegando visitas. El primero, Gandhi. Le dijo de todo: hasta latinoamericano.
–Flacuchento, toma esta navaja, empújala contra el estómago de cualquiera y pídele dinero. ¡Con eso comerás, sucio pacifista sin proteínas!
–El perdón es mucho más viril que el castigo. Enaltece al guerrero.
–¿Perdón dijiste? Cuida el vocabulario... a ver si tengo que gastar una granada en esta cucaracha blanca.
–¿No ha demostrado la bomba atómica la ineficacia de toda violencia?
–Alfeñique, por culpa de cobardes como tú hubo tan poca gente en el acto de protesta contra la finalización de la Guerra de Vietnam.
Mejor váyase, Gandhi, le dije. Boogie había alzado su Magnum. Después fueron llegando Alfonsina Storni, Camus, Girondo… y los diálogos con El Aceitoso resultaron escalofriantes. Por fin solos, le expliqué a Boogie que la violencia que él expresa también brota a través del hambre, la desocupación, las inalcanzables mujeres de las tapas de las revistas. Hasta que advirtió que se había terminado el whisky… entonces bang… bang…
–Ay… ¿por qué tuvo que dispararme en… las rodillas?
–No te quejes, renacuajo. Ahora quedarás así de chiquito. Encontrarás al niño que eras.
–Gracias. Usted es verdaderamente derecho… y humano.
–Todo lo humano me es ajeno.
–Boogie, ¿sabe por qué usted es un hijoderremil…? Porque está resentido: después del ’76 los héroes de la impunidad lo superaron. Y además, porque jamás pudo digerir que su autor, Fontanarrosa, fuese un negro… Sin embargo, Boogie –le digo mientras me desangro–, veo en usted un fondo de tristeza.
–Oye, no es para menos: hace veinte años que trabajo en esto. ¡Y todavía no he matado un Kennedy…! Renacuajo, adiós. Te regalo esta granada. En el cabezal hay un anillo. Sácalo, es para ti.
–Aprecio su sentido del humor.
–El único sentido que tengo es el sentido pésame.
Con Inodoro y los notables
Y los detalles del crimen de Fontanarrosa, ¿para cuándo? Calma y paciencia. O viceversa. Antes cuento algo de lo acaecido cuando llegamos al rancho de Pereyra con un grupo de notables. Los tremendos olores que flameaba el viento recluyeron a la delegación en el ómnibus. Favorecido por mi carencia de olfato, me arrimé. Comparto tramos de la charla con ese gauchito pendenciero, pero maravillosamente inofensivo.
–Buenas, Pereyra… me llamo Rodolfo y vengo con…
–No pregunto cuántos son sino que se vayan yendo.
–Resulta que estoy escribiendo sobre Fontanarrosa, y la tercera parte del ensayo es con usted.
–Mucho ensayo, ¿y pa’ cuándo el debut?
–Pereyra, al grano: ¿cuántos son en su casa?
–Acá somos cuatro. Yo, Eulogia y Mendieta.
–Cuatro dijo.
–Cuatro con usté.
–Usted, el jefe de la familia.
–Ahura soy jefe. Empecé de cadete.
–Ahí veo a su perro. ¿Es verdad que habla?
–Se defiende.
–Simpática su casa…
–Aquí no haberá lujo, pero tampoco es limpio.
–Ya se ve, usted ha tenido roces con la pobreza.
–Yo hasta la palabra tengo empeñada. Como sea, mi pobreza está forjada a punta de honestidad, y aquí no falta el fiel mate amargo y caliente como china en el baile.
–Ya veo, lo pobre no quita lo caliente.
–Qué quiere, soy una protuberancia ardua del ser nacional sobre la pampa genital y húmeda.
La conversación con Inodoro siguió, cordial. Me contó que Mendieta le había enseñado que "el subdesarrollo es fulero, pero al menos es sano". Me aseguró que era un gaucho "preñado de acervo nativo"; ahí le pregunté si era transformista. "No, soy gaucho de la primera hora, un frilance al que las coplas le brotan como agua mineral."
En cierto momento, varios notables se pusieron los pañuelos como barbijo; intentaban sumarse a la conversación. Desistieron cuando Victoria Ocampo detectó una vinchuca… A Pereyra se le humedecieron los ojos. Bajito dijo: "Pobre vinchuca… en cualquier momento le van a echar la culpa ’e la muerte de Lavalle también".
Pasado el trance, seguimos conversando, yo como intermediario de papelitos con preguntas de los notables: Yupanqui, Hernández, Zitarrosa, María Elena Walsh, Martínez Estrada, Facundo, Fellini, Serrat, Víctor Hugo Morales, Kierkegaard, Miguel Angel Solá, Mishima, Borges… Hablamos de todo: sida, Dios, ecología, conquista del desierto… Aquí Pereyra se indignó: "Bien podría Roca atacar a la hormiga, inseto desconsideráu, en lugar de andar sableando infieles…" Después, al oído me contó que su caballo se llamaba Mentira "porque tiene las patas cortas". En cierto momento, Inodoro tuvo que atender una urgencia intestinal y aproveché para charlar con Mendieta. Parco y preciso, me dijo que era "un dogo argentino que salió mal". Que era "el perro de cabecera de Inodoro". También, con la voz quebrada, me comentó: "Si un hombre se vuelve malo, ¿cómo lo llaman?" Malvado, le dije. "No, Rodolfo, lo llaman perro".
Cuando volvió Pereyra, aliviado, le transmití preguntas en las que habían coincidido Sartre, Yourcenar, Ortega, y Gasset también: "A qué corriente se adscribe: ¿al idealismo platónico, al realismo aristotélico, al vitalismo ortegueano?" No titubeó: "Yo estoy con el pensamiento intrascendental." Y sobre la muerte, ¿qué? "La muerte no me asusta. Sólo sus consecuencias."
Hubo una respuesta de Pereyra que produjo un aplauso cerrado. Fue cuando le pregunté si no era una paradoja que él, que nunca había matado ni a un pajarito, marcara hacienda. "Lo he hecho, pero sólo con calcomanías. ¿Qué quiere? ¿Que ande como un sádico quemando animales con un fierro?" Aprovechando el cordial bochinche le hice la pregunta más peliaguda:
–Pereyra, corajudo como es, ¿cuándo se va a animar a pegarse un baño?
–Si me baño me descapitalizo. ¿Usté sabe lo que vale la tierra por esta zona?
Y así arribamos al final. Viril apretón de manos. Adiós. Adiós. El viento silbaba, "como haciéndose el distraído. Hacia el Oeste empezaba a colorear la conciencia de clase". Ya en el ómnibus, los famosos discutían: varios se arrogaban el derecho de conducir. Quedó al volante Borges. Alguien argumentó: "Un ciego manejando; así nunca vamos a encontrar el ser nacional". Don Borges murmuraba: "En la pampa de los senderos que se bifurcan, lo mismo da; todo es sendero, todo es unánime camino." Ya a punto de partir, vi que Pereyra se desplomaba. Quedó con su cara, sola y poca, ante el cielo total. ¿Un infarto? Salté del ómnibus. Sin aliento llegué junto al cuerpo inerme. Tenía los ojos abiertos, no pestañeaba, pero… ¡respiraba!
–Don Inodoro, ¿qué le ha pasado? ¡¿Qué?!
–No se asuste, Rodolfo… a veces yo me hago el muerto.
–Pero, ¿para qué hace eso, hombre?
–Pa’ saber quién va a llorarme.
Por fin, la confesión del Negro
Todo llega. También el momento de compartir tramos de la entrevista que le hice hace quince años a Fontanarrosa para el libro. ¿Pero cuál, cuál fue el crimen del Negro? Calma y paciencia, o viceversa. Antes, comparto algo de lo que me dijo entonces, cuando era valorado como historietista, pero minimizado como escritor.
–Qué raro, Negro, que en vez de un perro no hayas puesto como interlocutor válido de Pereyra a un caballo.
–La lógica era un caballo. Pero es un animal difícil, desconsiderado para un dibujante. Uno se pone mañoso. Por ejemplo, Pereyra se fue haciendo grande de cabeza y de manos, mientras se achicaba su cuerpo. Subirlo a un caballo es un laburo bárbaro. Preferí hacerlo caminar al hombre. La vagancia te va llevando a la síntesis. Por eso lo que más me gusta dibujar es la pampa. Hago una línea y chau.
–¿Qué le pasa a Fontanarrosa cuando hace a Pereyra y qué cuando hace a Boogie?
–Haciendo a Inodoro me divierto muchísimo: es absurdo, incluye humor lunático. Con Boggie la cosa es distinta: a veces me inquieta que se suponga que es una exaltación de la violencia. A los nazis, Boogie les puede caer muy bien… Yo quisiera que el tipo resultara desagradable, siempre.
–Si se te cruzara un fulano como Boogie, ¿qué te…
–Me cagaría en las patas.
–En tal caso, te convendría apelar al Inodoro.
–Para que me defienda. La gente como Boogie no me gusta nada. Quiero decir públicamente que es una mierda.
–En tu vida, ¿tuviste peleas frontales, duras?
–Poca cosa. Una de recreo y una casi pelea jugando al fútbol, miserable como anécdota. Jamás me han sacado en la cancha ni una tarjeta amarilla… Es grave.
–Todavía no hablamos de tus creencias religiosas.
–Estoy en el promedio. He cursado catolicismo de oyente. Mi primera comunión fue mi última incursión en los templos… Bah, creo que Algo Superior debe haber por ahí que equilibra las cosas, que no permitiría, por ejemplo, que Rosario Central se fuera de nuevo a la Primera B.
–Y si pasara que Central baja a la B, ¿qué pensarías del Algo Superior?
–Ingresaría de inmediato en el ateísmo.
–Estamos ahora en El Cairo. ¿Qué es El Cairo?
–Un café. Todos los días trabajo hasta las seis como un negro que trabaja. Después ¡al Cairo! Es mi recreo. En la mesa de siempre, me ubico mirando hacia la puerta principal. Jamás dando la espalda a la calle. Aquí no se exige ni siquiera que uno hable. Ni que preste atención. Nada. Se comparte la mesa con gente que en algunos casos no tiene oficio conocido. Es un lugar fantástico porque se puede hablar boludeces… Aunque debo reconocer que El Cairo ofrece algunos inconvenientes. Ir a sus baños no deja de ser una aventura inquietante...
–La sombra de algún recuerdo, Negro, te oscureció todavía más…
–Hace… como un año (en el ’91), para poder arribar al sitio donde se hace pis teníamos que pasar la pierna sobre un tipo enorme que estaba acostado, a todo lo largo del baño. Así las cosas, tres días… Hasta que nos calentamos: ¡el baño no es un lugar para ir a dormir! Pero resulta que no estaba apolillando, estaba muerto. ¿Ves? Son las cosas incómodas que ofrece El Cairo.
La conversación tuvo sus idas y venidas. Me contó sobre sus padres; sobre el secundario, donde "recibía la enseñanza como un sadismo y la matemática como una perversión del espíritu". Me aclaró que "ser rosarino significa que uno ha nacido en Rosario. Un lugar que no tiene mar, ni montaña ni casino y cuyo rasgo característico es no tener rasgo característico". Sobre su primera experiencia sexual, me dijo: "La espero con optimismo: tengo enorme fe depositada en ese día. Que llegará. Y será inolvidable para mí".
Llevábamos días de conversaciones cuando (atención, atención) noté que no había dicho una sola palabra sobre sus abuelos. Le pregunté y respondió evasivo: "Nada importante que decirte… Puedo dejar constancia, eso sí, de que Alicia Woelklein, la madre de mi papá, era una vieja..." Los abuelos suelen ser viejos, Negro. "Quiero decir que era una vieja de muy mal carácter. Mejor cambiemos de tema." ¿Por qué? "Por nada, por nada. Cambiemos de tema." Y el Negro se levantó de la mesa. Tan repentina decisión me dejó fea espina.
Al día siguiente, para distendernos un poco, hablamos sobre la muerte. Sobre su muerte. Qué curioso, este tema crucial Roberto no lo esquivó.
–Negro, tras la pitada final de la vida, ¿qué nos espera?
–En mi caso, estimo que comenzaré mi retiro del campo de juego… para iniciar luego un descenso por las escaleras del túnel hacia algún lugar misterioso y temido.
–Ya mismo: tu opinión sobre el Todo. Y sobre la Nada.
–El Todo es el reverso. De la Nada. Uno toma la Nada, la da vuelta, raspa un poco la parte de abajo y va apareciendo el Todo. En cambio, si da el vuelta el Todo, no encuentra nada.
–Hagamos un poco de necrofuturología. Supongamos que vos, Fontanarrosa, morís. ¿Qué diría en tu necrológica, por ejemplo, Juan Sasturain?
–Sasturain terminaría así: "Buscamos al final de la biografía del Negro Fontanarrosa la palabra «Continuará», pero sólo hallamos un desconsolado y tajante «Fin de episodio»".
–¿Qué líneas póstumas les dejarías a tus personajes? Por empezar, a Inodoro.
–"Cuídelo a Mendieta, Pereyra."
–¿A Mendieta?
–"Cuídelo a don Inodoro, Mendieta."
–¿A Boogie?
–"Cuídese, Boogie."
–¿A Sperman?
–"Pare un poco la mano, Sperman."
–Negro, una preguntita más. ¿Alguna vez mataste a alguien?
–Nooo. Te digo que no.
–Cada vez respondés con menos convicción. ¿Asesinaste en la realidad, fuera de tus libros? Hablá. Dale.
–La madre de mi viejo… Era mi abuela…
–Lógico. Dale.
–Vivía con nosotros, tenía arterioesclerosis, jodida de carácter...
–¿Y? Dale.
–Mi juego preferido era con los soldaditos de… de plomo. El juguete ideal para un niño de condición modesta. Cuando se le sale la cabeza, palillo y pegalotodo… Pero tuve un soldadito que de tanto arreglarlo no tenía arreglo.
–¿Esa es la muerte que tanto te tortura, Negro?
–No he concluido. En vista de que mi soldadito no servía más, decidí incinerarlo. Un funeral... Lo metí dentro de un tarrito de aluminio. Traté de prenderle fuego en el patio, pero había viento. Era la siesta, hora de las grandes cagadas. Me fui adentro para prender fuego al soldadito. Al principio costó para que la llama tomara, pero después se alzó, tomó una cortina, salí a los pedos, un griterío terrible. Mi abuela también se puso a correr. Todo se hubiera arreglado con un sifón de soda, un balde de agua y chau, pero cundió el pánico, ¡cómo gritaba mi abuela! La cuestión es que mi abuela tuvo en el acto un infarto. El clásico síncope. Quedó seca. Por mucho tiempo yo tuve miedo a la noche y al fuego. Pero no me queda sensación de culpa. En aquella época los psicoanalistas no se usaban.
–En otras palabras, Fontanarrosa, que mataste a tu abuela.
–Fue un accidente.
–Admirable lo tuyo. Con la coartada de la niñez, crimen perfecto.
–Por favor.
–Técnicamente hablando, sos un asesino. Perdoname, yo con abuelicidas no hablo.
–Qué culpa tengo yo de no sentir culpa…
–Canalla.
–Lo soy de alma.
–Adiós, Fontanarrosa Roberto.
La despedida fue sin siquiera apretón de manos. Dejamos el estudio. Afuera, noche por los cuatro costados. Caminamos, sin mirarnos, buscando la avenida central de Rosario. De pronto Fontanarrosa me tomó de un brazo y me susurró: "Escuchá, Rodolfo… No se escucha nada".
Posdata
He aquí el crimen que Roberto me confesó en 1992 y que, textual, fue narrado en la apertura de Fontanarrosa, entregate. Parece que alguien compró el libro y se enteró; ahí fue que el Negro sintió que la Justicia iría por él. Entonces, el 19 de julio pasado simuló su muerte. Y huyó. ¿Y ahora? Difícil apresarlo porque, Negro como es, le resultará muy fácil traspapelarse en la noche. ¿Y de día? De día tendrá cobijo en millones de hogares patrios. Para dar con él, más que un allanamiento habría que hacer un censo. ¿Y si se intentara su pesquisa deteniendo a sus personajes? También inútil: porque Boogie hace que está fuera del país, dándole una mano(pla) al hijo de Bush en las torturas persuasivas a los morochos iraquíes. Porque Mendieta cada día habla mejor y hasta podría conducir con soltura idiomática un programa televisivo. Y porque a don Inodoro le basta con pegarse un buen baño para despistar a quien fuera o fuese.
Difícil, imposible, será atrapar al asesino de su abuela, Fontanarrosa Roberto. Por lo demás, este crimen tranquilamente puede quedar guardado en la impunidad del amor que le tenemos. Lo importante es que a nosotros nos consta: El Negro no murió; está vivo con todas las letras, anda por ahí.
Momento de juramentarnos: nadie debe enterarse de que Fontanarrosa cometió un flor de crimen perfecto. Que quede entre nosotros el secreto. Y él.
rbraceli@arnet.com.ar
El autor es escritor. Autor, entre otros libros, de Fontanarrosa entregate (Ed. de la Flor)
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