Nariz operada
Esta historia que voy a contar no la pedí prestada, no la inventé, no la robé. Es la historia de lo que me pasó a mí, la autora de este libro, cuando en el año 1968 decidí operarme la nariz.
Yo tenía dieciséis años, un novio que me venía durando desde los trece y una nariz grande, ganchuda y jorobada. Novio y nariz eran parte de un mismo malestar.
Me sentía muy fea. Hay que tener intensamente trece, catorce, quince años para saber lo que significa sentirse muy fea. Es una sensación que no volverá nunca, ni siquiera con la auténtica fealdad de la vejez. Una vieja se compara con las otras viejas. Una jovencita se compara con las otras jovencitas y sabe que todas, absolutamente todas, incluso las que no lo saben, son más lindas que ella.
Fea y desahuciada.
Vivía en esa época en la esquina de Riglos y Rosario. El viaje entre mi casa y el colegio lo hacía en el subte A. Eran vagones antiguos, con muchos espejos, en los que me miraba de reojo.
Quien se mira siempre de reojo, se ve siempre de perfil.
A veces, en el viaje, conversaba con alguno de mis compañeros, y de pronto, sin quererlo, me veía a mí misma en uno de los espejos. A quién le puede interesar lo que decís con esa cara, pensaba, desolada. Por qué no te callás, mejor, con esa cara. Y me callaba.
Quiero decir, con esa nariz, con esa cara, ¿para qué peinarme? ¿Para qué ponerme la minifalda o los primeros zapatos de taco alto? Con esa nariz, con esa cara ¿para qué vivir?
Salía con Sergio desde hacía dos años. Me quería, y eso lo volvía despreciable. Sólo un hombre que no tenía éxito con las mujeres podía conformarse con una novia tan fea.
Sergio era mi última oportunidad. Nadie quiere a su última oportunidad. Uno se limita a agarrarla fuerte y tratar de que no se le escape. Los adultos te dicen, cuando tenés esa edad, que tenés toda la vida por delante. Pero no es cierto.
Mi novio estaba en contra de la operación, pero mamá estaba a favor. Qué espantosa debía ser mi cara, pensaba yo entonces, para que no le gustara ni a mi propia madre.
Los adolescentes arrastran todavía parte de la inocencia sin piedad de la infancia: mis compañeros del secundario me decían "Pingüino".
El gran defensor de mi nariz, además de Sergio, era mi padre, que insistía en alabar mi cara de turca. Pero era una causa perdida.
Para operarse de la nariz, conviene asegurarse de que dejó de crecer. Eso sucede alrededor de los diecisiete años. Yo contaba los días, las horas, los minutos.
Dos meses antes de cumplir los diecisiete hicimos la primera consulta con un cirujano famoso. Era un hombre de cierta edad, con el pelo entrecano y un bigote de los que transmiten seguridad y tradición. Nos dio una mano enérgica, confiable. Habló con nosotras durante cinco minutos.
-¡Qué preciosa carita! -dijo mirándome- ¡Qué ojos! Lástima la nariz, por supuesto. Mire esto.
El médico hablaba con mi madre sin dirigirse a mí en ningún momento. Con un dedo índice de cada mano formó un ángulo que, superpuesto a mi nariz, tapaba la joroba y el gancho y la devolvía a proporciones dignas de una tapa de revista. Se convino en que la operación sería con anestesia total, en su consultorio. No hacía falta internación. Después nos dio hora para la semana siguiente y eso fue todo.
En diez minutos se había decidido, casi sin hablar conmigo, mi cara, mi vida, mi destino.
Una repentina necesidad de ser honesta me hizo romper mi relación con Sergio antes de la cirugía. Dolió. Lloramos, nos despedimos, y nos separamos lastimados.
El día señalado papá me acompañó también, a pesar de que no estaba de acuerdo con mi decisión. En la sala de espera conversamos con una chica peruana cuya hermana estaba en el quirófano en ese mismo momento. Me hicieron pasar a una salita con dos camillas. Detrás de un biombo me esperaba una bata verde.
-Para que no te manches la ropa con sangre -me explicó la enfermera.
Mamá estuvo conmigo hasta la inyección de anestesia. A las dos nos llamó la atención que la peruana no hubiera salido todavía de la sala de operaciones cuando vinieron a buscarme a mí.
Me acosté en la camilla. Mamá me tenía de la mano. El anestesista preparó la inyección.
-Cuando te empiece a pasar la anestesia, contá hasta diez en voz alta -me dijo.
Me clavó la aguja en la vena. Yo dije uno, dije dos y sentí que una oleada de oscuridad subía rápidamente, como una inundación, desde los pies hacia arriba. El negro absoluto llegó a mi cabeza antes de que alcanzara a decir tres.
A continuación me desperté, mamá seguía teniéndome de la mano y todo parecía igual, sólo que tenía una sensación rara en la cara y respiraba por la boca. Me hicieron sentar despacio. Antes de mirarme al espejo me toqué la cara vendada, que estaba empezando a hincharse.
En la otra camilla había una chica con un yeso en la nariz, un vendaje que lo sostenía y los ojos más hinchados que los míos. Seguía dormida. La enfermera trató de despertarla sacudiéndola y golpeándola en los brazos. En ese momento entró el anestesista.
-Que duerma un rato más la peruanita. Le tuve que dar bastante -le dijo a la enfermera-.Una chica tan linda. Por suerte para nosotros las mujeres nunca están contentas con su cara.
Media hora después, la chica peruana todavía no se había despertado y se percibía cierta alarma en el aire. La hermana había entrado y la llamaba por su nombre, mientras el anestesista y la enfermera hacían distintas maniobras para volverla en sí, como moverle suavemente la cabeza de un lado al otro, golpearle los brazos o tratar de incorporarla.
Su cara, ahora, se había hinchado monstruosamente. Los ojos desaparecían debajo de los párpados llenos de sangre. La miré un poco impresionada: así iba a estar yo misma muy pronto.
En cuanto se aseguró de que su hija estaba bien, mamá se acercó a la otra camilla y se puso a conversar con la hermana de la peruanita operada, que parecía estar entrando en pánico.
Así nos enteramos de su historia. Alelí (el nombre es ridículo pero verdadero) tenía diecinueve años y estaba a punto de casarse. Había venido de Lima a Buenos Aires con su hermana Mariela para comprar su traje de novia y su ajuar. Una vez acá, había tomado la decisión de hacerse una estética de nariz.
La historia parecía disparatada, pero no lo era. Este cirujano plástico argentino se había puesto de moda en cierto círculo de la alta sociedad peruana. En esa época, en ese grupo social, venir desde Lima a comprarse ropa a Buenos Aires era relativamente común. La decisión no había sido tan precipitada y espontánea como nos contaron al principio. Alelí había planeado su operación rigurosamente y en secreto porque sus padres y su novio se oponían.
En Buenos Aires, el cirujano las había convencido de que la cirugía estética era una intervención sencillísima: no habría internación, volverían ese mismo día a la habitación del hotel, podrían tomar el avión de vuelta a Lima una semana después sin ningún problema.
No les había dicho, en cambio, que se le iba a hinchar la cara, que tendría durante mucho tiempo enormes moretones debajo de los ojos... y que la anestesia general siempre puede incluir algún efecto imprevisible.
En ese momento, las dos personas que se ocupaban de Alelí habían conseguido incorporarla y hacerle abrir los ojos. La chica alcanzó a decir el nombre de su hermana Mariela, se puso increíblemente pálida y volvió a caer en la camilla, desmayada.
Mariela nos miró con desesperación. Tenía veintidós años y era azafata de cabotaje en Perú, pero nunca se había visto en una situación así. Mamá me consultó. Yo me sentía incómoda, un poco mareada y con malestar, pero dije que sí, por supuesto, cómo íbamos a dejarlas allí. Ya prácticamente las estaban echando del consultorio, tratando de convencer a Mariela de que llamara a un taxi por teléfono y de que en el hotel su hermana se iba a sentir mucho mejor.
En resumen, las trajimos a casa. Alelí y yo empezamos a reponernos juntas. El posoperatorio de la cirugía plástica no es doloroso, pero sí desagradable. Hay que soportar durante varios días unos tapones de algodón que llegan hasta el fondo de la nariz. Hay que dormir sentada, respirando por la boca. Sobre todo, hay que mirar a ese monstruo deforme que trata de sonreírnos en el espejo, haciéndonos la ilusión de que algún día (lejano) se convertirá en cisne o en princesa.
Yo estaba muy deprimida. Nada más triste que llorar con tapones en la nariz y los párpados tan hinchados que sólo es posible ver a través de una minúscula grieta flanqueada por las pestañas. Extrañaba a Sergio y tenía que contenerme para no llamarlo.
Alelí estaba peor. Los primeros días se desmayaba cada vez que trataba de levantarse. Vomitaba con dolor. Cuando se sentía mejor, lloraba abrazada a su hermana Mariela, buscando una manera de explicar a sus padres y a su novio que iban a tener que postergar (hasta que su cara estuviese en condiciones) la gran fiesta de bodas que estaban preparando desde hacía un año.
-Tu nariz, ¿cómo era? -le pregunté un día.
-Chata, ancha, sin relieve -me contestó con desprecio.
Me sorprendió. Yo había odiado mi nariz, pero no la despreciaba.
A los dos días el médico nos sacó los tapones. Respirar normalmente alivió el malestar y la tristeza. Nos poníamos compresas de té de malva, bien frías, en los ojos. Nos sentábamos a comer una enfrente de la otra, casi sin levantar la vista para no vernos. Tomábamos sopa con fideítos chicos. Tragar daba trabajo.
A los cinco días la hinchazón nos había bajado de los ojos (que seguían violetas) a las mejillas y la boca. Alelí se había recuperado casi por completo y Mariela estaba un poco harta de vivir bajo las órdenes de mamá, que siempre fue tan generosa como exigente.
Muy agradecidas, pero felices de recuperar su libertad, las dos hermanas se fueron al hotel. Nunca las volvimos a ver, aunque mientras estuvieron en Buenos Aires nos hablamos por teléfono y después, durante un tiempo, intercambiamos cartas.
Nos sacaron el yeso el mismo día, pero yo fui al consultorio a la mañana y Alelí a la tarde.
Me gustaría saber qué le pasó a ella en ese momento.
Para mí, ver de golpe mi nueva nariz fue una experiencia aterradora.
En el espejo del consultorio había otra cara. Una cara que no era la mía. No me vi a mí misma más linda: vi a otra persona.
Una hora después, en un bar, mis padres seguían tratando de calmarme. Yo tenía delante mío un cortado con mucha leche y lloraba y lloraba desesperada, sin parar, mirándome en todos los espejos posibles: en la superficie de una cucharita, en una jarra de vidrio, en un espejo de mano, en la fórmica nacarada de la mesa, en el aluminio de la pared del bar.
La nariz, tal como me lo había advertido el médico, se había hinchado ahora, sobre todo arriba, entre los ojos, que parecían más chicos. Todavía tenía deformada la parte inferior de la cara, alrededor de la boca.
Las manchas violetas de las ojeras me duraron casi un año, pero en unos seis meses el resto de la cara se fue acomodando a su forma definitiva.
No sólo para mí el cambio era importante. Mucha gente no me reconocía. A mis parientes y amigos les costó acostumbrarse. Mis compañeros del colegio desaprobaron el cambio. Sin embargo, yo notaba que producía otro efecto en la gente nueva. Una vez que me acostumbré a esta cara, me sentí decididamente más linda. Los hombres me miraban de otro modo.
La cara nueva me cambió la vida. ¿O fueron los diecisiete años, el fin del secundario, el comienzo de otra etapa? Quién puede saberlo. Sólo puedo asegurar que sentirse linda es mejor que sentirse fea. Sin la operación quizá me hubiera pasado exactamente lo mismo. O quizá no.
Me operaron en marzo de 1968. En el mundo y en el país se estaban produciendo sucesos que cambiarían la historia. Era hora de mirar más allá de mi nariz. Y como se había vuelto mucho más chica, me resultaba más fácil hacerlo.
En el mes de junio recibimos una carta de Mariela y Alelí con una detallada descripción de la fiesta de bodas. Incluía una foto de Alelí en primer plano. Era primera vez que la veíamos sin el yeso y el vendaje.
Cuando saqué la foto del sobre, mi hermana, que estaba conmigo, dio un grito y la foto se me cayó de las manos. La cara de nuestra amiga tenía un aspecto horriblemente familiar y muy diferente del que conocíamos. Alelí estaba usando mi nariz, la mía, la de antes. La misma con la que yo había entrado por primera vez al consultorio de ese cirujano famoso por sus resultados tan naturales. La nariz que tanto me había dolido en los espejos. Mi vieja y odiada nariz.
Estoy escribiendo esta historia muchos años después. Estoy casada desde hace más de veinte. Mis tres hijas heredaron mi nariz: la nueva, la que me puso el cirujano. Me pregunto, a veces, quién habrá sido su dueña original y si todavía sería capaz de reconocerla.
Quién es Ana María Shua
Nació en Buenos Aires en 1951. Por su primer libro -de poemas-, El sol y yo , publicado cuando tenía dieciséis años, recibió dos premios. Desde entonces ha publicado diecisiete libros. En 1976 decidió radicarse por algún tiempo en Francia con su esposo. De vuelta en la Argentina, su primera novela, Soy paciente , recibió el Primer Premio del Concurso Internacional de Narrativa de Editorial Losada. En 1988 escribió una nueva colección de historias cortas ( Viajando se conoce gente ), y comenzó su carrera en la literatura infantil con los libros La batalla entre los elefantes y los cocodrilos y Expedición al Amazonas , a los que seguirían otros como La fábrica del terror (1990) y La puerta para salir del mundo (1992). En 1993 recibió la beca Guggenheim para trabajar en su novela El libro de los recuerdos . Ana María Shua es casada y tiene tres hijas.
Nariz operada forma parte de un libro de relatos llamado Que tengas una vida interesante , que Ana María Shua publicará en Emecé, en marzo próximo.
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