Nada mejor que dejarlo para después
Hasta no hace mucho tiempo, en términos de nuestra evolución, la vida del hombre giraba alrededor de los ciclos de la naturaleza. Las estaciones, las mareas, los deshielos y hasta la alternancia cotidiana de luz y oscuridad signaban nuestra existencia de modo incontrolable y sin mejor opción que rogarles a los dioses por algo de fortuna. Muchas festividades religiosas actuales llevan la marca de antiguos rituales paganos que sobreviven en ellas y son herencia de la época en que una buena o mala cosecha implicaba para una comunidad la diferencia entre la vida y la muerte.
Hoy, las cosas son diferentes: inventamos cómo abrigarnos del frío, iluminarnos en la oscuridad y conservar los alimentos para que nunca falten. El clima es para nosotros, urbanos y civilizados, apenas un tema de conversación y hasta nuestro calendario dejó de regirse por solsticios y equinoccios. Pero... ¿qué tan lejos estamos de aquel hombre primitivo que interrogaba aterrado el movimiento de los astros?
Mal que nos pese a nosotros, lógicos positivistas, el pensamiento mágico sigue presente en muchas de nuestras decisiones. Nadie empieza una dieta un sábado, ni pone un proyecto en marcha a fin de diciembre. Al igual que nuestro abuelo Neandertal... esperamos el nuevo ciclo. La expectativa ilusoria de que por el solo hecho de que sea lunes o -mejor todavía- Año Nuevo, algo pueda resultar favorable, nos muestra cómo somos: herederos sofisticados de un antepasado que sólo podía rezar por un cambio en el tiempo nuevo. Lo curioso es que él tenía buenos motivos: tal vez el fin del invierno le traería mejores vientos, mientras que hoy apostamos nuestra esperanza a una agenda arbitraria que decide comienzos y finales con criterios que hace muchos siglos se apartaron de la naturaleza.
La poderosa fuerza mágica de lo nuevo que renace cada lunes o cada enero o cada marzo (es lo mismo) nos impulsa en la sorprendente convicción de que los buenos augurios están en el almanaque y no en nuestra decisión de cambio. Extraño devenir el de este Neandertal siglo XXI, que organiza su vida en función de períodos convencionales y que, aunque viva en el enjambre de una torre y su único contacto con el verde sea el balcón, espera con fe al sol del verano y su promesa de bienestar.
Quien piense en divorciarse, mudarse o cambiar de trabajo presume que nada mejor que dejarlo para marzo. Esta singular gambeta veraniega enseña que el 1° de enero los conflictos se suspenden, de modo que cualquier decisión que suponga ansiedades o rispideces queda cancelada hasta mejor momento. A modo de ejemplo, recordemos a algunas parejas en crisis que deciden jugar en las vacaciones la última ficha antes de separarse. Tal vez, esperan que el sol haga florecer lo que el amor no pudo. La idea mágica es volver a encontrar aquel tiempo libre de rutinas, sin hijos ni horarios que alguna vez los unió.
Desde siempre, la llegada del verano auguró luz, calor y abundancia. Hoy, entre nosotros, es, además, vacaciones, descanso y -sobre todo- permisos. Permiso para el sexo, para olvidarse de la dieta, para hacer todo lo que no hacemos y, particularmente, para evitar la angustia. De todos modos, al final de tanta licencia, siempre, inamovible, estará marzo, que es el nombre que el calendario le da a la realidad.
Entre cuestiones antropológicas y hábitos actuales, el fin de año construye una suerte de complicidad colectiva que permite (y muchas veces alienta) postergaciones para todo lo complicado. Aun así, el conflicto nos alcanza y nuestras decisiones personales siempre nos encuentran solos frente a la duda y la incertidumbre de lo nuevo. Como entonces, cuando vagábamos por la llanura, las opciones siguen siendo las mismas: recurrir a la magia o a nuestra fuerza interior.
El autor es médico psiquiatra y psicoanalista
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