Renata tiene dos meses y vivimos en un velero. Ulises tiene 4 años y el viernes pasado abrieron Ilha Grande al turismo. Ese día revisé las estadísticas, hacía mucho tiempo no quería ni saber: Brasil es el segundo país del mundo en cantidad de muertes -ciento nueve mil- y acumula más de tres millones de casos confirmados por Covid-19.
El virus cruzó el atlántico durante el séptimo mes de embarazo y cambió todo: ya no pudimos viajar a la Argentina para el parto ni los abuelos pudieron volar hasta acá para conocerla; la maternidad pública dónde iba a nacer nuestra hija se convirtió en un centro de atención por el coronavirus, y eso nos obligó a levar el ancla para buscar horizontes más seguros para el nacimiento. Entonces navegamos a Río de Janeiro: fueron 12 horas de vela y motor porque el viento no era suficiente, porque fuimos demasiado conservadores con el pronóstico para cuidar la panza. El mar estaba vacío, el tránsito se reducía a un par de barcos de pescadores y algunos buques fondeados, parados, en las entradas a puerto, como si no supieran hacia dónde poner la proa. Zarpamos a las cuatro de la mañana y llegamos a la Urca, a los pies del Pan de Azúcar, justo antes del atarceder.
Los números de la ciudad maravillosa
Eran de los peores en todo el país -sólo superados por São Paulo-, así que nuestra cuarentena embarcada fue muy estricta: sólo bajamos a tierra para abastecernos de comida y para que Ulises y Lula pudieran correr un rato, siempre de madrugada, cuando desde el mar veíamos que la playa estaba vacía; con Juan practicábamos yoga en la cubierta todas las mañanas y nos turnábamos un día cada uno para hacer homeschooling con los materiales de a bordo, leíamos mucho y cocinábamos platos cada vez más elaborados, salíamos a remar en el bote y charlábamos con vecinos de otros veleros manteniendo las distancias sanitarias. Durante nuestra estadía en la bahía de la Urca conocimos brasileños -que se habían mudado temporalmente a sus veleros para escaparle a los riesgos de la ciudad- y navegantes del mundo, noruégos, estadounidenses y alemanes, varados por las fronteras cerradas de América Latina y el Caribe. Hicimos de nuestro barco el espacio más habitable y agradable que pudimos, pusimos toldos para refugiarnos del sol tropical, colgamos una hamaca paraguaya en el castillo de popa y mantuvimos un orden inquebrantable de los juguetes y la ropa. Mientras la panza seguía creciendo, y todavía no estaba claro dónde iba a nacer Renata.
Un cumpleaños muy atípico
Ulises cumplió años. Como tantos chicos en cuarentena, los abrazos de la familia grande llegaron por Zoom. Lo despertamos con el barco repleto de globos, desayunamos panqueques con dulce de leche -cortesía de los últimos huéspedes que pasaron por nuestro barco-, le hicimos una torta de brigadeiros bañada de coco rallado, y recibió la videollamada de un Hombre Araña con tonada cordobesa. Pero los regalos no llegaron a tiempo: un mes antes, previendo las demoras que podría causar la pandemia en el correo brasilero, le habíamos comprado una caja grande de bloques Legos; y cuando no llegó, y nos tuvimos que ir a Río de Janeiro, compramos con delivery otro set de Legos, esta vez de Batman, que es el superhéroe de turno a los cuatro años. Y tampoco llegó antes del 6 de mayo.
Para entonces habíamos gastado con tarjeta de crédito mucho más de lo que hubiéramos querido en regalos, pero íbamos a estar solos y teníamos que intentar compensar la falta. Así que nos fuimos a las Lojas Americanas, que venden de todo, y elegimos un tercer regalo suplente, pero la cajera no nos lo quería vender porque no era de "primera necesidad". Rogamos, señalamos al pequeño, y el gerente se apiadó de la situación. Los Legos llegarían un mes después, para amainar los celos por el nacimiento de la hermana menor.
Por nuestras redes sociales los seguidores nos ofrecieron todo tipo de ayuda para el último tramo del embarazo y para el momento del parto. Nos invitaron a quedarnos en sus casas y en cuartos de hoteles de Río de Janeiro, se postularon para cuidar a nuestra cachorra Lula y para estar con Ulises mientras Juan asistía al nacimiento y nos quisieron hacer las compras para que no tuviéramos que desembarcar en la ciudad. Una asociación de madres de Búzios -www.instagram.com/mae.a.mae-, a 300 kilómetros de dónde estábamos, nos hizo llegar dos bolsas de consorcio con ropitas de 0 a 3 meses, sábanas y mantas, mochila de porteo y pañales de tela hechos a mano. Hasta ese día no habíamos podido comprar absolutamente nada para vestir a Renata, por los locales cerrados y porque estaba demostrado que el correo no cumplía los plazos que prometía. Pasamos un mes completo en la Urca, tomados a una boya que nos dio gratis el gran Giovanni, cuidador oficial de los barcos de esa bahía. No hubo forma de convencerlo para que nos cobre: "Ustedes vinieron a tener a su hija, y ella va a ser nuestra garota de Urca". Giovanni y otros navegantes también nos sorprendieron con un montón de regalos comprados en farmacias, uno de los pocos rubros que mantuvieron sus puertas abiertas durante la cuarentena.
Dos semanas antes del parto decidimos hacerlo en una maternidad privada llamada São Francisco, del otro lado de la Bahía de Guanabara, en Niterói. En esta clínica no se atendía otra cosa que no fueran nacimientos, con médicos y enfermeros que se hacían el test de Covid una vez por semana, y habitaciones particulares. No fue barato -pagamos el equivalente a dos mil dólares-, pero así sentimos que minimizamos al máximo los riesgos. Contratamos un paquete que incluía hasta terapias de neonatología, por si acaso Renata las necesitara. Nuestro consuelo era pensar que no se tienen hijos todos los días, y que se trataba de una inversión en salud. Otra vez, levamos el ancla y nos mudamos a Niterói, más precisamente, frente a la Guarderya Beach Club, de un amigo brasileño de un amigo argentino, un club de música en vivo y playa privada que se encontraba cerrado desde hacía meses por la pandemia. En el Beach Club festejamos mi cumpleaños número 35, hubo velitas por Zoom y recibí de regalo la tabla de stand up paddle que quería desde el inicio del viaje, hacía ya dos años. Desde donde estábamos ahora hasta la maternidad eran sólo 15 minutos de Uber, así y todo, las últimas dos noches de embarazo fueron difíciles. Tenía contracciones, cada vez más seguidas, y con Juan no sabíamos si despertar a Ulises y subirnos todos al bote para remar a la playa y correr hasta São Francisco. En todo caso, todavía no lográbamos el permiso especial para que Ulises pudiera estar con nosotros en la habitación.
La hora del parto
Llegamos a término y nos internamos el lunes 1º de junio a las 17 horas. Ulises y Lula se quedaron con los dueños del Beach Club, Max y Daniele, y después ella vino a pasar la noche conmigo mientras que Juan volvió para dormir con Ulises. Fue cesárea, porque ya tenía una y porque así lo recomendaron tanto la obstetra de Brasil como la médica que siguió todo el embarazo desde Buenos Aires: "En tiempos de Corona mejor reducir al máximo los tiempos de exposición". Renata nació con 2,800 kilos, perfecta, y durmió toda la noche en mi pecho. Al otro día recibimos las únicas visitas que tendríamos, Juan y Ulises (conseguimos que hicieran una excepción por ser viajeros y no tener familiares cerca que lo pudieran cuidar), y apenas terminaron los estudios de rutina y tuvimos el alta, nos fuimos al barco.
Las enfermeras se reían, acostumbradas a las estadías normales de tres o cuatro noches: "¿A dónde va esta mamá con tanta prisa?". No podía estar más entre cuatro paredes, viendo personas con barbijos puestos, mientras nuestra bebe, tan diminuta e indefensa, estaba protegida en mis brazos. Con menos de dos días de nacida, Renata estaría mucho más segura en el mar.
Y así fue.
En la primera semana sólo desembarcamos para darle las primeras vacunas, hacer el test del pie y consultar el peso con el pediátra, porque salió de la clínica con sólo dos kilos y medio. Otra excepción fue la visita de una fotógrafa niteroense, también llamada Renata, que nos contactó por Instagram para regalarnos las primeras fotos de familia con cinco integrantes, contando a Lula, o con seis, porque también aparece el barco. A los diez días de vida, apenas me sacaron los puntos de la cesárea, decidimos navegar de regreso a Ilha Grande.
Fue la primera singladura a vela de Renata de este lado del mundo, con un viento norte ideal de 15 nudos, y el lugar que elegimos para esta nueva etapa en la proa: la isla no tiene autos, es reserva de naturaleza y está en el listado de patrimonios naturales de la Unesco. Además, prácticamente no registró casos de Covid por estar cerrada a visitantes y turistas. Durante cinco meses los moradores fueron sus dueños absolutos, y si bien faltó dinero porque casi el cien por ciento de los isleños trabaja en paseos, pousadas o restaurantes, pudieron disfrutar de un paraíso virgen y lacrado para el virus.
La apertura de la isla
Esto se terminó el viernes pasado, cuando llegó la primera barca con 250 turistas, la gran mayoría cariocas de Río.
Y las playas se llenaron. Y los restaurantes abrieron. Y las posadas ocuparon sus camas. Algunos se mostraron contentos porque volvía el trabajo. Otros hubieran preferido que la isla se mantuviera cerrada hasta la bendita vacuna. En todo caso, fue un fin de semana horrible. Después de meses de invierno en los que sólo hubo sol y calor, sopló un vendaval frío del sur que espantó a los bañistas e impidió la salida de lanchas de paseo; llovió tres días corridos, y hubo un apagón en todo Abraão, el corazón turístico de Ilha. Todavía no hay certezas de cómo va a seguir la cosa por acá, y ojalá todo vuelva a la normalidad pronto, pero nosotros, por las dudas, nos quedamos en el barco.
El futuro. Cuando abran las fronteras El Barco Amarillo va a volver a ofrecer paseos y estadías a bordo con todo incluido.
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