Entre las décadas del 30 y del 50, más de 10.000 personas viajaban todos los días a la Isla Maciel. Era un ejército de mujeres (pocas) y hombres (la mayoría), muchos ya vestidos para empezar con su jornada. Algunos de azul (los de los talleres navales), otros de blanco (frigoríficos), o con los guardapolvos bordó que usaban en las fábricas. La Anglo, Ciabasa, La Blanca eran algunas de las firmas que funcionaban en esos edificios altos, fríos y a la vera del Riachuelo. Casi todas esas fuentes laborales dejaron de existir y unas pocas sobreviven con otros nombres (como Exolgan) y otros dueños. Ya no llegan los colectivos llenos, se oxidaron los galpones, cerraron los bares, también los negocios en los que vendían uniformes y alpargatas. Roberto Arlt sintetizó en su aguafuerte Grúas abandonadas en la lsla Maciel: "Todo alrededor revela la destrucción aceptada". En ese mismo texto, escribió sobre las calles "más misteriosas que refugios de pistoleros" y la mención al hampa no es casual. Uno de los grandes estigmas de la isla es su alto nivel de delincuencia. El otro es el prostibulario, aunque las chicas también emigraron hace décadas en búsqueda de un mercado más activo.
Pero un aire de renovación sopla en la isla desde la apertura de una secundaria con especialidad en artes visuales en 2012: un grupo de vecinos comenzó a trabajar, con el apoyo de la escuela, para rebelarse contra esos lugares comunes que los hace sentir incómodos. Fueron ambiciosos. Armaron un circuito de murales, fundaron un museo comunitario, organizaron visitas turísticas y decidieron mostrar lo que queda del pasado y también su actualidad, mucho más activa y compleja de lo que los visitantes se puedan imaginar. Bienvenidos, entonces, a la famosa Isla Maciel, tal cual dicen los carteles en su entrada.
Pintó Gerardo, pintaron todos
Fue en la 24, en la secundaria de la isla, donde empezó todo. Más precisamente en una clase de Plástica, cuando una alumna pidió que vieran técnicas relacionadas con el street art, por no decir graffiti, que suena tan retro. Entonces al profesor Gerardo Montes de Oca se le ocurrió armar un circuito de murales que tuviera una triple función: de expresión para los jóvenes locales, de recepción de artistas (muchos de otros países) y también como atractivo para los turistas. "Quién se va a animar a venir", dijeron varios. Gerardo y sus alumnos subieron a las redes un video en el que invitaban a pintar murales en la isla. Al proyecto lo llamaron Pintó la Isla. La respuesta los sorprendió: eran varios los artistas que no tenían miedo de ir. "Les interesaba pintar acá porque es el lado B con respecto a La Boca, que está muy maquillada, muy comercial", dice Gerardo, con su bigote finito, y señala al otro lado del Riachuelo. Desde la orilla de la Isla Maciel, Caminito parece una señora con una cirugía de labios que salió mal y la terraza de Fundación Proa, un ovni amigable. A este lado no llegaron las inversiones, ni siquiera las refacciones. Todo está igual que antes. O más oxidado. Así lo dicen aquellos que vivieron en la isla. Una vez por año vuelven exvecinos, que se reúnen a cenar y aportan unos pesos para el museo y los materiales. En esos encuentros circulan las historias sobre los inmigrantes genoveses que vivieron allí, sobre las chicas polacas que trabajaban en un callejón, sobre los desaparecidos que se llevaron de los frigoríficos. Los más jóvenes, aunque estén mirando el celular, algo escuchan y parte de toda esa historia vuelve en los murales. En muchas paredes se evoca la época dorada de la isla y también a sus muertos, desde los más actuales, muchos con gorritas, hasta los más ancestrales, de pueblos originarios.
Al principio pintaron alrededor de la escuela, como para mostrar de qué se trataba. Así se empezó a dar un intercambio: los chicos les acercaban a los artistas algo de tomar o simplemente los miraban trabajar mientras se interesaban por los materiales, los colores, los diseños. Finalmente, se sumaron para pintar ellos su propia isla. Muchos eligen motivos futboleros (Messi, Maradona, San Telmo, el Docke, Tevez). Otros, animales, insectos, flores, paisajes. Los hay de todo tipo y tamaño, algunos más psicodélicos, con gnomos, también aleccionadores, como un hacha y la palabra "sustancia".
"El mural es una excusa para que el vecino se apropie nuevamente de su lugar y pueda resignificar donde vive. Alumnos míos no conocían su propio barrio por temor a andar por una zona desconocida. Hay muchos prejuicios y discriminación dentro del mismo barrio", explica Montes de Oca.
Cuando Carla Fodor llegó para cubrir la vacante de directora en la 24, descubrió lo mismo que describe Gerardo. Había escuchado varias historias de la isla cuando era niña y recuerda que muchos de sus compañeros del normal en Avellaneda se rateaban para ir a los burdeles. "Al principio noté que la gente estaba harta de la estigmatización y que vivía como en un gueto –cuenta–. Nadie salía de acá, ni siquiera iban a otras partes de la isla ni se conocían entre los vecinos".
¿Qué hacer? El primer objetivo de Carla fue que los pibes sintieran la escuela como un lugar presente y disponible, que representara su identidad isleña: se abrió el Centro de Actividades Juveniles (que funciona los sábados con clases de candombe, capoeira, circo, teatro, radio, cine), se organizó un Centro de Estudiantes, una radio propia y un canal de YouTube. El Museo Comunitario fue creado en la misma sintonía: recopilaron la historia del lugar y de sus vecinos a través de fotos y de objetos, para sentirse parte de una comunidad.
"Hay un gran porcentaje de chicas embarazadas o madres, chicos que tienen que trabajar para criar a sus hijos, otros con problemas de adicciones: todos factores que invitan a la deserción, y contra eso luchamos", reconoce Carla y dice que a veces se siente como si estuviera surfeando entre problemas, tratando de atajar olas que vienen de todos los costados. "A algunos chicos los dejamos venir más tarde, a otros les pedimos un trabajo práctico para justificar algún faltazo y yo luego hablo con el profesor: entre todos, compartimos la misma población, conocemos a cada chico. No podemos hacer la vista a un lado con todo lo que les pasa", dice Carla.
Gerardo trabaja hace ocho años en la 24 y conoce no solo a los jóvenes que pasaron por sus aulas, sino también a sus amigos, hermanos, padres. Pintó con todas las barras de la isla: con Los Turritos, con Los del Fondo, con La Frías, con los de San Telmo y con los del Docke. Cuando Gerardo tenía la edad de ellos, era alcohólico. Ahora espera que su trabajo en distintos secundarios haya ayudado a evitar ese destino. "Cuando veo que un chico se copa con pintar, que aprovecha la llegada de cada artista, siento que algo tiene sentido".
Hoy parte de los 200 murales de Pintó la Isla se pueden ver en las 10 manzanas del Casco Histórico. Los retratos, los escudos, las alucinaciones se mezclan con los conventillos, las calles altas por la inundación, las casas coloridas similares a las de La Boca, las construcciones bajas con ventanas de todos los tamaños. Pero los artistas entraron en confianza y se fueron mucho más allá: también pintaron por la Pinzón, la villa que está sobre la calle Martín Pinzón, y hasta en el denominado Pantano, bautizado así por la cantidad de ramas, humedad y basura. La última palabra siempre la tiene el vecino, no importa en qué pasillo viva: más de uno ha rechazado un boceto que no le gustó.
La isla en inglés
Horacio Vañasco tiene 70 años y es un pura sangre isleño. Nacido y criado en la Maciel, llegó a defender la camiseta del club local, San Telmo, más de 200 veces y participó de un equipo histórico: la tercera división campeona en 1964. Trabajó en las inferiores y, también, en algún interinato, fue técnico de la primera. Cuando era chiquito se la pasaba jugando en los potreros, la plaza o el club 3 de Febrero. Todo el día en la calle, corriendo, con amigos. Para refrescarse, se bañaban en la punta del muelle, donde entraba el ferry que dejaba ganado para el frigorífico. Calunga, así le dicen, camina por la isla con la seguridad con la que se movía en la cancha y señala dónde estaban la casa de la partera Carola ("la despertaban a cualquier hora"), la única calesita o el palomar de un vecino. Algunas señoras lo reconocen al pasar y lo saludan por su apellido. Él vuelve siempre que puede porque teme que los chicos crezcan sin conocer la historia.
Le sigue dando risa el nombre Como salga, la agrupación "humorística y musical" que formaba para el carnaval la misma gente que trabajaba en los talleres. Cada uno llevaba el disfraz que podía y juntos preparaban canciones y bailes. "Cuando jugábamos a la pelota al lado de una fábrica y se nos iba al primer piso, teníamos un compañero que se trepaba como un monito por el palo de luz y la traía de vuelta. En esa fábrica, el comedor atendía en dos turnos porque recibía una cantidad impresionante de gente. Me acuerdo también de un almacén que trabajaba un montón, de los conventillos, de una panadería que estaba enfrente, del bar de Suri, que cerró hace pocos años. Esto era un mundo de gente trabajadora que venía de Avellaneda, de Dock Sud, de distintos lados. Ahora veo que todo está destruido: las barracas, los frigoríficos. Nos quedamos sin nada. Los adultos perdieron sus trabajos, pero los jóvenes también, porque a los 16 años ya podían entrar como aprendices para soldador o tornero".
Pero desde hace un tiempo algo lo entusiasma: cuando logra combinar sus horarios laborales en el club Los Andes, Vañasco participa de los tours que, en algunas fechas especiales, son organizados por la Secretaría de Gestión Ciudadana de la Intendencia de Avellaneda. Le ha tocado hablar para diversas audiencias: fotógrafos y artistas que querían retratar la isla, simples curiosos y también a estudiantes universitarios de Estados Unidos. Sus recuerdos, cuando es necesario, son traducidos por Camila Gil Monje, de 19 años. Ella no nació en la isla, pero su familia materna sí. Durante su infancia, una vez por semana viajaba desde Lanús para visitar a su abuela. Cuando su mamá sufrió un robo en Avellaneda, empezó a sentir miedo en todas partes, menos en la isla, al revés que casi todo el mundo. Así que volvieron al barrio y se sumaron al almacén familiar en una esquina inmaculada (piso cuadriculado y chapa en las paredes), tan típica que podría haber salido en alguna de las películas que se filmaron en la isla, como La Mary, Gatica o El tesoro de la Isla Maciel. En ese local, Camila escuchó mil historias que les cuenta a los contingentes. El recorrido incluye el club 3 de Febrero, la escuela 24, una zona que fue residencial (con club de regatas y quintas), el 13 (un potrero). Luego del almuerzo en el museo, pasan por las zonas más vulnerables, como la Pinzón o El Hueco, que lleva ese nombre por los boquetes que fue haciendo la gente para ocupar unos edificios que estaban vacíos, pero no había por dónde entrarles.
"Muchas veces les interesa más el testimonio personal que la historia formal. Yo les cuento sobre Pocho, que era un vecino de mi abuela. Él construía los botes para el Riachuelo, era el único que sabía hacerlo. Me encantaba ir a su casa porque tenía una colección de revistas sobre la isla, y radios viejas, y muchos discos, algunos también con fotos de la isla". Mientras camina con los turistas, Camila puede cruzarse con su tío o su abuela y se muere de vergüenza cuando la escuchan hablando por un megáfono en otro idioma. Durante el último tour del que participó, se le acercó un nene con la camiseta de River y le pidió que le sacara una foto. Cuando estaba a punto de apretar la pantalla del teléfono, desde el balcón apareció la madre del chico. "No le saques fotos a mi hijo", gritó. Camila se disculpó y no se tomó la molestia de explicar que había sido un pedido de su hijo. "Muchos vecinos me ven con los turistas y no quieren ni acercarse. Prefieren preguntar en el almacén de mi familia. La gente se siente invadida, pero no se da cuenta de que somos los propios vecinos los que estamos caminando la isla para tratar de mostrar otra cara".
El tour se hace aún más real y actual cuando pasa por las profundidades de la isla: el Pantano, las vías de un tren que ya no funciona, la capilla. Todo está a la vista: la pobreza, la dignidad, el trabajo, la falta de él, las motos, las bicicletas donadas por distintas gestiones, los perros, las bebés, el barro, la basura, los recién llegados, los charcos, las antenas. Finalmente, con el cierre del tour en el museo, llega la venta de tortas y café. Para que nadie se sienta desprotegido, Romina Cabañas Vargas acompaña a quien necesite hasta el puente o donde haga falta. Se mueve con los ojos cerrados por la isla y conoce a casi toda su gente. Su bisabuela Chiquita vivió ahí, también sus abuelas Rafaela y Felisa, sus padres, ella, sus hijos, todos, siempre en la Maciel.
"Muchos me dicen cómo podés vivir en la isla; es un barrio con sus características buenas y malas, les digo yo". Mientras las visitas se suben a los autos o se toman la lancha (por $7), Romina camina de nuevo para su casa, cerca de las vías. Dos perros la siguen, ella saluda y se abraza con una señora con la que no se cruzaba hacía mucho. Se preguntan cómo andan todos. Todos bien, por suerte. "Cuidá a los chicos", le pide la señora a Romina. "Claro que sí", le contesta. Prometen verse más seguido. Cae el sol en la isla, las calles se van vaciando, mañana será otro día.
Para obtener información sobre las fechas de los tours:
Facebook: Museo Comunitario Isla Maciel
Instagram: @MuseoComunitario