Mujer que silbaba
Esto sucedió, me sucedió. Fue un 7 de abril, hace dos años (en otro muy lejano 7 de abril nació alguien que me enseñó a respirar). Estoy viendo aquello que me sucedió, ahora, al compás de los latidos de este minuto… Necesito compartirlo; es más, debo compartirlo. Esta historia puede prevenir a más de uno.
Seguro que lo estoy viendo: ocho y cuarto de una mañana, el cielo azul, inobjetable. Tendrá ella unos… cuarenta años. Viste como cualquier mujer dichosa de serlo, que se dirige a su trabajo en una oficina de la ciudad de Buenos Aires. Se la ve fresca, descansada, bien dormida, con el pelo entusiasmado por la reciente ducha matinal. Apetece tanta fluidez.
Aparte de su cartera, la mujer, que tendrá unos cuarenta años, no más, lleva un libro. Qué bárbaro, no es un libro de autoayuda, ni con tapa de best seller. Alcanzo a ver la palabra sol en el final del título. Si ella porta celular, qué bárbaro, al menos no lo tiene desenvainado.
La mujer, esta mujer, ya ha conseguido un asiento que da al pasillo, en la mitad del colectivo. Puedo verla perfectamente porque está a mi izquierda, y un asiento más adelante. La observo con la impunidad de quien mira desde atrás, sin ser visto.
Cruza sus piernas ella; ahora sus rodillas empiezan a tener su minuto de gloria. Abre el libro en una página que podría ser la 70 o la 80. Lee muy concentrada esa página, pasa a la siguiente; una levísima sonrisa le asoma; entramos en una calle de adoquines, maltratada; imposible seguir leyendo; cierra el libro. La interrupción de la lectura, qué bárbaro, no le cambia el semblante a su humor.
Me da gusto mirar a esta mujer. Me hace bien. Esto, más que pensarlo, lo siento.
Ahora ella está entreabriendo su cartera. Introduce la mano izquierda en los misterios de su profundidad –toda cartera es un mundo. Supongo, con aprensión, que seguro va en busca de su celular. Felizmente me equivoco: lo que ha sacado, qué bárbaro, es un caramelo. Un bello caramelo de color naranja. Lo despapela, lo deja sobre su lengua, lo muerde apenas, lo paladea con fruición. Una fiesta el caramelo en su boca.
¿Y después? No, no tira el papel, la mujer. Lo alisa una y otra vez sobre su rodilla más alta. El papel se deja. Qué más quiere. Un papel con destino, si los hay: sirvió para abrigar largamente un caramelo, y ahora, en la culminación de su trayectoria, recibe, sobre su piel de papel, esos dedos que insisten en borrarle las arrugas de su frente, de papel.
Los dedos siguen y el papelito va deponiendo el ceño; se sigue dejando.
El colectivo frena con brusquedad de colectivo de día lunes. Un par de insultos pellizcan el aire. Empiezan a gestarse las contracturas de la jornada.
La mujer descruza las piernas. ¿Se está por bajar?
No, felizmente no. Sólo eso: ha descruzado las piernas.
Gira un poco la cabeza y mira ahora hacia su derecha. Si la sigue girando se va a encontrar con mi mirada. Y entonces: ¿qué haré con mi impunidad sorprendida con las manos en la masa? Madremía, ¿por dónde salgo?
Pero la mujer no sigue girando. Y no me descubre.
Lo que hace a continuación es inimaginable, no tiene nombre: empieza a silbar.
¿A silbar?
A silbar.
Silba bajito, silba como quien silba cuando está pintando una mesa o una maceta.
Su entonado silbido continúa. El aire, nuestro aire, esto no se lo esperaba. Y como el papel del caramelo recién, el aire también se deja. Silbido mediante, la melodía es como un agüita delgada que surce las trizaduras de la mañana. A esta hora todavía creemos que el día nos puede traer algo bueno y nuevo: la esperanza se permite aletear.
En el colectivo las cosas siguen sucediendo como venían. Aparentemente. Porque la mujer que silba ha empezado a movernos resortes extraños, dormidos.
Observo cómo, uno a uno, los pasajeros que puedo ver, adelante, empiezan a darse vuelta fruncidamente. ¿Quién se anima a silbar así?
Dos hombres mueven las cejas, se ensecretan en un cuchicheo cómplice. De no ser por este incidente sonoro podrían haber viajado una década sin mirarse, sin dirigirse palabra.
Miro a los que miran a la mujer que silba. Y no hay caso, no hay quien permanezca en su centro. Un cosquilleo impreciso, inquietante, altera a cada uno. Cada uno, seguro, está tratando de revisar el aspecto, la apariencia de esta mujer. El incomodante asombro surge y se instala porque nadie descubre en ella un detalle, algo que denote anormalidad: sus facultades mentales no asoman alteradas, su sistema nervioso no parece nervioso: ningún síntoma sospechoso: nada anormal en la vestimenta, nada anormal en el peinado, nada anormal en el maquillaje, nada anormal, incluso, en la edad. No se le puede endilgar a esta mujer que silba, tampoco, la anormalidad de ser demasiado joven, con los peligros que esto implica, ni la anormalidad de ser muy viejecita, con los peligros que esto implica.
Sigue, sigue silbando la mujer que silba. Y lo peor del caso (lo mejor) es que silba como quien respira. Ante esto, tan natural, la rutina de la normalidad de pronto se siente desnudada. Entonces, la normalidad, muy corporativa ella, saca a relucir lo que íntimamente anida de patota. Ya sabemos: en el reino de lo establecido y acostumbrado, nada más impune que la normalidad.
Continúa silbando la mujer que silba. Como si estuviera en su casa y sola y sin la menor urgencia.
Pero caramba, pero caraxus, pero carajo, ella no está en su casa ni está sola: ¿cómo puede ser que esté silbando aquí, delante de todos, en un colectivo, como si nada?
Realmente, ¿no estarán alteradas las facultades mentales de esta mujer? Quién sabe. Ni yo ni tú ni él, ni nosotros ni vosotros ni ellos pondríamos las manos en el fuego.
El hombre que va a mi lado (unos 60 años, aspecto de mecánico dental) me da un leve codazo y con una levantada de ceja en dirección a la mujer que silba, me significa algo que expresado con palabras sería: “Está rayada ésta”.
Sucede un minuto, con todos sus segundos. Y suceden cinco más: tranquila, ella silba.
Entre asombrados e inquisidores, todos la miran desde la clandestinidad del disimulo.
Sensación de desasosiego, generalizada: el aire del colectivo se ha convertido en una especie de caldo. Caldo de cultivo de algo que se compone vagamente de sensaciones diversas: vergüenza ajena, descalificación, burla chiquita, creciente patoterismo que busca la larvada complicidad y que no alcanza a mostrarse, pero que está ahí, latente.
Una señora muy aseñorada, tapándose la boca como hacen los que en los restaurantes apelan al furtivo escarbadientes, entabla diálogo con un desconocido, pese a que el desconocido –su ropa lo dice– es de menor poder adquisitivo:
–¿Le parece?
–Y sí… es rara esa mujer.
–¿Y si en una de ésas ésta saca un revólver y empieza a los tiros con todos?
–Y… nunca se sabe, señora.
–Ya no se está seguro ni de noche ni a la luz del día.
–Nunca se sabe, señora, nunca…
–¿Pero qué vamos a esperar, que esta loca saque un revólver y empiece a los tiros y vaya a la cárcel y entre por una puerta y a las veinticuatro horas salga por la otra?
–Por suerte me bajo en la próxima. Adiós, señora.
–Esto no-tie-ne-nom-bre. Con el corazón en la boca vive una y cuando sale de casa no sabe si va a volver. Nunca se vieron cosas así.
¿Y la mujer que silba? Silba.
Esto que está sucediendo es por demás insólito: alguien silba con naturalidad, como si tal cosa, en un colectivo. Y a eso lo sentimos como el inapresable, agazapado, inminente estallido de locura de quien, pese a sus apariencias, no debe de estar en su sano juicio. No del todo.
Nuestra cordura, prolijidad, prudencia, nuestra adultez adulterada, nuestra civilidad, produce esta sensación casi insoportable: estamos escandalizados ante una mujer que simplemente está silbando, como si el mundo, el de afuera, fuera una casa.
Han pasado dos años desde que fui testigo de esa mujer que silbaba tranquila, en un colectivo. Dos años. Hoy, sin saber bien por qué, vuelvo sobre aquel episodio. Lo repienso. La conclusión que saco es que aquella temeraria loca que se puso a silbar, era, entre todos nosotros, la única persona todavía alumbrada de plena salud.
Nosotros, los escandalizados, estamos fritos. De rutina. Porque perdimos el candor, despilfarramos lo que no tiene precio ni retorno: la vida.
Me gustan los íntimos desafíos. Mañana, cuando suba al colectivo, por ahí me pongo a silbar bajito. Tengo que hacerlo. Debo. ¿Lo haré? ¿Me saldrá el silbido? No sé si me dará el cuero. Si tendré, para eso, los güevos que hay que tener. Y la salud.
Posdata. Mañana ya es hoy. Pasé una noche densa, peor que aquellas que precedían a mis exámenes de facultad. En cuanto apagué la luz, cometí la imprudencia de dormirme: me sentí como dentro de un lavarropas; en vez de agua, miedo, sabor a pánico. Tuve un sueño; en realidad, una pesadilla.
Quiero sacármela de encima: me encuentro en una habitación de altísimas paredes, sin ventanas y sin puertas visibles. Todo blanco, hasta el techo. Estoy sentado en una silla también blanca, lisa… Escucho mi respiración, casi jadeo, como si fuera de otro… Entonces, una mano en mi hombro. Me paralizo. Pero la mano es cálida, amiga. Me vuelvo: es el viejo Ray Bradbury. Viste el mismo traje blanco a rayitas, con lamparones de grasa, y los bordes de su camisa raídos que le vi cuando lo entrevisté hace años en una Feria del Libro. Don Bradbury me da un beso en la mollera y me cuenta un cuento… Se trata de un Leonardo que vive en el año 2052 del mundo. A este hombre le gusta pasear apenas entrada la noche por el medio de las calles; puede hacerlo porque no pasan autos. Va solo, nadie sale a caminar: todos están comiendo, bebiendo o mirando televisión. En la calle silenciosa y larga y desierta –me dice don Bradbury– sólo su sombra se mueve. El hombre recoge una hoja, sigue, se da cuenta de que, en diez años de caminatas, de noche y de día, nunca había encontrado a otra persona que paseara, como él. De pronto, un coche y un cono de luz que lo frena. Desde el vehículo, policial, una voz metálica le dice quieto, quédese ahí, ¡arriba las manos o dispararemos! Obedece Leonardo, y responde a las preguntas. Dice su nombre, su ocupación. Cuando le preguntan qué está haciendo, contesta que está caminando. ¿Caminando para qué? Caminando para tomar aire, para ver. Aquí –me sigue contando don Bradbury–, al hombre se le empiezan a complicar las cosas. Más preguntas: ¿Tiene televisor? No tengo. ¿Es casado? No soy casado. Se lo llevan detenido, cargado de sospechas: le gusta salir a caminar y no tiene televisor y no tiene siquiera una esposa que le sirva de coartada. Grave.
Tal el cuento. Don Bradbury desaparece; no alcanzo a preguntarle por dónde entró.
Me despierto con el corazón latiendo demasiado; un vaso de agua; me duermo enseguida con la luz prendida. Y el sueño empieza, o continúa… Estoy en el mismo colectivo de hace dos años dispuesto a jugármela… Respiro hondo… Me pongo a silbar… Siento las miradas que me tocan por los cuatro costados… Sigo silbando… Ahora siento el peso de los murmullos, algunas risitas… Pero no dejo de silbar… Un pasajero le dice algo al chofer… Este cabecea afirmativamente... Gira en una esquina imprevista… Frena en una comisaría…
Mi sueño sigue: Estoy en un calabozo… Me empiezan a hacer las preguntas de rigor, con el rigor de costumbre… ¿Por qué me interrogan?, pregunto a un uniformado de policía y a un psiquiatra uniformado de tal.
–Le haremos un chequeo para ver si está en sus cabales.
–¿Por qué?
–Por silbar.
–¿Por silbar?
–¿Le parece poco?
–¿Qué tiene de malo silbar?
–Aquí los que interrogamos somos nosotros. Responda. Diga, ¿de quién son las Malvinas?
–Argentinas.
–Mmmm… Diga, ¿de quién es la Argentina?
–¿Queda Argentina?
Habrán visto algún mal modo, no sé, pero a mis interrogadores mi respuesta no les gusta. Me duermen con una trompada o con un palazo en la nuca; algo así de convincente. Despierto en una celda con olor a sí misma… En un papel que antes envolvió un sánguche y dos manzanas, empiezo a escribir con letra llamativamente clara, considerando que estoy soñando: “Aprender a silbar es la mejor herencia que les podemos dejar a nuestros hijos. Y aprender a cuidar el agua…”
Cuando estoy poniéndole las letras a la palabra agua, otra vez una mano sobre mi hombro agobiado. Es don Bradbury, con el mismo traje condecorado con lamparones de sus comidas desprolijas. Suspira el viejo, me besa la mollera tres veces y me dice: “Ay, Rodolfo… Esto te pasa porque eres incorregible: tendrías que haber terminado tu relato antes de la posdata”.
rbraceli@arnet.com.ar
Poeta, dramaturgo, ensayista, autor de una veintena de libros, entre ellos El último padre, Don Borges, saque su cuchillo porque… La misa humana, De fútbol somos.
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