En El presente está encantador, Diego Bianchi crea un nuevo hábitat, freak, escalofriante y con citas al Instituto Di Tella, para el acervo del Mamba.
Por Fernando García
Lo primero que vemos es, en efecto, lo que llamamos “obra”. Y lo que está en “obra” se parece en nuestra percepción urbana a un laberinto de tablas, tinglados, escalones provisorios (en la tercera visita recién se registran los dedos de un guante obrero escapando de la madera), neones colgantes, alambres. Diego Bianchi, esteta del goce gore, ha conseguido aquí el efecto rotundo de lo siniestro. Nada de este paisaje nos es desconocido y, sin embargo, la dislocación (estamos en un museo finalmente) trae excitación, angustia y desasosiego por partes iguales. La recorrida por la casa abandonada es sugerida aquí como un género literario en sí mismo. Aquel que se reconoce por sus obsesiones y clichés. Los recovecos donde se esperan novedades escalofriantes, las incisiones en el recorrido al que llegan, fugaces, destellos de un avistaje próximo que se reconocen familiares a los del tren fantasma y otras expresiones del gótico como entretenimiento de masas. Todo esto es lo que lleva a ingresar a El presente está encantador, museo dentro del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires; museo paralelo; museo freak.
En los recovecos inmediatamente previos al ingreso a lo que llamaríamos “sala” (todos los términos deben ser puestos en suspenso en esta experiencia), quien conoce la historia del arte argentino identificará varias piezas de los amordazamientos de Alberto Heredia (1924-2000) y una obra op de Rogelio Polesello expuesta como tragaluz. Es el primer indicio de la totalidad: Bianchi es aquí el creador de un hábitat nuevo para obras de otros artistas. Las obras de Heredia y de Polesello siguen en el museo, apenas si fueron movidas del depósito, pero también están en la calle. Para franquear el paso, ahora mismo hay que pisotear un colchón en situación de calle, un suavestar homeless paquero apocalipsis now. Es una sensación que pertenece al orden de la intemperie, extramuros de la institución y el sistema.
Una vez en la “sala”, donde un noise ambiente y la interrupción constante de la luz añaden confusión, el espectáculo (al que no están invitados epilépticos ni personas con capacidades disminuidas) es una especie de acuerdo entre una parte del patrimonio del museo, lo conservable, y una orgía de desechos que se sueñan obras de arte.
La sintaxis de Bianchi expresa una voz trémula que ha olvidado el lenguaje. No sabe o no puede decidirse entre la precisión de las obras geométricas (Mac Entyre, Ary Brizzi, Martín Blaszko), el preciosismo rocopop (Edgardo Giménez) y esas yuxtaposiciones de surrealismo lumpen a las que Bianchi nos tiene acostumbrados: ladrillos apilados como libros que sostienen una cubierta de auto que sostiene a su vez un zapato de mujer.
Bianchi rehízo el museo de arte moderno, orgulloso de su nuevo edificio, como una ruina escatológica. Para llevar a cabo ese plan eligió a un artista maldito, despiadado, como Alberto Heredia, como fetiche y núcleo de su relato. Hay 13 piezas del creador del “arte podrido” dando vueltas en este Jardín de las Delicias 2.0 y toda la “sala” está teñida de su estética tremebunda, la que sacó a la vista mutilaciones y tormentos del chupadero argentino mucho antes de que las noticias lo convirtieran en vergüenza nacional. Es también mérito de Bianchi hacer que se vuelvan a ver su antimonumento a San Martín (“El San Martín o el hombre del brazo de oro”, 1974); la “Crucifixión”, de Norberto Gómez; los ensamblajes de mitad de los 70, de Enio Iommi, a quien Bianchi debe mucho de su programa estético, y que se rescate a una artista olvidada como Zulema Ciorda, oscurecida por el brillo de los pop.
Por eso, lo mejor de El presente está encantador es que el lugar de Bianchi se encuentra en un límite difuso entre el artista y el curador o el régisseur. Como pasó con Marcos López en el CCK en 2016, cuando presentó una instalación en la cual también disponía de obras de otros artistas argentinos, a Bianchi le toca ahora imaginar y disponer una dramaturgia expositiva en la que las obras del museo se reactivan. El artista podría así redefinirse en su relación con la institución. Y acaso antes de que, de tantos guiones sostenidos en la última moda académica o la corrección política, necesitemos este tipo de delirio exacerbado y untuoso para abrirnos los ojos.
Hace 50 años, cuando el Di Tella estrenó “La Menesunda” de Marta Minujín y Rubén Santantonín (otro rescate de Bianchi), se dijo que el arte semejaba la experiencia de un parque de diversiones. Ahora tenemos un tren fantasma en el Moderno y, créase o no, algo del Di Tella se quedó a vivir en él. Contra una esquina espejada, de visión panóptica, se ha ubicado al guardián de sala. Así expuesto, sobre una tarima, recuerda irremediablemente al padre de familia de “La familia obrera”, la obra viva que Oscar Bony expuso en el Instituto en 1968. Sabrá Bianchi qué se hizo de la madre y el hijo.
El presente está encantador, de Diego Bianchi. En el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, Av. San Juan 350. Martes a viernes, de 11 a 19. Sábados, domingos y feriados, hasta las 20. Entrada: $20. Hasta el 6 de agosto.
LA NACION