Mozambique, albiceleste
El día a día de una remota aldea africana donde la argentinidad está en los voluntarios, el cura y la iglesia pintada con los colores de Racing
MAPUTO
Son las 11 de la mañana en la capital de Mozambique, al sur de África. El sol está parado en la nuca de todos nosotros: una lamparita feroz que nos persigue. Las rutas de gran parte del país están cortadas por la Renamo (la oposición a la Frelimo, el partido gobernante hace más de 35 años), que dispara a los que se aventuran hacia el norte. La población lo toma con calma, apenas mira las noticias desde afuera de los bares y sigue su vida sin apuro. Ahora mismo, mientras esperamos que la combi arranque, somos una pequeña población de siete personas que debe llevar adelante su vida sin ninguna prisa. Yo, inquieto. Mis pares, calmos. Vamos todos hacia el mismo lado: sin importar cómo me ponga, voy a llegar a la misma hora que el muchacho de 17 que apoya su cabeza contra el vidrio y duerme. La mecánica es siempre igual en toda la estación de ómnibus de Maputo: uno llega, busca la combi que va hacia donde se intenta llegar, paga su boleto y ocupa un lugar. Sólo cuando hayan llegado al menos 16 personas que van en la misma dirección la combi arranca, de modo que uno puede llegar a las 9 de la mañana y ponerse en marcha recién a las 3 de la tarde; o llegar a las 3 de la tarde y ponerse en marcha a los dos minutos, si tiene la suerte de ser el que completa el cupo. Y aunque discuta y trate de convencerlos de las bondades de salir antes, el sistema funciona así desde hace décadas. Entonces me siento, agarro mi libro y encuentro que Ryszard Kapuscinski ya lo describió –exactamente el mismo sistema–, hace más de veinte años en sus primeras crónicas sobre África. Y algo del orden de la superstición me hace encontrar magia en esto de que la descripción aparezca justo en el capítulo que decido leer mientras me sucede eso mismo que se describe en esas páginas. Pero en vez de reposar en la superstición mantengo claro los límites de mi occidentalidad y hago que mi realidad inmediata se interfiera de pensamientos. Y leo sobre cómo son las cosas en el lugar donde estoy, para así entender mejor las cosas que ya estoy viendo –o viviendo– en el lugar donde estoy. Y me da calma. Tengo quinina y tengo mi libro. La magia queda del lado de afuera de la combi, mientras venden mandarinas, ojotas y cigarrillos sueltos.
Estoy camino a la misión Mangundze, una remota colonia en la provincia de Gaza, al sur del país, donde vive un cura argentino que trabaja hace años en Mozambique y cada verano aloja a un grupo de jóvenes, también argentinos, que viajan hasta ahí para construir aulas. Lo hacen desde 2012, cuando Nicolás Cipriota junto a cuatro voluntarios de TECHO (en ese entonces, Un Techo Para Mi País), llegaron por primera vez con la intención de ganar experiencia y aprender sobre otras realidades. Pero la recepción fue tal que desde entonces el grupo creció (ya son más de 50 voluntarios), y nunca dejaron de viajar. Hasta este año se llamaron A Mozambique, pero su nombre acaba de cambiar a Somos del Mundo. La intención es sencilla: combinar sus vacaciones con una labor social, construir aulas, alojarse en casas de familias dentro de la comunidad y generar un vínculo. Algo de eso se ve reflejado en el documental que la ONG Posibl (dedicada a difundir la acción de otras ONG), filmó sobre ellos y que este año compitió en el Festival Internacional de Creatividad Cannes Lions, en la categoría Mejor Documental sobre Impacto Social.
Llegar hasta la misión, como la llaman, no es tan sencillo. Hay que llegar primero a Maputo, a donde no hay viajes directos de Buenos Aires, luego ir a la estación de chapas (combis), tomar una a Xai Xai (menos de 200 kilómetros, más de 4 horas), y luego otra a Manjacaze para bajarse en Mangundze. El sistema de las combis es el de cualquier transporte público de país no desarrollado: paran donde quieren, entra tanta gente como quieren, manejan como pueden. En cada nuevo poblado que aparece súbitamente al costado de la ruta, el conductor siempre se detiene para que se apilen a nuestro alrededor diez, quince, veinte vendedoras de frutas. Tiran racimos de bananas para adentro y esperan que vuelen hacia fuera billetes o, más posiblemente, monedas. Nos ponen naranjas en la cara, bolsas de tomates a través de la ventana. La combi a los pocos segundos vuelve a arrancar, de prepo. Y se ve, achicándose a la distancia, cómo las mujeres salen corriendo al ataque de otra combi. Es domingo, creo, todos los días son como domingos. Días que pasan como moscas posándose en la piel, apenas, intentando dejar marcas mientras yo los espanto. El chofer sigue hasta Xai Xai, donde termina el trayecto. Pago. Procuran estafarme, me dejo, o no puedo evitarlo. “Kanimambo”, le digo, tamo juntos, como dicen todos en Mozambique, en su mezcla de portugués con lenguas locales. Sonríen, no sé si por el kanimambo o por la estafa consumada. Voy en busca de la segunda van.
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Son las cinco de la mañana de un lunes. El padre Joao se levanta. Ya empezaron a cantar algunos de los animales que rodean la manzana verde de su comunidad. Los chicos van llegando a pie. Algunos caminan pocos kilómetros, otros salen a las 3 de la mañana para llegar a tiempo al desayuno y a la escuela. El desayuno corre por parte del padre Joao, que desde hace un año ofrece lo que para muchos chicos de la zona es la única comida diaria. Dos galletitas y una bebida caliente que contiene todos los nutrientes de un almuerzo completo. De ahí, a la escuela. 600 chicos que pronto serán 15 mil, cuando se concrete el apoyo de una fundación que se puso en contacto con el padre. “Mozambique, nuestra tierra preciosa”, cantan los chicos antes de entrar, “piedra a piedra construyendo un nuevo día”. Es el himno de una tierra nueva. Piedra a piedra a las cinco de la mañana, cuando Joao, Juan Gabriel Arias en verdad, se levanta y pone en marcha esta especie de comunidad híbrida en el corazón de Mozambique. Allí, donde se alza una de las iglesias más grandes del país (dicen “la más grande”, con la convicción de quien no imagina que algo mayor pudiera existir, pero chequear el dato es básicamente imposible), decía entonces allí, donde se alza esa iglesia, el padre Juan Gabriel creó una pequeña colonia argentina mozambiqueña. La argentinidad está en la nacionalidad del padre, en la cantidad de chicos voluntarios también argentinos que caminan por la zona, y en el hecho no menor de que esa iglesia, la más grande del país, es ahora un templo celeste y blanco, un templo, valga la locura, pintado con los colores de Racing Club de Avellaneda, depositario de los amores del padre. Por lo demás, todo es Mozambique alrededor.
“Para mí esto es como ganar un Mundial. En términos sacerdotales, es lo máximo a lo que puedo aspirar”, dice ahora Juan Gabriel. Mientras, una mujer se le acerca y le toma las manos. Son ya cerca de las seis y media de la mañana. La mujer, la mamá, como se las llama a las mujeres adultas en Mozambique –y en gran parte de África–, mira a los ojos del padre y le dice algo en changana, una de las 30 lenguas reconocidas que hay en el país. El padre Joao atiende y responde. La primera vez que llegó a este país fue en 2003. Estuvo un par de años y volvió a la Argentina por pedido de Jorge Bergoglio, en aquel momento arzobispo de Buenos Aires.
Durante años fue y vino a Mozambique de a meses, pero a principios de 2014 se instaló de manera definitiva. “Acá hay gente que se está muriendo y con sólo estar puedo evitar que eso suceda. Por ejemplo, el otro día una mujer estaba dando a luz y eran las tres de la mañana, seguía con trabajo de parto y no estaba resultando. Y la llevé al hospital en la camioneta y ahí se salvaron la mamá y el chico. Si yo no hubiera estado para llevarla al hospital, se habrían muerto los dos.”
La mujer que ahora le toma las manos y le habla en changana es otra. Parece de unos setenta años, pero Juan Gabriel dice que no tiene más de cincuenta. Hablan fluido, intento, pero no puedo juzgar su acento, es el primer argentino que veo hablando en changana, mismo idioma en el que da la misa. Cuando termina la conversación, se acercan otras mujeres. Traen ropa, monedas, paquetes de leche y hasta una gallina que intenta zafarse de las manos de quien la lleva. Una a una las mamás se le acercan al padre y le dan su ofrenda agachando la cabeza. Después, forman una especie de ronda y se ponen a cantar y bailar. Es, ahora sí, el estereotipo: gente feliz bailando y cantando alrededor de un rito cualquiera, prendas de colores que se mueven, mujeres que se arquean hasta el piso y vuelven a levantarse, armonías y contra armonías. Todas bailan mientras el padre, al centro, pone sus manos juntas e intenta seguir el ritmo. Las mamás lo miran, nos miran, y sonríen. Son las seis de la mañana y estamos en medio de una fiesta, que conforme va haciéndose más ruidosa atrae más gente. Entonces lo miro a Joao y le pregunto por qué. Se me acerca. Al oído me dice: “Alguien les dijo que hoy es mi cumpleaños, entonces me trajeron regalos y ofrendas y están celebrando”. Muchas de ellas tienen una remera blanca con la cara de un hombre sonriente. Es el último candidato a presidente por la Frelimo, el actual presidente del país. Abajo usan unas polleras hechas con piezas de telas de colores. Con ellas envuelven a los bebés, que también bailan aferrados al cuerpo de sus mamás, sus verdaderas mamás. “Yo no les digo nada porque no quiero decepcionarlas –me dice Juan Gabriel–, pero mi cumpleaños es el sábado que viene.”
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Mimi tiene malaria. Está mal de la panza, de la cabeza, tiene sueños extraños y se pasa las noches temblando. Se llama Michelle Rodríguez Palare. En Mangundze le dicen Mimi. Viajó a Mozambique por primera vez en enero de 2015. Ahora es la segunda vez que viene y tiembla en la cama mientras Juan Gabriel procura conseguir los medicamentos en el pueblo. Nadie, sin embargo, está alarmado. La malaria, bien tratada, no es el aguijón letal que sí es para quienes no tienen acceso a la medicina. La muerte, en la mayoría de sus casos, acá es una variante de la pobreza: morir de viejo es morir cerca de los sesenta, sobrevivir de chico es cuestión de azar, que te pique un escorpión o una serpiente a nadie le extrañaría, o que el parto no devenga en vida, o que la malaria vaya tomando cada una de las escenografías. Pero Mimí tiene malaria y tiene medicinas, y tiene agua tónica y tiene quinina, uno de los compuestos más efectivos para evitarla. Para ella no será más que una fiebre alta que convertirá en anécdota cuando ya no viva su aventura.
Habla despacio, Michelle, con una suerte de calma que uno no sabe si encuentra o si busca. Tiene la intención de quedarse al menos seis meses en el país, colaborando con distintos proyectos solidarios. “En un principio fue aleatorio –dice–. Somos personas que trabajamos voluntariamente en comunidades de la Argentina y estamos comprometidos con la realidad de nuestro país. Entonces, ¿por qué no también traspasar las fronteras políticas? El impacto que esto genera es inmedible. Es como cuando tirás una piedra al agua, la onda expansiva llega a un punto que se deja de ver, pero sigue resonando. Un mes nuestro, de nuestra vida, deja una huella que modifica la educación de miles de chicos que quizás no asistían a clase por calor o porque no había aulas.” Es inevitable percibir en su discurso cierta sonoridad trillada de persona buena. Sin embargo, ahí la veo unos días después, ya casi recuperada, parada junto a la gente de la comunidad inaugurando un aula. Tal vez ser buena sea querer ser buena, después de todo, tal vez alcance con comprar el mejor papel posible.
El aula tiene techo de paja y paredes de caña y madera. Tiene puerta, tiene piso, y un pizarrón enorme. Al lado de una de estas aulas hay un pupitre desvencijado debajo de un árbol. Hay chicos que juegan por ahí, colgados de las ramas. Un poco más lejos, veo una chapa cortada a la mitad, agujereada, y unas maderas desprolijas sosteniéndola. Es lo que era el aula anterior: un potrero pequeño para hacer lo que se pueda. Las nuevas aulas parecen firmes. Los papás y las mamás de la comunidad están felices, bailan también, abrazan a los chicos, cantan. Mimi tiene la vocecita suave al estilo Belén Fraga. Un chico la abraza. El aula está ahí en pie, a su lado. Un aula en serio en medio de la nada.
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Pepe para la pelota. Intenta meter un enganche pero se traba en la arena. Desde atrás llega el grito: que la pase rápido, que no la lleve. La pierde. El cinco del equipo visitante lo pasa por arriba como si fuera el capitán de la selección brasileña de fútbol playa. Pepe se ríe. Trata de volver, de ser un volante con ida y vuelta, pero para cuando está buscando su segunda bocanada de aire la pelota ya se clavó en el ángulo. Los tipos se ríen. No festejan el gol con el orgullo de los vencedores ni con ese gesto de provocación disimulada de todos los argentinos, en cambio lanzan carcajadas y se abrazan con alegría de amistoso, como si el gol fuera una fiesta para todos, para el universo, no sólo para los once del equipo fortuito que formaron ese día. Pepe, Mariano Petroselli, tiene algo de eso, un desenfado, un aire. Llegó a Mangundze por primera vez en 2014. Desde entonces volvió en enero de 2015 y en febrero de 2016. “Desde hacía varios años que me intrigaba mucho todo lo relacionado con África, sobre todo su historia y la realidad. Hay una especie de misticismo creado alrededor de este continente que hasta que no lo visitas no tomás dimensión real de lo que es”, cuenta ahora. “En algunos casos, las aulas que construimos equivalen a la apertura de un curso más, es decir, si en una escuela tenían clases hasta 5° grado, gracias al aula que construimos se pueda también dictar 6°. En otros casos, implica que un curso que se daba a la intemperie debajo de un árbol, se dé dentro de un aula. Lo que significa que no se suspendan las clases por lluvia”, explica.
Al presente, ya construyeron 32 aulas en 20 escuelas rurales en el sur de Mozambique. Cada voluntario paga su propio viaje. Entre todos, ayudados por rifas y acciones varias, van juntando los fondos necesarios para comprar los materiales de los que están hechos las aulas. El padre Juan los ayuda con los traslados: tiene un camión que le donó un amigo sudafricano y una camioneta con la que moverse por las comunidades. Gracias a ella, él pueda dar misa en decenas de lugares cada semana, donde lo esperan ansiosos, donde festejan con cantos y bailes cada vez que llega. En esa misma camioneta ayuda a los chicos a moverse: los deja en las escuelas y allí se quedan. Trabajan toda la semana, duermen en las chozas de las familias cercanas –paliota, las llaman–, y los fines de semana vuelven a la base, donde Juan los aloja y donde, a menudo, se recuperan de una malaria, una picadura de escorpión o simplemente del efecto de comer todos los días arroz con matapa, una especie acelga hervida sin demasiado gusto a acelga. “¿Qué aprendí?”, dice Pepe. “A festejar hasta lo más mínimo. A encarar la vida con alegría, siendo conscientes de que siempre hay algo por lo que festejar y ser agradecido”.
Cuando dejo Mangundze, después de varios días, la combi de pronto me parece un símbolo de civilización. Juan Gabriel paga por mí de antemano para que no me hagan precio de balungo, es decir, precio de blanco. Ya andando, miro por la ventana. En bicicleta, un muchacho negro de remera verde lleva a una nena vestida de rosa chillón en pendiente hacia arriba. Tambalea su cuerpo al compás de sus piernas, que presionan a su turno de un lado a otro, pedal sobre pedal intentando ganarle a la pendiente. La nena de rosa va quieta, mirando a un costado como si el don de la contemplación le viniera de nacimiento. De mi lado de la ventana, la pendiente sucede a la inversa. Y así vamos, todos en diferentes combis: seres extraños mirando para afuera, cazadores de momentos buscando dónde pedalear, constructores de aulas ajenas para que alguien enseñe lo que no sabemos. Así vamos, curiosos de temporada en el safari de nuestra incertidumbre.