Mora Godoy: con alas en los pies
Unas zapatillas de punta que guarda desde los 10 años llevan a la bailarina hasta sus primeros tiempos de formación y aprendizaje
A los 5 años, después de ver bailar a Maia Plisetskaya por televisión, Mora Godoy le dijo a sus padres que quería ser bailarina. Era algo más que un capricho: ante su insistencia, a los 8 la llevaron a la escuela de danza de Olga Ferri. El primer día, aterrada, perdida, se tomó de la barra tal como el náufrago se aferra al madero. Enseguida, en lugar de hundirse, se elevó. Y supo que aquél era su mundo. “Yo quería estar ahí. Y bailar. Cuando bailaba me abstraía, me olvidaba de todo y sentía que volaba. Eso lo sigo sintiendo hoy.”
De aquellos días, Mora guarda un par de zapatillas de punta que nunca estrenó. Cosa rara, porque entonces, a los 10 años, no le sobraban. Para ella eran como un tesoro, y las llevaba en una bolsita con la imagen de Mickey que sus tíos le habían traído de Disney. Son finas, ligeras, algo descoloridas por el tiempo, pero se han mantenido duras en la punta, donde se superponen varias capas de tela y pegamento para soportar el peso del bailarín en los giros. Estas pequeñas zapatillas ahora le ayudan a evocar ese momento en que su profesora les dijo a sus padres que había que tomar muy en serio a la niña y su baile. A los 11, Mora entró en el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón. Sus días se organizaron alrededor de la danza: iba al Colón desde las 7.30 hasta el mediodía; de allí, al colegio, del que salía a las 18 para ir derecho a la escuela de Olga Ferri, donde se calzaba las zapatillas y volaba hasta las 21. “Era mi vida, y no la concebía de otra manera. El baile me contenía. Junto con mi abuela Lía, que en esos años vivió para mí.”
Debutó en el Colón a los 12, encarnando un negrito moro en la ópera Aída. Andando por ese teatro que en parte era su hogar, un día escuchó una música que la subyugó. Alguien ensayaba en la sala principal. Se escondió en la cazuela y se recostó en el piso para dejarse llevar por los sonidos que subían desde el escenario. Esa música, distinta a todo lo que había escuchado, le voló la cabeza. No sabía que quienes ensayaban allá abajo eran Piazzolla y sus músicos. Y no podía imaginar que cinco años más tarde, a los 19, bailaría tango en el Café Homero en un espectáculo con Goyeneche, Adriana Varela y Rubén Juárez. Allí, el coreógrafo y productor Miguel Ángel Zotto le preguntó si era capaz de aprender 15 coreografías en 15 días. Al mes, Mora estrenaba Perfume de tango en el teatro Sadler’s Wells de Londres.
¿Qué distancia hay entre la zapatilla de punta y el taco aguja? “Entre el ballet y el tango hay un abismo, pero yo fui creando mi propio estilo”, dice Mora. “Hay cosas que traigo del ballet, como los brazos y el empeine de los pies. También, la preocupación por el detalle y la precisión cuando termino un movimiento.”
Bailar es estar en el cielo. Lo dice Mora Godoy. Y lo dicen aquellos cuadros de Degas en los que las bailarinas aparecen en medio de atmósferas sutiles donde no parece regir la ley de gravedad. Allí, con ellas, están siempre las zapatillas de baile. Uno podría sospechar que son una llave, un pasaje de un mundo a otro: al ponértelas, volás. Claro, para que la cosa funcione hay que ser una de las bailarinas de Degas. O Mora Godoy, que toma en sus manos ese par que nunca estrenó y que se ha convertido acaso en un involuntario recordatorio de que bailar es siempre volver a empezar con la pasión del primer día. “Sigo ensayando, grabando, creando espectáculos. Como cuando estudiaba, tengo una rutina vertiginosa que para mí no es rutina. Bailar todavía es abstraerme y dejarme llevar, entregarme por completo.”
Mora vuelve a mirarlas. Tal vez en ellas, que permanecen intactas, quepan todas las zapatillas y zapatos de baile que ha gastado hasta ahora. Las mira y, como si pudieran escuchar, les dice: “Miren hasta dónde me trajeron. Gracias.”