Monocultura: lo que queremos vs lo que nos imponen
La escena se repite con algunas variaciones pero implacable: prender la TV, mirar las opciones que nos sugiere el algoritmo –cosas que ni sabíamos que queríamos ver–, y gastar más tiempo eligiendo que mirando para terminar con una sensación de aturdimiento e insatisfacción. En el mejor de los casos, gastaremos dos horas en algún producto más o menos similar al anterior que vimos y que probablemente olvidaremos en algunas semanas cuando salga la próxima novedad. Para algunos, se vive un gran momento en la cultura masiva, con múltiples plataformas de streaming(Netflix, Hulu, Amazon, Disney+, AppleTV+, y los que se vienen como Peacock y HBO Max) y otros servicios, y más poder de elección para el consumidor. Pero también nos encontramos ante un escenario que genera gran ansiedad, en el que las distintas alternativas pelean por nuestra atención, e irónicamente, con un achatamiento general de la calidad y la variedad de los contenidos.
La era del entretenimiento omnipresente y masivo, o la monocultura, como es referida hoy, presenta ambas caras: los que festejan elavance de la curación algorítmica y los que se preguntan por las posibles consecuencias de esto tanto sobre los consumidores, como sobre la predisposición creativa. "Creo que el tema con los algoritmos es que rara vez nos traen algo nuevo, sino que muestran patrones existentes. A la base del trabajo creativo está la creación, y eso implica tomar riesgos y procurar traer algo nuevo al mundo, no solo interpretar lo que alguien podría querer. Si te detenés un poco en aquellas cosas que realmente dieron vuelta el tablero de un momento a otro, no necesariamente podrían haber sido predichas; por el contrario, implicaron algo completamente inesperado", comenta Valentín Muro, filósofo y escritor.
Aunque la personalización y el famoso long tail, con su promesa de diversificación de intereses y públicos mediante la segmentación, nos hacían pensar en una cultura de la web y los consumos artísticos más diversa e interesante, el auge del big data y la curación por algoritmo no han hecho más que mostrarnos un nuevo peligro: la homogeneización de los contenidos y el refuerzo de sesgos. ¿De qué hablamos cuando hablamos de monocultura hoy, cómo incide el nuevo paradigma digital, por qué todo se parece cada vez más, y qué podemos hacer para evitarlo?
¿De una gran aldea a varias pequeñas?
Si con el final de Game Of Thrones muchos se lamentaron, alegando que la serie era uno de los últimos productos que miramos colectivamente, haciendo de su visionado una experiencia como ir al cine de barrio a compartir con los vecinos, la segmentación y el consumo de nicho que habilitan las nuevas plataformas está lejos de aislarnos en un sentido estricto de la palabra. La queja del mismísimo Scorsese hace algunas semanas, cuando criticó la integridad artística de los productos de Marvel, pero hablando también de la falta de contexto social de las películas al recordar la experiencia de ver films junto a otros, no parece una crítica del todo acertada para lo que sucede hoy en día.
El actual paradigma digital impone nuevas lógicas de consumo y pareciera que por momentos nuestra cultura está fragmentada y todos estamos mirando cosas diferentes. Que, además, Netflix o Spotify no revelen sus números y no sepamos cuánta gente consumió algo tampoco ayuda. Sin embargo, aunque ya no estemos en la era pre streaming de Seinfeld o Friends –incluso Lost o 24–, eso no significa que hayamos perdido la capacidad para conectarnos con otros en base a lo que vemos y reflexionar sobre ello. Para el caso las redes sociales –¿acaso el reemplazo moderno de la charla de oficina?– y los nuevos formatos de medios digitales, por un lado, han ayudado a hacer la experiencia de consumo más comunal; por otro, ya no tendremos un solo producto dominando los titulares y la atención por meses, sino varios en simultáneo, como podrían ser Stranger Things, Transparent o La casa de papel.
"Netflix es como la televisión de la década del 60: todos mirando lo mismo y al mismo tiempo –contextualiza Natalia Zuazo, directora de Salto Agencia y autora del libro Los dueños de internet–. Internet siempre luchó con las fuerzas de lo abierto y lo cerrado: una primera idea de lo compartido y no patentado (de sus padres fundadores, de los activistas y comunidades que todavía hoy la nutren de contenido compartido) y otra de lo privatizado (que creció, en extremo, en en manos de corporaciones). Hoy, un puñado de empresas concentran los consumos de más de la mitad del mundo, y también de su subjetividad. Para hacerlo, sus armas son los algoritmos, es decir, las fórmulas que crean para que vayamos siempre a elegirlas. ¿Somos tontos por eso, por caer en la trampa? En principio, no. Esas fórmulas están hechas por otros humanos, que estudiaron cómo pensamos".
"El miedo de que existimos en nichos impenetrables de subcultura establecidas por el streaming", como escribe Kyle Chayk en un artículo de VOX, bien puede verse relativizado, casi como la misma definición de nicho, hoy más cerca de la proliferación de grandes clusters de consumo que otra cosa. ¿Acaso podemos decir que BoJack Horseman, Rick and Morty o The Good Place son fenómenos de nicho a esta altura? Muchas de estas nuevas series y films originales producidos por plataformas que agitan las aguas del público y la crítica no serán iconos populares establecidos como The Office, Friends o los films de Adam Sandler (Netflix pagó 100 millonesUSD para retener Friends y las películas de Sandler son lo más visto en la plataforma), pero ya distan de ser fenómenos menores consumidos por pocos.
En este sentido, el circuito que muchos productos recorren en cine, tv, música o literatura, puede implicar que un consumo comience como un placer personal y marginal de una minoría (RuPaul, The OA, Terrace House, Midnight Diner, Pose, Crazy Ex Girlfriend), y que se convierta en una subcultura relevante en boga para luego volverse un consumo masivo de monocultura. Algunos serán ejemplos más significativos en términos de su aporte cultural (del trap a Parasite y el auge del cine coreano), otros placeres mundanos o culposos como nos gusta decir (Young Adult Lit, telenovelas españolas, K-pop). E incluso algunos estarán en desacuerdo con estas categorías, que a su vez están en constante de movimiento y evolución en las que intervienen crítica especializada, publicidad, gusto personal, comunidades online, sistemas de producción y distribución, y desde luego, algoritmos.
Nada es personal, ni siquiera tu gusto
La otra gran preocupación que implica la monocultura es si este nuevo modo de producir y consumir (escaso riesgo creativo versus producción por big data, presión social de las redes y audiencias, sesgos generados por la curación automática) no está produciendo una homogeneización de los contenidos. De la misma manera que la monoagricultura desgasta los suelos y puede volverse una amenaza para el desarrollo de ecosistemas variados y el medio ambiente en general, cada vez pareciera más complejo registrar y salir de nuestros circuitos de consumo e información.
"A pesar de la cantidad de cosas para elegir, cada vez más de nosotros estamos disfrutando de las mismas cosas en distintas industrias culturales", alertaba hace unos meses el crítico de tecnología del NYT Farhad Manjoo, casi como si volviéramos al modelo de monocultura impuesto por los grandes productores de cultura de hace décadas (los estudios de cine, los canales de TV lineal, las viejas discográficas, las grandes casas de moda, etc.), en donde se consumía lo mismo porque era a lo único que se tenía acceso. Hoy, los viejos actores son reemplazados por las grandes las plataformas, que además de unificar el criterio nos extraen datos, desde la música producida artificialmente por Spotify, los nuevos talentos descubiertos por YouTube o TikTok, los libros en Amazon, hasta el diseño de interiores globalizado que promueven Airbnb o Pinterest.
El advenimiento del paradigma algorítmico no sólo aceleró este loop de cultura que va del nicho a la masividad, también produjo quiebres evidentes en el sentido de autoridad y formación del gusto que tanto enoja a la crítica especializada y los viejos auteurs como Scorsese, y le da lugar al gusto de todos. Por algo la remanida frase hoy todos somos críticos. Pero como el personaje de Meryl Streep le señala a la ingenua pasante interpretada por Anne Hathaway en El diablo viste a la moda, cuando le explica que la elección de un simple cinturón azul no es casual o personal, sino el resultando de un conjunto de decisiones tomadas por otras personas, hoy es una máquina programada por un conjunto de personas o corporaciones con intereses, ideas y trasfondos específicos la que moldea nuestro gusto. Seamos conscientes o no de ello.
"¿Podemos hacer algo al respecto? Sí: desenmascarar esos algoritmos, que es justamente algo de lo que las empresas no quieren que hablemos. De la misma forma que podemos ser consumidores responsables de lo que comemos mirando una etiqueta (y exigiendo saber qué hay dentro de un paquete), la conciencia respecto de los algoritmos será, en los próximos años, un derecho creciente a demandar", aporta Zuazo.
Repensar la relación entre sociedad, Estado y las grandes corporaciones es el nodo de la cuestión según Hernán Vanoli, editor de la revista Crisis y autor de El amor por la literatura en tiempos de algoritmos."Si queremos un ecosistema de contenidos digitales más equilibrado y diverso, tiene que haber organización política para enfrentar tanto desde la sociedad civil como desde el Estado a las plataformas de extracción de datos. Creo que los contenidos pueden ser espectaculares, pero que sus protocolos de distribución son leoninos y están regidos por criterios financieros de expropiación de la creatividad social. Wisecrack [canal de YouTube que le pertenece a Google], por ejemplo, es espectacular. Es de nicho y es un poco masivo a la vez. No sé si la masividad se opone tanto al nicho, sino más bien al volumen de los mercados nacionales. En lo tocante a los contenidos: el negocio financiero-digital les pone un techo y un formato. Después, hay usos creativos de las herramientas que podrían gozar, sin lugar a dudas, de políticas culturales afines, de apoyos y de fomento, de conexión con el sistema educativo, de facilidades por su contribución a la diversidad y la independencia, como por ejemplo los clubes de lectura como Bukku o Escape a Plutón".
¿Cómo pelearle al algoritmo?
¿Hay algo qué podemos hacer para que el consumo esté más diversificado y la generación de productos sea más original? ¿Acaso si nos resignáramos a abandonar la cultura digital globalizada como verdaderos luditas podríamos lograr nuestra independencia? Leer libros antiguos, ver solo canales de cable, comprar vinilos y escribir a mano serían una estrategia posible…hasta que alguien lo pone en la web y se vuelve moda. Al parecer, ni lo supuestamente contracultural o vintage está a salvo. Claro que existen variaciones más sofisticadas del algoritmo como plataformas con una curación más artesanal, si se quiere, como Mubi, Criterion Channel (que sustituyó a FilmStruck) o Primephonic (una plataforma con grabaciones de música clásica).
"Creo que algo que revierte bastante la cuestión algorítmica es el enfocarse en quienes crean contenidos y no tanto en cómo se categorizan. Es decir, seguir curadores más que contenidos –agrega Muro, devoto del formato newsletter y autor del propio, Cómo Funcionan las cosas–. El criterio, entonces, será el de la persona que cura esos contenidos y no de un algoritmo que toma esa función. Para esto se vuelve indispensable para quienes curan o desarrollan contenidos lograr destacarse en torno de su criterio personal, una determinada estética, un tono, en otras palabras, una identidad que se destaque entre los consumos de su audiencia. Es fácil ver cómo las identidades se licúan, por ejemplo, en YouTube, cuando de un momento a otro todos están haciendo el mismo tipo de videos hasta que surge algo nuevo. Distinto es mantener una consistencia creativa a lo largo del tiempo que refuerza una identidad".
El miniboom de newsletters y podcasts tal vez se deba a que sean puertas de curación de consumos e información que en la actualidad ayudan a escaparles un poco a las grandes plataformas. ¿Otros espacios y estrategias colectivas? "Las revistas culturales autogestivas, que están pensando el arte y la política desde otra perspectiva. En el barullo de la conversación pública, en el pan y queso de posiciones más o menos parecidas, los medios alternativos se vuelven canales contraculturales que brindan reflexiones novedosas, argumentaciones potentes y ponen sobre la mesa —evitando la prostitución clickera— productos culturales ninguneados por los grandes canales de legitimación que sí vale la pena tener en cuenta. Eso siempre fue y será una osadía. El mercado está ahí para darnos soluciones entretenidas y pasatistas que no hacen más que reproducir el status quo del mundo", plantea Luciano Sáliche, periodista y director de Revista Polvo.
"Se podría pensar que estas nuevas alternativas construyen nuevos segmentos de consumo diferenciados, pero la realidad indica que incluso las ficciones que comienzan siendo de nicho (Fleabag y Succession) terminan siendo devoradas por la monocultura alimentada muchas veces por el hype generado en las redes sociales y el sentimiento de FOMO (Fear Of Missing Out) de los usuarios. Podemos sumergirnos en los contenidos masivos que tenemos al alcance de la mano, o ir en busca de opciones más especiales. Para ello, existen cada vez más propuestas que nos pueden ayudar, desde newsletters, apps de trackeo que permiten descubrir nuevas ficciones o las viejas y confiables recomendaciones de amigos, pues, por más sofisticada que sea la inteligencia artificial que usa Netflix para armar secciones para nosotros (que, seamos honestos, rara vez coincide con nuestro gusto), una recomendación de alguien en quien confiamos sigue siendo la mejor opción a la hora de decidir qué ver", afirma Tatiana Mon Avalle, especialista en cultura pop.
Como consumidores, Zuazo propone un triple enfoque: 1) autoproveernos de esa diversidad; 2) compartir y diversificar nosotros los contenidos volviendo a lo comunitario y la lógica abierta de la primera web, y 3) mentirle al algoritmo para despistarlo. Algunos ejemplos de esto son alternar los consumos de plataformas masivas con torrents o sitios como Popcorn, donde usuarios comparten cosas que se bajan, y aun si se consume desde plataformas compartir las suscripciones a servicios con amigos para ampliar la base de consumo. Finalmente, no tener configuradas determinadas apps o redes en los dispositivos móviles para decidir uno en qué momentos usarlas o recurrir a ellas, y también para variar la dieta informativa.
"Yo uso aplicaciones como Nuzzel, en la que me cuentan qué están compartiendo determinados contactos que yo elijo y tengo una rutina informativa que armé yo. Es más trabajoso, sí, pero requiere trabajo salir de la burbuja y alimentarse bien a nivel contenidos —sugiere Zuazo—. Otra estrategia es mentirle al algoritmo cada tanto. O sea, no decirle quiénes somos, usando herramientas de anonimato, buscadores anónimos, etc. Es bueno mentir en Internet de cuando en cuando, porque para la red somos muy transparentes. Eso lo dice [Julian] Assange. Dice que las corporaciones son muy oscuras y nosotros muy transparentes, y que hay que revertir ese axioma".
Al tiempo que legislación se pone al día con esto, algunas plataformas digitales parecen estar dándose cuenta de que aparte de apoyar prácticas de mayor transparencia es necesario moverse de la lógica 100% automática (por eso, ejemplos como Mubi florecen y hasta los grandes jugadores ahora tienen opciones o segmentos más artesanales). Quizá sea posible pensar en una suerte de permacultura digital o ecosistema creativo en donde convivan mejor todas las opciones (masivas y de nicho, grandes jugadores y actores independientes), y lógicas, incluyendo aquellas que favorecen la serendipia creativa y los productos que patean el tablero. "El productor cultural debería comprender el valor que tiene en esta oferta cultural la diversidad de lo local y regional. La imitación es un juego doblemente peligroso para los productores locales, ya que no solo compiten con gigantes del negocio, sino que también licúan sus diferenciales competitivos. El conocimiento del código cultural local es una ventaja competitiva que puede llevar a que, por ejemplo, una película argentina sea más vista que un tanque de Hollywood", arriesga Agustín Espada especialista en radio, políticas y tecnologías.
Al final del día, evitar una monocultura del pensamiento es lo que está en juego.
Otras noticias de Streaming
Más leídas de Lifestyle
Para considerar. El alimento que un cardiólogo recomendó no incluir jamás en el desayuno
Secreto de jardín. El fertilizante ideal para hacer crecer las plantas en tiempo récord: se prepara en casa y es barato
¿Es así? Qué personalidad tienen las personas que se bañan por la mañana
“Nunca dejó de ser un nazi”. La historia desconocida detrás de la detención de Erich Priebke: un pintor belga y una confesión inesperada