Modales
Hoy Eugenia de Chikoff tendría mucho material para trabajar; podría escribir un libro entero sobre el uso del teléfono celular, la estridencia del dinero, el reino de la informalidad
Hace pocos meses falleció en Buenos Aires Eugenia de Chikoff, una persona muy especial que logró convertir los modales y el protocolo en un tema de interés mediático. Todo en ella tenía un halo misterioso, comenzando por la historia de su padre, conocido como el conde de Chikoff. Eugenia aclaraba siempre que ella no era condesa, como muchas veces la presentaban en los medios, porque era hija de un conde y el título no le correspondía. Nada objetó, sin embargo, acerca del de que precedía a su apellido, que habría sido natural de haber sido la esposa de Chikoff y no su hija, pero que en cualquier caso le daba cierto aire de abolengo.
Cuenta la leyenda que el general Perón contrató a Chikoff para enseñarle modales a Evita. Nacido en algún lugar del Imperio Ruso (él afirmaba que era de Moscú), la revolución bolchevique lo sorprendió en Francia, donde peleaba en la Primera Guerra Mundial, y decidió no volver a su país. Tenía 19 años. Por algún motivo vino a la Argentina, donde realizó diversas y pintorescas actividades, como dar clases de patinaje sobre hielo, esgrima y tango. De hecho, según dicen, rescató el baile de su ámbito arrabalero e introdujo el tango de salón. Aunque su verdadero linaje era difícil de constatar, puesto que al parecer todos los títulos habían desaparecido junto con su familia durante la revolución, Chikoff se hizo notar en nuestra sociedad por su elegancia europea y sus modales aristocráticos. Hablaba nueve idiomas.
Eugenia, que se había criado en Alsacia, se instaló junto a su padre en Buenos Aires y creó una escuela de artes marciales, pero eventualmente abandonó esta actividad para seguir los pasos del conde en la enseñanza de lo que llamó Protocolo, cultura social y buenos modales. Ella también hablaba varios idiomas.
Eugenia enseñó modales en una época que se caracterizó justamente por la ruptura de las estructuras convencionales, cuando los jóvenes se dejaban crecer el pelo y las chicas desafiaron sin vacilar los mandatos familiares. Eran los años sesenta, cuando llegaban los hippies, la guerra de Vietnam, la píldora anticonceptiva y el rock and roll: la vida era un vértigo, todo el mundo se tuteaba y a nadie le importaba cómo se usaban los cubiertos. Eugenia, sin embargo, lograba imponer su estilo por encima del tono a veces burlón con el que era entrevistada.
Dueña de un admirable sentido del humor, que no se opacaba a pesar del fuerte acento extranjero que conservó hasta el último día, Eugenia señalaba el subtexto de los buenos modales, su razón de ser, incluso su importancia en un mundo que insistía en considerarlos banales y reaccionarios. Explicaba cómo, detrás de un saludo adecuado, incluso cierta vestimenta y no otra, la manera de comer y a veces la manera de callar, detrás de los buenos modales, en fin, había una consideración al otro, un acto de respeto, una de las formas prácticas y cotidianas de la bondad.
Hoy Eugenia de Chikoff tendría mucho material para trabajar más allá de la conducta en la mesa. Podría escribir un libro entero sobre el uso del teléfono celular, por ejemplo, la estridencia del dinero, el reino de la informalidad y la indiferencia ante la desnudez. Toda clase de desnudez.
Ahora ya nadie se burla de los buenos modales, puesto que todos somos víctimas de la desaprensión ajena. Algunos especialistas comienzan a surgir en los medios, con su caudal de maestría y distinción, y todos escuchamos con interés. El mundo, al parecer, está harto de gente maleducada y observa que la amabilidad y el buen trato no requieren gran cosa: sólo pensar un poco en el otro y prestar atención.