Cuenta la leyenda... que su primer nido fue la calle, en el número 72 de la rue de Belleville, en la París de principios del siglo XX. Una vereda todavía rota y un escalón de mármol fueron el punto de partida de esta historia. La puerta de madera, aún pintada de verde y un poco más cansada que aquel 19 de diciembre de 1915, nunca se abrió para auxiliar a la mujer que pasó por allí y que no pudo elegir más que ese peldaño de mármol para dar a luz a su bebé. Por azar, un policía pasó y se transformó en improvisado obstetra para recibir a una beba que por primera vez le entregó al mundo su voz, aunque en forma de llanto. Su madre la llamó Edith Giovanna Gassion, pero nadie la conoció por ese nombre. La "ciudad luz", de remaches, torres y arcos, símbolo de la modernidad y de la razón, le dio muchas veces la espalda y la reconoció, a su debido momento. "Piaf", que significa "gorrioncillo" en la jerga del argot francés, se transformó en una leyenda para Francia y el mundo. Hoy, la casa 72 no es un museo, pero algunos esténciles callejeros y una placa de mármol se encargan de recordarle al mundo que la voz más pródiga de la Francia del siglo XX nació en aquel lugar: "Sur les marches de cette maisson naquit le 19 décembre 1915 dans le plus dans dénuement Edith Piaf dont la voix, plus tard, devait bouleverser le monde".
Cuando se bucea en la historia de Piaf, cuesta creer que no haya abandonado el canto ante los sinsabores que le deparó la vida. Una especie de ritual la unió con la canción sin importar que fuera ante el distinguido público del Olympia de París, del Moulin Rouge o en una tapera de los suburbios. Edith no dejó jamás su gran pasión, como los pájaros que cantan y vuelan porque así lo ordenó su ADN.
Posada en la rama
Varios infiernos aguardaban a Edith Piaf. Hija de padres adictos al alcohol, pronto sufrió el abandono de todas las formas posibles. Su madre, Anetta Giovanna Maillard, era una cantante callejera italiana acostumbrada a la vida nómade del circo, donde conoció al acróbata Louis Gassion. De esa relación nació Edith, que a los 4 años tuvo una queratitis que la dejó ciega temporalmente. La niña se repuso, pero tuvo como secuela una salud débil con caídas y levantadas asombrosas.
Su madre, que bebía cada vez más, no tardó mucho en dejarla al cuidado de su padre y pasó mucho tiempo hasta que se reencontraron. Su padre hizo lo que pudo. Edith no iba a la escuela y la carpa del circo se convirtió en su primer espacio lúdico, algo que fue fundamental en su proyección porque allí conoció el escenario, los aplausos del público y los sinsabores de la pobreza.
Cuando tenía 15 años, su padre le cedió la crianza a su abuela, que regenteaba el burdel Lisieux, otra de las grandes escuelas para Edith. Allí construyó algunas nociones vinculadas al sexo y al amor que mantendría durante toda su vida. Coqueteó con el ambiente de los prostíbulos, sin meterse del todo en "la profesión más antigua del mundo". "Esa educación no me hizo muy sentimental (…) Pensaba que cuando un muchacho elegía a una muchacha, esta no debía rechazarlo. Creía que las mujeres debían comportarse de esa manera," contó en una autobiografía.
En esos años, Edith renunció al circo y fue a París a probar suerte. Allí conoció a Simone Bertaut, su media hermana, con quien comenzó a cantar a dúo por las calles a cambio de alguna propina. A los 16, tuvo sexo con un joven de la calle y quedó embarazada de Marcelle, su única hija, que murió a los dos años de meningitis. La muerte de la niña hizo que buscara cobijo en un proxeneta que quiso introducirla en la prostitución, sin lograrlo.
Los episodios trágicos se transformaron en una constante y Edith se aferró al canto como lo único inviolable de su vida. Recorría los bares de la calle Pigalle y con eso ganaba unos pesos para sobrevivir.
Un cuerpo pequeño y una gran con voz
Luego de un tiempo, la muchacha de 1,47 metros empezó a hacerse notar. Aquella voz intensa que brotaba de esa pequeña figura se volvió una auténtica atracción para el populacho que asistía a los tugurios de París. En uno de sus peregrinajes nocturnos por esos cafés de poca monta se cruzó con el hombre que la rebautizó para siempre: Louis Leplée, gerente del cabaret Gerny’s, en los Campos Elíseos, la escuchó cantar y supo al instante que esa muchacha mínima era un diamante en bruto. Desde su encuentro con Leplée, pasó a ser la "Môme Piaf", la "pequeña gorrión", que cautivó primero al distinguido público del Gerny´s y luego a toda Francia con apenas 20 años. En 1936, Piaf grabó su primer disco y al poco tiempo Leplée apareció muerto de un balazo en su casa de la Avenue de la Grande- Armée. La noticia dejó las cosas como al principio: Edith no sólo había perdido a su padrino artístico, sino que llegó a ser interrogada como sospechosa del crimen. El periodismo, ajeno a demostrar auténtico interés en lo que pareció un ajuste de cuentas contra Leplée, fortaleció la idea de que el gorrión escondía algo. Con el tiempo se disiparon las sospechas contra la Môme Piaf, pero su reputación ya estaba manchada. El caso Leplée y sus frecuentes vínculos con los hombres del submundo parisino no le dieron más alternativa que volver a cantar en los cafés de la calle Pigalle. Como respuesta comenzó una vida frenética de sexo, amores de una noche y drogas, pero si a Edith le faltaba instinto para elegir amantes, al menos tenía una brújula para dar con personas de vuelo artístico. Así llegó a su vida en 1937 el compositor Raymond Asso, quien la elevó de vuelta a los primeros planos de la canción francesa al grabar varias de sus creaciones: "Le contrabandier", "París-Méditerranée", "Un jeune homme chantait", "Browning", "C’est toi le plus forte", "Le mauvais matelot", "Partance" y "Mon Légionaire", entre otros éxitos, que devolvieron al gorrión el vuelo perdido.
Para el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, en 1939, Piaf había alcanzado una gran popularidad, pero el éxito no fue gratuito en su vida. En 1940 los nazis ocuparon París y la convivencia con el Tercer Reich le valdría, como en tantas ocasiones, varias acusaciones. Muchos fueron los que sostuvieron que Edith mostraba simpatías con la ocupación. Una de sus canciones más bellas, "La vie en rose", fue casi un himno adoptado por los alemanes. Ninguna de las acusaciones fueron jamás debidamente fundadas. Aunque es cierto que Edith, a pesar de su fama, nunca estuvo interesada en ser una figura simbólica de la Resistencia. Piaf priorizó su carrera aún en la coyuntura de la guerra y llegó a cantar varias veces ante prisioneros franceses. Esta actitud ayudó a sus detractores a demonizarla, pero en una de esas giras, por las que fue tan cuestionada, Edith participó de una gran operación clandestina que consistía en fotografiarse con los presos. Fueron alrededor de 120 fotografías que sirvieron luego para confeccionar pasaportes falsos que permitieron a muchos de ellos salvar sus vidas con nuevas identidades.
Los defensores de Piaf
Sus defensores remarcaban que el gorrión protegió y escondió al pianista judío Norbert Glanzberg, quien se sumó a su larga lista de amores, y al músico Michel Elmer, con quien grabó el famoso tema "L´ accordeoniste". Piaf mantuvo a Elmer clandestino hasta la liberación de París. También destacaban que canciones como "Mon Légionnaire" ("Mi legionario"), que cuenta el amor con un soldado que parte a combatir, fueron un signo de resistencia y que una vez, en plena ocupación alemana, cantó envuelta en la bandera francesa.
Yves Montand, que fue su pareja en los años de la posguerra, contó que Piaf se estremeció de dolor y sufrimiento cuando comenzaron a salir a la luz las primeras fotografías del genocidio. Su canción "Je ne regrette rien" ("Yo no me arrepiento de nada") fue casi un símbolo de la nueva etapa de posguerra, en la que Francia volvía a reconstruirse y recobrar su ánimo.
Su encuentro con Atahualpa
Europa renacía de sus cenizas. Los teatros volvían a abrirse. La mínima mujer se abría paso frente al telón, con las manos abiertas, como agarrando las luces que bajaban sobre su rostro. Cantaba que no se arrepentía de nada, que veía la vida en rosa. No había imitaciones para esa mujer que conmovía con su voz. Salía a escena despacio, caminando segura e inmensa, en contraste con ese cuerpo cada vez más asolado por una vida frenética.
En 1950 conoció casi de casualidad a un tal Atahualpa Yupanqui. La pequeña mujer se deslumbró por ese hombre que hacía milagros con la guitarra. Le preguntó:
- –¿Dónde trabajas?
- –En ninguna parte, ya me voy a mi país.
- –No, París tiene que escucharte. Ven mañana a las 8 al Athenée con tu guitarra. Te mandaré el auto al hotel.
El auto fue, pero no a un hotel sino a una pocilga donde se alojaba Yupanqui. Edith cantó esa noche más de 20 canciones y dejó el cierre de su espectáculo al músico argentino, que declaró haber recibido ese día los aplausos más conmovedores de su vida.
Los amores y mala fortuna de Edith Piaf
Mientras Edith triunfaba definitivamente en la canción, no lo hacía en el amor. En su vida hubo muchos hombres y todos estuvieron de paso: Yves Montand, Georges Moustaki, Charles Aznavour, Gilbert Bécaud, Eddie Constantine, Paul Meurisse, Marlon Brando, Louis Gérardin… la lista continúa y vale la pena detenerse en el boxeador Marcel Cerdan. Acaso fue Cerdan su único amor verdadero. Pero como todo en su vida, tampoco fue fácil esa relación, porque él tenía familia. Aún así, la pareja estaba decidida al amor, hasta que Cerdan se subió a un avión para ir a su encuentro. Nunca llegó a la cita porque el avión se estrelló y murió en el acto.
Al morir su amor, Simone su hermanastra no sabía qué hacer para consolar a Edith que lloraba todo el día y se negaba a comer como si se hubiera declarado en huelga de hambre. Edith no tenía ni sacerdote ni médico con quién hablar. Simone era su única confidente y se le ocurrió comprar una tabla ouija para comunicarse con el malogrado boxeador. Varios días hicieron el intento con el más allá, pero la tabla no se movió hasta que Simone hizo que se moviera y en un descuido, la palabra que señaló el puntero triangular fue "comer". Edith fue directo a la heladera y abandonó el ayuno de su duelo.
La vida definitivamente seguía ensañada con ella y un cáncer comenzó a habitarla. Se hizo adicta a la morfina y se deterioró su aspecto, su salud. Sin embargo, el gorrión no calló. Se subió a la rama y cantó. Aún con las huellas visibles de los excesos y la enfermedad, el sonido de su voz se mantuvo inalterable como su mirada, siempre fija en el horizonte de su público.
En la mañana del 14 de octubre de 1963, un rumor se transformó en noticia: "Edit Piaf est mort". Como sangre sin control, las calles y los bulevares se colmaron de personas que querían darle el último adiós al gorrioncillo que cayó, esta vez, para no volver a remontar vuelo.
Mientras 40 mil personas corrían desconsoladas buscando acercarse al ataúd, el arzobispo de París se negó terminantemente a ofrecer un funeral religioso a la musa yaciente: "Cette femme a péché". El asunto es que esa mujer pecó mucho. Se acostó con quien quiso, descendió a los infiernos varias veces, tomó todo tipo de drogas, repitió la liturgia del alcoholismo heredada de sus padres y hasta se duda sobre su responsabilidad en el asesinato de Louis Lepleé, el mismo que descubrió su talento y que la bautizó para la posteridad: "Piaf". Pero "Non, je ne regrette rien", Edith, no se arrepiente de nada. Entonces, el capellán Leclerc sí pareció entender los ánimos sociales y cuando el cajón se hundió para siempre en el pozo del cementerio de Père Lachaise, le dio su bendición.
Si el gorrión de París fue una pecadora, ¿qué empujó a esa multitud a su despedida? ¿Es únicamente su voz, o el encanto de esa mujer desgarbada pasaba también por otras aristas? Edith Piaf murió y nunca se lo podremos preguntar, pero seguramente ella se hubiera sentido reconfortada con toda esa marea humana que quiso rendirle homenaje.
Dicen que no se vio un funeral igual en París desde la muerte de Víctor Hugo, el poeta. La vida no fue rosa para el gorrioncillo, pero la melodía de su canto seguirá adornando los oídos de la música universal.
Todo lo demás, prácticamente no importa.
Gustavo Moure
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