Mirarse al espejo
Espejos malditos, espejos complacientes, espejos que ilusionan, atemorizan y decepcionan. A veces son un sostén, otras un crítico juez que no deja esconder nada y además muestran nuestro revés.
La mitología, la literatura, la psicología, los cuentos infantiles, la superstición y la vida cotidiana dieron a los espejos un lugar protagónico justamente por el fuerte impacto que produce el encuentro con una representación en imagen de nosotros mismos.
Con sonrisas y regocijo, el bebe, al descubrir el espejo, ve a otro al que quiere tocar, agarrar. Recién en un segundo momento advierte que aquello que ve es una imagen y, sólo más tarde, reconoce que se trata de él mismo. Delante de un espejo, enfrentado a su rostro, todo niño testea gestualmente la fidelidad del reflejo y, en ese proceso, se va apropiando de sí. Esto, que Lacan conceptualizó como el estadío del espejo, es nada menos que el cimiento de la constitución del propio yo.
Hay en el imaginario colectivo una idea muy arraigada de que un espejo que se rompe presagia desgracia y mala suerte. No es disparatado el temor, ya que un espejo, pese a no satisfacernos nunca del todo, nos permite vernos enteros. El estallido del cristal fragmenta la imagen y la rompe en pedacitos. Y eso, vaya si angustia.
Los espejos de hoy son sobre todo las representaciones que circulan por las redes sociales. Facebook, el libro de los rostros (o cara-libro) da a ver, exhibe, ofrece, entre otras cosas, fotos a la mirada de los otros. Conquistar visibilidad hoy es condición de existencia. La aprobación con un clic que expresa me gusta, o el etiquetado, son el reflejo que garantiza a través de la adhesión, que soy alguien reconocido. Verme espejado en esa aceptación es en nuestra actualidad una cuestión de supervivencia. El ser registrado por los demás da trabajo y el esfuerzo de vivir online por un lado y en la vida real por otro, se multiplica, como los espejos.
Una verdadera mutación se produjo con el acceso masivo a la fotografía digital. Al haberse incorporado a los teléfonos móviles, de los cuales no nos separamos nunca, la captura de una imagen está siempre a mano. Ver inmediatamente el resultado es parte de la escena. Podemos además elegir retenerla, guardarla, compartirla o hacerla desaparecer, como cuando nos corremos del marco de un espejo.
El mito griego de Narciso que contemplaba fascinado su rostro espejado en la laguna, simboliza en nuestra cultura el prototipo de quien vive embelezado y enamorado de sí mismo. El culto reverencial a la percepción de la propia imagen y a su cuidado se han convertido en una de las exigencias más despóticas de los últimos tiempos. El fisicoculturismo, los cuerpos tallados con bisturí para borrar las marcas del tiempo, los desórdenes alimentarios, son algunos de los fenómenos asociados al poder de la imagen y los mandatos de la época.
El atrapamiento que provoca la tiranía del espejo es inevitable. Si coincide con la expectativa de quien allí se busca, cautiva y enamora. Ese es el estado alienado al que dio origen el mito de Narciso, que, prisionero de su espejismo, quedó subyugado, no pudiendo mirar más allá de sí.
A veces también este espacio de reflejos nos produce sobresaltos. Cuando el encuentro con nuestra silueta en un vidrio o en un metal nos toma por sorpresa, produce un sentimiento extraño, un instante de ajenidad donde un doble se nos cuela sin buscarlo.
A los espejos, como superficie despejada, podríamos reconocerles la generosa disposición a estar siempre listos para recibirnos. Ellos nos dicen, como el poema de Borges, que el rostro que se mira en los gastados espejos de la noche no es el mismo. Nunca es el mismo. Y esa oportunidad de transformación es quizá la mejor aventura que el espejo nos invita a emprender.