Fue uno de los incidentes más impactantes en la historia de la aviación civil
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10 de junio de 1990. Los ingleses Tim Lancaster (piloto) y Alastair Atchison (copiloto) estaban designados como responsables del vuelo de British Airways BA 5390, que uniría Birmingham con Málaga, uno de los destinos preferidos de la clase media de Inglaterra. El tiempo estimado de vuelo era de dos horas; un viaje relativamente corto para los 81 pasajeros y una breve tripulación (de 6 empleados) que iban a bordo.
El avión a volar era el BAC 1-11, matrícula G-BJRT. La máquina había sido diseñada y fabricada por la British Aircraft Corporation (BAC, por sus siglas en inglés), en Inglaterra. Este modelo había sido introducido al mercado en la década de 1960. Y esta aeronave en particular, que ya llevaba 17 años surcando los aires, había sido adquirida por British Airways en 1988. Antes había pertenecido a la flota de la aerolínea alemana Bavaria Fluggesellschaft (luego rebautizada como Bavaria Germanair). Más allá de su matrícula, esta aeronave tenía una identidad: la empresa británica la había nombrado como “The county of South Glamorgan”, un apodo elegido en honor a una región costera del sur de Gales.
Tanto Lancaster (por entonces de 42 años) como Atchison (39) eran profesionales experimentados. El primero sumaba más de 11000 horas de vuelo en su carrera -1000 de ellas a bordo del modelo BAC 1-11-. El copiloto Atchison tenía un registro de 7500 horas en total, y, al igual que su superior, tenía 1000 horas de experiencia en el avión de la British Aircraft Corporation. Lancaster conocía a los auxiliares de vuelo designados, habían coincidido en muchas ocasiones y estaba familiarizado con su rutina. Sin embargo, para el copiloto Atchison, era la primera vez volando con ese grupo.
Despegaron a las 8.20 de la mañana, una hora más tarde de lo previsto, con un clima inmejorable. Atchison se hizo cargo del procedimiento y luego, ya en aire, le cedió los controles a su superior. A los 10 minutos ya se encontraban a una altura de 5000 metros, sobrevolando el pueblo de Didcot, en Oxfordshire. El avión se dirigía en línea recta hacia su destino. Mientras tanto, los auxiliares de vuelo preparaban el servicio de comidas y catering. Antes de salir a repartir las viandas por el pasillo, uno de ellos, Nigel Ogden, ingresó a la cabina y le preguntó a los pilotos si querían que se les adelantara algo para tomar o comer. Los pilotos agradecieron y Ogden regresó a la cabina de pasajeros.
En ese momento, Lancaster y Atchison se desabrocharon los arneses de los hombros. Lancaster, incluso, se liberó del cinturón de seguridad que rodeaba su cintura. Después, a través del micrófono, se dirigió hacia los pasajeros con el clásico reporte del clima y les deseó un buen vuelo. Siguieron ascendiendo sin problemas.
Pero tres minutos más tarde, precisamente las 8.33, mientras Ogden y sus colegas repartían las viandas, se desató un caos. Los auxiliares de vuelo recuerdan haber escuchado un fuerte sonido -parecido a una explosión- proveniente desde la cabina de mando. “Pensé que había explotado una bomba”, confesaría Ogden años más tarde.
Segundos antes, dentro de la cabina, Lancaster había notado que el parabrisas izquierdo no estaba bien ajustado. Había empezado a vibrar, cada segundo con mayor intensidad. El vidrio no tardó en salir volando por los aires, como una bala perdida.
De repente, la presión de la cabina cayó rápidamente cuando el avión experimentó lo que se conoce como “descompresión explosiva”. El fuerte estruendo fue seguido de una neblina blanca de condensación.
En la cabina de mando, sin embargo, la escena fue aún más impactante. La puerta había sido arrancada de sus bisagras e impactó contra la consola de radio y navegación. La causa de la descompresión era clara: al estallar el parabrisas izquierdo, el aire del interior del avión, que estaba a mayor presión, se escapó a través de la ventanilla.
Lancaster, al igual que todos los objetos sueltos en la cabina, fue succionado. Pero se salvó de milagro: sus pies quedaron trabados en los controles de mando, una casualidad que le permitió no correr el mismo destino que el parabrisas. Pero su cuerpo, de rodillas para arriba, quedó en el exterior, completamente fuera del avión, expuesto a ráfagas de viento helado, mientras avanzaban a más de 600 kilómetros por hora.
Atchison era el único que estaba posicionado para volar el aparato. Pero, en esa situación, era una tarea casi imposible. El viento helado que ingresaba por la ventana lo hostigaba directamente en la cara, causándole serias molestias para concentrarse y, especialmente, para poder ver. Para peor, las piernas de Lancaster se habían enganchado de tal manera en las palancas que desconectaron el piloto automático, lo que produjo que el avión comenzara a caer en picada. Heroicamente, Atchison pudo ingeniárselas para estabilizar el vuelo y descender a una altura en la que tanto la presión del aire, como los niveles de oxígeno, fueran más amigables para el cuerpo humano.
Mientras tanto, los auxiliares de vuelo, que habían ingresado a la cabina de mando, luchaban por evitar que Lancaster saliera volando al vacío. Nigel Ogden fue quien primero lo sostuvo; se aferró a él durante varios minutos, pero rápidamente, producto del viento helado, dejó de sentir sus brazos y pidió que lo ayudaran.
Ogden y sus colegas se enfrentaron con un dilema: qué hacer con Lancaster. Si seguir sujetándolo, si dejarlo ir... “Pensábamos que Tim iba a morir y que nosotros íbamos a morir. Recuerdo verlo mientras lo sostenía, sus brazos agitándose de un lado al otro, su cara golpeando contra el parabrisas lateral izquierdo y, sus ojos, bien abiertos. No pestañaba, entonces yo pensé: ‘está muerto’”, recordó Nigel Ogden, en una entrevista para ‘May Day, catástrofes aéreas’, años más tarde.
Finalmente decidieron sostenerlo a toda costa. “Largar su cuerpo hubiera supuesto grandes peligros para la estructura del avión. Lancaster podría haber impactado directo en un ala, o en un motor, por lo que aferrarse a él fue una decisión sabia”, opinó Stanley Stewart, piloto de aviones y autor de libros como ‘Flying the big jets’ y ‘Emergency!: Crisis in the cockpit’.
ATERRIZAJE DE EMERGENCIA
Con el BAC 1-11 descendiendo en apuros y los auxiliares de vuelo sosteniendo a Lancaster, Atchison se comunicó con la torre de control aéreo y solicitó pista para un aterrizaje de emergencia. Le preguntaron si podría aterrizar en el aeropuerto de Southampton. Respondió que “sí”, y hacia allí se dirigió.
Southampton era la mejor opción en términos de distancia, era la más cercana. Pero implicaba una gran dificultad: su pista era demasiado corta. Y el avión iba lleno y muy cargado de combustible, y tampoco tenía la capacidad de descargar combustible para perder peso. Igualmente, y sin opciones, Atchison aterrizó exitosamente a las 8.55. Para la sorpresa de todos, Lancaster había sobrevivido al hecho.
Tiempo después, recordó: “Recuerdo que vi el parabrisas saliendo hacia afuera de la aeronave y luego desapareció como una bala en la distancia. Estaba consciente de haber salido hacia arriba. Todo se volvió surreal. Me acuerdo de estar afuera del avión, pero eso no me molestó tanto. Lo que más recuerdo es que no podía respirar porque la corriente de aire no me dejaba. Me di vuelta y pude respirar. Cuando quedé cuerpo afuera, llegué a ver el fuselaje, una turbina y la cola. De lo que vino después no recuerdo nada más. Una vez aterrizados, recuperé algo de conciencia. Y mis primeras sensaciones claras y fluidas fueron cuando me ingresaron en el hospital”. Lancaster solo sufrió fracturas en su brazo derecho, congelamientos, moretones y una concusión. Nigel Logden, por su parte, se dislocó el hombro y sufrió congelamiento en distintas partes del cuerpo.
TORNILLOS DE TAMAÑO INCORRECTO
Después del incidente, se dio inicio a la investigación, que fue dirigida por la la Air Accidents Investigation Branch (AAIB por sus siglas en inglés). Los expertos primero descartaron errores humanos cometidos por la tripulación y determinaron que, tanto los pilotos como los auxiliares de vuelo, estaban “correctamente matriculados, bien descansados y médicamente aptos para volar el avión”. Luego orientaron la búsqueda hacia la causa específica: qué había sucedido con el parabrisas, por qué se había desprendido.
Los peritos recorrieron la zona de Oxfordshire que sobrevolaba la nave de British Airways a la hora en la que empezaron los problemas. Las primeras pistas aparecieron en los campos de la zona: allí encontraron algunos de los 90 tornillos que agarraban el parabrisas contra el marco. Notaron que no todos eran del mismo tamaño... Algunos eran de una medida más corta y angosta que la necesaria.
Según la AAIB, el parabrisas había sido cambiado 27 horas antes del vuelo. En ese trabajo de manutención, el nuevo ejemplar había sido instalado con 90 tornillos, tal como indicaban las instrucciones. Sin embargo, 84 de ellos tenían un diámetro aproximadamente 0,6 mm menor al modelo de tornillo indicado. Y los otros 6, que eran del diámetro correcto, eran 2.54 mm más cortos de los debido.
El reporte menciona que si se hubiera realizado una inspección previa al vuelo más rigurosa de lo normal, el error podría haber sido detectado. Sin embargo, como la tarea de instalar el parabrisas no ingresaba en la categoría “puntos vitales”, no se pidió una segunda revisión, y el descuido pasó inadvertido.
Fue un milagro que el vuelo 5390 no haya terminado en tragedia. Todos sus tripulantes fueron condecorados después del incidente. Atchison, la azafata Susan Gibbins y Nigel Ogden recibieron la “Queen’s Commendation for Valuable Service in the Air”. Atchison también recibió un premio Polaris por su heroísmo y por haber controlado la aeronave en condiciones casi inhumanas. El Polaris es otorgado por la Federación Internacional de Asociaciones de Pilotos de Aerolíneas (IFALPA por sus siglas en inglés) a las tripulaciones en reconocimiento por sus actos técnicos excepcionales y por su valentía. Es la máxima distinción asociada a la aviación comercial.
Lancaster continuó demostrando su fortaleza al regresar a volar profesionalmente solo 5 meses después del incidente. En 2003 dejó British Airways y continuó su carrera en volando para otra aerolínea. Se retiró en 2008. Atchison también siguió trabajando unos años para British Airways, y luego continuó su carrera en otra empresa. Se jubiló el 28 de junio de 2015, en un vuelo que unió Alicante con Manchester.
El G-BJRT también continuó su carrera. Voló 3 años más con la empresa inglesa hasta que, en 1993, fue adquirido por la aerolínea rumana Jaro International, que lo utilizó hasta el año 2001, cuando decidieron retirarlo de su flota y “pasarlo a retiro”.
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