Michel Houellebecq, el vacío de la existencia
La intimidad del escritor francés en Buenos Aires, en una visita repleta de confesiones, cinismo, gestos sensibles y custodios en alerta
Es domingo a la noche. Michel Houellebecq está sentado en un banco de madera al aire libre. Fuma y conversa con Cecilia, que le pregunta por qué sostiene el cigarrillo de ese modo, con los dedos del medio. Michel dice que una vez se quebró el índice jugando al básquet y por eso no puede usarlo, que si hubiera una secta que lo tuviera a él por Dios todos deberían fumar con los dedos del medio. Es su última noche en Buenos Aires y se lo ve animado. Acaba de comer dos porciones de carne en Happening, en Costanera Norte, y se siente un poco animal, hace una morisqueta como de león en plena caza y dice que nunca comió tanto en su vida. Todos a su alrededor le festejan porque en cinco días no hizo nunca algo tan enérgico, pero quieren irse a dormir. Entonces, Gonzalo se le acerca y le dice que se va, que mañana lo busca a las 7 por el hotel para acompañarlo al aeropuerto. Michel se para y se acerca a saludarlo. Gonzalo es Gonzalo Garcés, escritor, amigo de Houellebecq y responsable de su visita a la Argentina. Se dan un abrazo, se sacan unas fotos y se despiden. Cecilia Nuin, traductora de francés que lo acompañó en algunas entrevistas, también se para con la intención de irse, igual que los demás. El único que no parece dispuesto a arrancar es Michel, que mira la luna, mira el río, fuma, toma vino, vuelve a fumar y finalmente acepta. La corte respira. Su papel de cínico, de hombre que desprecia al hombre, tiene a todos agotados. Fascinados y agotados. Se resigna y encara para el auto. No saluda a nadie del restaurante. El resto del grupo agradece por él, que pasa como una sombra entre la gente que corre para servirlo. Sube al auto. Camino a su hotel, en el asiento de atrás alguien dice algo que termina con la frase “el día que las vacas vuelen”. Michel gira su cabeza extrañado y pregunta:
–¿Las vacas vuelan?
Sin esperar respuesta, cierra sus ojos, deja caer su cabeza y se duerme.
Miércoles. Michel acaba de llegar a Buenos Aires y descansa en la habitación número 15 del hotel Meliá de Recoleta. Uno de sus únicos pedidos para venir al país fue le consiguieran un cuarto de hotel en el que pudiera fumar. Prende más de un atado por día. Cuando lleva demasiado tiempo encerrado, fuma un cigarrillo electrónico con forma de uno normal.
Ahora baja al lobby para comenzar con la primera ronda de entrevistas, se le acerca a Gonzalo y le dice que está harto de cultivar una imagen de escritor roñoso, que va a intentar cambiarla. Gonzalo le ofrece ir a comprar ropa, pero Houellebecq dice que no, que va a hacer una primera entrevista con esa ropa y luego con otra. Que ya lo tiene pensado.
Así lo hace: después de la primera nota –camisa azul, pantalón negro–, pide un momento y se va a la habitación. Vuelve a los quince minutos, misma camisa azul, mismo pantalón negro, pero esta vez un saco azul que antes no estaba. Se acerca a Gonzalo una vez más y le dice que está “apenas satisfecho con el cambio”. Dos horas después de la entrevista, llama desde su habitación a Gonzalo por teléfono: “Te quería confirmar que sí, que estoy solo a medias satisfecho con el cambio de ropa. Ah… y que el enchufe de mi cafetera no anda”. Gonzalo le dice que no se preocupe y que lo pasa a buscar a las 20.30 para una cena con el jefe de Gabinete, Marcos Peña, el ministro de Cultura, Pablo Avelluto, y escritores invitados. Houellebecq dice que está bien y le pregunta si podrá conseguir un adaptador para la cafetera.
Los primeros en llegar al hotel a buscarlo son los custodios de la Policía Federal. De un Fiat Siena gris con sirena azul bajan un muchacho y dos chicas. Lo custodian desde que llegó al país y lo harán hasta que se vaya. Las amenazas que recibe, sobre todo desde la publicación de Sumisión (donde trata la posibilidad –¿el deseo oculto?– de que Francia sea conducida por un régimen musulmán), hacen que no pueda manejarse solo. Gonzalo, Michel y el periodista Maximiliano Tomas, programador del área de letras del Centro Cultural San Martín, se encuentran en el lobby. La cena es cerca y Michel propone caminar. Cubiertos por delante y detrás, y acompañados a distancia por el Siena, caminan al ritmo del francés. Él no parece extrañado por la situación. Ni ese día ni después, Houellebecq va a dirigirles la palabra a sus custodios, que estarán siempre con él divididos en dos turnos. Ni hola, chau, gracias. Nada. Ni él a ellos ni ellos a él.
En la cena –misma camisa, mismo traje–, alguien le pregunta por Donald Trump. Dice que a él le importa muy poco, que a Francia también, pero que van a tener que seguir hablando como siempre, que nada cambiará. “Peor hubiese sido que ganara Hillary, porque a ella sí le interesa la política exterior”, dice, y más tarde confiesa en privado que no pasó ni un día del triunfo de Trump y ya está cansado de que le pregunten al respecto.
La cena sigue y le preguntan qué escenas le cuesta más narrar. Houellebecq se ríe como un chico. Mira hacia abajo y responde con timidez: las de sexo. Una pequeña carcajada nerviosa acompaña su respuesta: “Me dan mucho trabajo, me hacen sufrir”, dice. Y vuelve a reír, como Golum haciendo una maldad para preservar su tesoro. No será una cena larga, apenas dará lugar para un intercambio de cortesías, le regalarán un mate, comerán cordero y tomarán vino.
La noche sigue en el bar del palacio Duhau. Houellebecq se entusiasma y ya sin demasiado público cuenta que el hotel en el que sucede la escena de la felación en el jacuzzi en Las partículas elementales, uno de sus pasajes más emblemáticos, le hizo juicio cuando publicó el libro (1998) por poner el nombre real. Tuvo que cambiarlo, buscando un nombre con la misma cantidad de letras para no descompaginar todo el libro. Pero en 2015, sin embargo, lo volvieron a llamar para decirle que estaba todo perdonado y contarle, de paso, que querían poner una estatua y una placa junto a aquel jacuzzi. Esa escena fue, además, la primera escena de sexo que escribió en su vida. Tenía por entonces cerca de 40 años.
–¿Cómo surgen los títulos de sus novelas?
–En general, aparecen en la mitad del texto. Sumisión, por ejemplo, se iba a llamar La Conversión, pero cambié. Ampliación del campo de batalla en inglés se llama Whatever. Fue una idea idiota del editor y la acepté.
Jueves. Michel dice que no almuerza porque si lo hace después le da sueño y no sirve para nada. Tiene que dar una conferencia en el Centro Cultural San Martín y quiere estar bien de ánimo. Así que baja al lobby directamente al mediodía, se sienta en los sillones y pide un Martini Blanco. Al rato llega Gonzalo con el periodista Nicolás Mavrakis, que quiere saludarlo y regalarle su libro de ensayos sobre él (que acaba de salir por Galerna, Houellebecq, una experiencia sensible). Michel hojea el libro. Se ve a sí mismo en la tapa, recorre algunas páginas. Está de buen humor y se pone a conversar. Su voz es débil y oscura, usa pausas antes de decir cualquier cosa y siempre mira a los ojos en una suerte de juego intimidatorio. No quiere que le pidan nada. Mavrakis no lo hace, Gonzalo tampoco y Houellebecq se relaja. Cuenta que a los 15 años, en un viaje de estudios a Alemania, una alemana de 20 años le propuso desvirgarlo. “Yo era totalmente idiota en esa época y le dije que no tenía tiempo”, y se pasó el tiempo del viaje leyendo los pensamientos de Pascal, sintiéndose aterrorizado “por el vacío de los espacios que nos ignoran”. ¿Existiría su literatura si su adolescencia hubiese arrancado en la prosperidad del sexo? ¿No es el vacío de los espacios que nos ignoran, su obra?
–¿Qué cosas le preocupan más? ¿La política?
–Se puede decir que mi gran tema son las relaciones. La insistencia de los hombres en tener relaciones.
–¿Le molesta que le pregunten siempre por el estado del mundo?
–No entiendo por qué a los escritores se les pide siempre grandes revelaciones sobre política en vez de pedirles revelaciones sobre la literatura. Una vez en Rusia, al final de una conferencia, un hombre se levantó y me preguntó: “¿Debo o no internarme en un monasterio?”.
En ese mismo viaje, cuenta después, al término de otra charla se le acercó un hombre con un vaso de leche, le dijo que era leche de su mujer y le ofreció tomarla. “¿Si le dije que no? No, no pude”.
La primera conferencia en el país será más bien una entrevista abierta. Michel no está preocupado por eso, pero sí por la fiesta posterior que le prometieron. Gonzalo le dice que sí, que la idea es bailar y todo, y Michel se enciende y propone una playlist propia, y ser él quien haga de DJ. Gonzalo le dice que sí y Michel se va al cuarto a trabajar en su playlist.
Más tarde, frente a miles de personas, dirá que las mujeres son las que toman las decisiones del mundo, que “no hace falta amar la vida para vivirla”, que “la libertad no es hacer lo que uno elige, sino hacer cosas imprevistas”. La gente que hizo cuadras de cola para escucharlo lo escucha. Mientras, en Brasil la selección pierde 3 a 0. Mientras, en los Estados Unidos muere Leonard Cohen.
Ya en el hotel comienza la fiesta. La playlist tiene algo de The Beatles, de The Moody Blues, de Bob Dylan. A las 23 van llegando los invitados. A las 23.05, Gonzalo le cuenta a Michel que murió Leonard Cohen. Michel baja la cabeza. Cuando la vuelve a subir, tiene los ojos rojos. No dice nada. Poco después, cuando nadie lo mire, se irá furtivamente de la fiesta, que acaba de comenzar. No volverá.
Tres admiradoras suben al cuarto a tocarle la puerta. Michel duerme. Vaya uno a saber con qué sueña mientras las mujeres, hermosas, brillantes, se vuelven sin haber conocido al pervertido que imaginaban.
Viernes. Alguien se acerca y le dice que quiere regalarle la camiseta de Boca, club del que Michel es hincha. Alguien más se acerca y le dice que quiere regalarle la camiseta de River. Aunque es mundialmente conocido por no esquivarle a la polémica, dice que prefiere no entrometerse en rencillas locales. El tipo necesita custodio permanente por provocar al Islam, pero no quiere meterse con el conflicto Boca-River. Prefiere tener un viernes tranquilo: toma un Bloody Mary en Puerto Madero, recorre locaciones con gente de la Embajada de Francia para una muestra de fotos que quiere hacer el año próximo (el CCK, el Cultural Recoleta y el Hotel de los Inmigrantes son las opciones), y va a cenar al hotel Plaza acompañado de Gonzalo y su mujer, Maximiliano, una lectora devota de Michel y este cronista.
–¿Sabía que anoche le tocaron la puerta unas lectoras que querían conocerlo?
–No sabía.
–¿Escribe cuando viaja? ¿Lleva un diario?
–No.
–O sea que no escribió nada en esta visita.
–No.
–¿Cuándo escribe?
–A la mañana
–¿Siempre?
–Sólo cuando me siento con ánimos.
–¿Le interesa algo de la muerte?
–La muerte es siempre un tema misterioso.
–¿Hace algún tipo terapia?
–No hay que intentar entenderse a uno mismo.
–¿Podríamos hacer unas fotos, después?
–No.
Sábado. Antes de salir para su excursión, Michel elige la ropa que usará más tarde en la conferencia. Camisa floreada, saco azul. Al Tigre, en cambio, lleva camisa amarilla. Va a pasar toda la mañana en silencio, sacando fotos con su cámara pocket y tomando cerveza. Junto al río, se detiene al costado del camino para ponerse a mirar un árbol y deja pasar a dos mujeres que venían detrás. Cuando ya están a buena distancia, las mira sin culpa y confiesa: “Me hice el que estaba mirando las plantitas”. Vuelve a reírse como Golum y sube a la lancha. Pasan dos cosas que parecen escritas por él: un perro se cruza por delante nadando de un lado al otro del ancho río; después, al girar por un brazo escondido, en el frente de un jardín, una mujer se mueve desnuda sobre el cuerpo de un hombre desnudo. Pero Michel no llega a verlos a tiempo: la mujer se da cuenta de los testigos y se cubre. Cierra la escena el mismo Houellebecq: “Hay una pareja teniendo sexo y no la veo. Me tocan la puerta y no lo escucho. Bueno... Definitivamente estoy viejo”.
En la conferencia dirá que Sartre y Camus le parecen prescindibles como filósofos, que muchas veces los leyó sin encontrarles sentido y se preguntaba si él no era un tarado, pero hoy cree que no, que estaba frente a charlatanes. También dirá que abolir la prostitución es una forma de fomentar el derrumbe europeo, porque es hacer que el matrimonio no sea posible y que no sea posible nuestra sociedad. Y dirá que sabe que hay muchos periodistas que se van a alegrar el día en que se muera, pero no le molesta saber que antes él va a vivir la quiebra de varios diarios.
–¿Qué opina del premio Nobel a Bob Dylan?
–Me parece bien, novedoso. Ahora, desde el punto de vista de las letras, yo preferiría a Lou Reed.
–¿Qué piensa de que usted, por su incorrección política, probablemente nunca reciba el Nobel?
–Pienso que sería difícil, pero no imposible.
–¿Le gustaría?
–Bueno, estaría bien ganar un Nobel. ¿Quién me quita lo bailado?
–¿Podríamos hacer unas fotos, después?
–No.
Domingo. Houllebecq firma más de 150 libros en la librería Borges, de Palermo. A cada lector le pone su nombre en español escrito a la perfección y le da la mano. Está manso y feliz. Un hombre le da el Corán para firmar. Houellebcq le dice que no con la mano. El hombre se retira. Houellebecq sigue firmando antes de recorrer más locaciones para la muestra.
El Centro Cultural Recoleta proyecta luego El secuestro de Michel Houellebecq, película que protagoniza. Responde preguntas después de la función.
–¿Cree que si efectivamente lo secuestraran en Francia, el gobierno pagaría su rescate?
–No.
–Suele votar en las elecciones en su país?
–No.
–¿Podríamos hacer unas fotos, después?
–No.
Va a cenar a Happening. Hace la morisqueta de león en plena caza. Quienes lo acompañan ríen y proyectan, para sí, lo que recordarán de estos cinco días con Houellebecq. Suben al auto. Alguien dice que las vacas vuelas. ¿Las vacas vuelan? Deja caer su cabeza y se duerme.