Michael Cooper y el lado B de los años 60
Retrató la intimidad de la escena cultural y de las grandes celebridades. “Ha sido por lejos el que mejor documentó esa magnífica década”, opinó John Lennon sobre el fotógrafo que, después de aquellos años dorados, ya no supo cómo seguir
Eran los años 60 y era Londres, cuando el mundo empezaba a bailar al ritmo de una nueva música. Y ahí, en el corazón de todo lo nuevo, estaba el fotógrafo Michael Cooper. Estaba ahí cuando René Magritte y Marcel Duchamp eran rescatados por una nueva generación como los adelantados que nunca habían dejado de ser. Cuando Andy Warhol llegaba con su peluca telefónica a sacudir los valores victorianos de la capital de Gran Bretaña. Cuando John conoció a Yoko en una galería de arte. Cuando Truffaut filmó Fahrenheit 451 y cuando un Polanski rabioso trataba de salir de su pozo negro filmando con Marcello Mastroianni en Italia. Estaba ahí cuando Twiggy era sensación y Claudia Cardinale era una bomba. Cuando David Hockney exhibía sus retratos pop para el flamante público pop. Cuando las vidrieras de King's Road cambiaban sus trajes por vestuarios psicodélicos. Cuando la ceremonia de los Oscar tuvo que cambiar de día porque habían asesinado a Martin Luther King, y cuando ¡Stop the war! era el grito que ardía en las calles de Chicago. Michael Cooper, con su inseparable cámara al cuello, el rollo listo, el fotómetro siempre ajustado, estaba ahí; en el momento justo, en el lugar correcto y con la sensibilidad afinada para plasmar en más de 70 mil fotografías el legado de toda una década.
En sus cortos treinta y dos años de vida, antes de que la depresión –y la metadona que le habían recetado para limpiarlo de la heroína– lo arrastrara al suicidio con pastillas para dormir y una botella de scotch, Michael Cooper fue uno de los fotógrafos más prolíficos de su tiempo. Pero su temprana muerte en 1973 lo hizo desaparecer del mapa mientras otros fotógrafos ingleses de su generación – David Bailey, Terence Donovan– se convertían en estrellas. Recién en los años 90, a través de la amorosa curaduría que su hijo, Adam Cooper, hizo de su obra para crear un primer libro hoy incunable, Blinds & Shutters, se empezó a conocer el recorrido que hizo Michael Cooper a la par de una década que aún nos interpela. El libro retrataba a muchos de los protagonistas del Swinging London, de modelos y estrellas de Hollywood a músicos y artistas; y firmado de puño y letra por varios de ellos dio pie años más tarde a otros dos libros: You are here. Michael Cooper: The London Sixties y Early Stones, el único que, reeditado en español, se consigue en la Argentina, donde Adam vive hace veinticinco años.
Sin embargo, Michael Cooper es reconocido por apenas una fracción de la multitud de fotografías que tomó: las que logró posando el lente en sus íntimos amigos, los Rolling Stones, entre 1963 y 1973, incluyendo la foto de tapa de Their Satanic Majesties Request, además de la de Sgt. Pepper de Los Beatles. Ambas son parte de Early Stones, nombre también de la muestra curada por Adam y su esposa argentina, la montajista y editora de cine Silvia Ripoll, presentada en el Centro Cultural Konex y visitada, con lágrimas en los ojos, por la mismísima Anita Pallenberg, una de las musas de Cooper.
Más allá de su faceta de fotógrafo del rock, fue uno de los cronistas más interesantes de esa época y supo capturar con obsesión la intimidad de un momento en el cual él también era protagonista. Ya en 1965, en su libro Box of Pin-Ups, una suerte de quién es quién de aquellos años, el fotógrafo David Bailey incluía un retrato de Cooper: delgado y de cara alargada, los ojos tristes, usando una camiseta de New York University y una campera de jean repleta de prendedores, la pose irreverente de un teddy boy.
Adam es quien se encarga de organizar en todo el mundo las exposiciones y los libros que dan a conocer la obra de su padre. "El conjunto de la explosión que fue Londres en los 60 era lo que lo atraía, él tenía una carrera en el mundo del arte, de la moda, de la política. Era un artista bohemio, pasaba horas y horas en el cuarto oscuro, experimentando y probando técnicas. Después imprimía los negativos y los tiraba en una caja de cartón, sin protección, sin orden…y listo, seguía adelante." A los 18 años, Adam recibió la caja como herencia. Después de dos años limpiando y rescatando los negativos de su padre, se encontró con un tesoro.
"Él quería ser libre"
Michael Cooper había nacido en una familia de clase media en 1941 en Londres, era el tercero de cinco hermanos y como otros chicos nacidos en los años más crudos de la Segunda Guerra –Mick Jagger o Keith Richards, por ejemplo– se crió entre las cartillas de racionamiento y las ruinas de una capital devastada como campo de juegos. La guerra no había logrado sacudir la cajita de reglas victorianas de la conservadora Londres, pero estos chicos lo harían. La juventud empezaba a salir del clóset y a expresarse como nunca antes en la historia. Como muchos de ellos, que no querían ser ni contadores ni abogados, Cooper entró en una de las tantas escuelas de arte que florecieron a fines de los años 50.
Con apenas 18 años, su conocimiento en estilo y composición fotográfica, en iluminación y revelado, impresionaba a sus maestros, que incluso le ofrecieron un puesto de profesor que rechazó. Pronto, su nombre llegaría a los oídos más glamorosos de la época: los de Vogue. Recién salido de la academia, Cooper había ganado el mejor lugar posible para un aspirante a fotógrafo en esos días, entrar al equipo junior de fotografía de la revista. En dos años, 25 mil tomas y varias tapas de Vogue, después, en 1964 escribió su renuncia en un papel de colores psicodélicos mientras todo el mundo le decía que estaba arruinando su carrera. "Él entró a la fotografía por muchas razones, pero hacer dinero y ser famoso no era algo importante. Vogue le decía a quién tenía que fotografiar, dónde, cómo, cuántos rollos de película gastar. Y él quería ser libre, ir donde quisiera, gastar la cantidad de rollos que quisiera, y no que una corporación le dijera qué hacer y qué no", explica Adam.
El punto de inflexión fue su encuentro, a través de los Rolling Stones, con el aristócrata y marchand Robert Fraser, que con su galería de arte en la calle Duke introdujo a Londres en lo que ahora llamamos arte contemporáneo. Jean Dubuffet, Marcel Duchamp, Francis Bacon, Andy Warhol: a todos llevó Fraser a su galería y a todos los retrató Cooper, convertido en una suerte de fotógrafo no oficial y en protegido del galerista, con quien armaría su estudio en el barrio cool de Chelsea, además de diseñar los afiches de las muestras con collages cuyo trazo plasmaría luego en Sgt. Pepper.
La galería de Fraser era el lugar donde estar a mitad de los años 60: un sitio de convergencia y de experimentación de todo tipo, donde pasaban desde Marianne Faithfull a Marlon Brando, Dennis Hopper a John Lennon, y donde la aristocracia del pop reemplazaba a una sociedad de clases en descomposición. "Michael no tenía una misión, él sólo estaba ahí, siempre listo para disparar sin importar la condición en que se encontrara… lo cual hace al 90 por ciento del trabajo de un buen fotógrafo –dice Adam–. Cuando en 1968 fue la inauguración de la exposición de Warhol, en la galería entraron, cerraron la puerta con llave y salieron cinco días después. Ahí es donde los famosos happenings comenzaron. Qué pasó dentro, bueno, te lo podés imaginar."
En fiestas y galerías de arte, en las manifestaciones donde se pedía power to the people o en el recital de la isla de Wight, apareciendo en el documental de Godard sobre los Stones o en la India con el Maharishi, con aristócratas como los Getty o el clan Guiness: "Su vida era un constante trabajo fotográfico", decía Fraser de él. Cuando en 1968 la revista Esquire lo envió a Los Ángeles a cubrir los Oscar por dos días, por ejemplo, Cooper se quedó dos meses en los cuales se hizo amigo de Steve McQueen y lo fotografió más allá del frac y el moño. Ese mismo año se encontró con el escritor Terry Southern –autor del guión de Easy Rider, entre otros– en el Chateau Marmont de Los Ángeles, quien iba camino a tomar un vuelo a Chicago. "Voy con vos", le dijo. Junto a Allen Ginsberg, Jean Genet y William Burroughs, Southern iba a cubrir para Esquire la convención demócrata, que terminó en una batalla campal entre los manifestantes y la policía. El documento fotográfico que logró terminó dando la vuelta al mundo, y hoy el proyecto de un libro con ese material es uno de los próximos de su hijo Adam, quien también está planeando para 2017 –en el 50° aniversario de Their Satanic Majesties Request y Sgt. Pepper– una exhibición sobre los años 60 que rescatará las fotografías menos conocidas de Cooper.
"Michael nunca estaba conforme con hacer sólo lo que le pedían. Era muy carismático y hacía amigos con facilidad, tenía un sentido del humor fantástico, que hacía sentir a la gente cómoda desde el principio. Eso es genial si sos un fotógrafo, porque te hace ganar acceso", dice Adam, él mismo un fotógrafo que trabaja en la industria del cine. "Michael quería captar a la persona real, no una pose. Su mayor cualidad era poder estar en una situación y hacer su arte sin interrumpir la energía de lo que estaba pasando." Sus fotos muestran una intimidad natural con el objeto retratado: Cooper huía de los estudios, prefería disparar en el momento exacto en que Magritte se tapaba la cara con una flor o el sol se reflejaba en los lentes de Keith Richards.
En diez años, Cooper logró un material extraordinario ajustando el lente más allá de lo ordinario. "De todos los fotógrafos que existen, Michael ha sido por lejos el que mejor documentó esta magnífica década y quien entendió realmente qué significaron aquellos años 60 y aquellos juveniles sueños de futuro", diría John Lennon. Con la frustración de que, más allá de su rango de fotógrafo de corte de los Stones, su trabajo no era comercialmente apreciado, Cooper vivió rápido y murió demasiado joven como muchos de sus retratados, entre la excitación de experimentar la rebelión contra lo establecido y la naïveté de no saber que mucho de eso –las drogas, por ejemplo– podían matarlos. Como escribió Robin Muir, curador de fotografía que trabajó con la obra de Cooper: "No pudo soltar esa década. Cuando terminó, no pudo seguir adelante o quedarse en el escepticismo de tantos de sus contemporáneos". Hoy el brillo y la inmediatez de sus fotos es una máquina del tiempo para trasladarse al momento justo donde confluyeron los cambios que giraron la dirección del siglo XX para siempre.