Cada diciembre, Miami se transforma. Mientras la temperatura baja y los días se acortan, los miles de visitantes que arriban desde todo el mundo adquieren otro perfil. De día, el tránsito se vuelve más denso, las playas de South Beach son ocupadas por enormes carpas y un incesante pasar de cuadros, cuidadosamente embalados, interrumpe la marcha de los peatones que pasean sus esbeltos cuerpos por Ocean Drive. Por la noche, el tránsito se convierte en caótico y las vans de alquiler, limusinas y deportivos convertibles se agolpan delante de los grandes hoteles de la avenida Collins, mientras descienden de ellos hombres en esmoquin y mujeres con finos stilettos y brillosos vestidos de fiesta. Diciembre en Miami es sinónimo de arte, y la ciudad se transforma, aunque sea por unos pocos días, para convertirse en la capital mundial de la opulencia y el lujo. En una ciudad donde el español se habla tan fluido como el inglés durante todo el año, se escucha ahora también ruso, alemán y francés. Por un rato, la novena metrópoli de los Estados Unidos parece más europea que latina y los periodistas, también llegados desde todo el mundo, se preparan para hablarle a sus audiencias de transacciones millonarias. Cada diciembre a Miami llegan Art Basel y otra decena de ferias de arte satélite, y desde la playa hasta el bohemio barrio de Wynwood, del otro lado de la bahía de Biscayne, la ciudad parece otra.
Pero Art Basel puede ser también como esos viejos circos que ruidosamente irrumpían en un pueblo, conmocionándolo con sus maravillas durante una semana, para luego dejar tras de sí apenas los restos de aserrín y papel picado donde la carpa de las fantasías deja su vacío. Es que Miami aún busca ser una ciudad de arte más allá de la primera semana de cada diciembre. Y, aunque algunos proyectos confirman esa dirección, también se ciernen nubes de inquietud porque a nadie escapa que al arte lo han traído hasta estas playas las olas del real estate, el oscilante mercado inmobiliario que desde hace unos meses enciende algunas luces de alarma.
Creada en 1970 por los galeristas de Basilea, Suiza, Ernst Beyeler, Trudl Bruckner y Balz Hilt, Art Basel es la mayor feria de arte contemporáneo del mundo, y cada año se organiza en tres ciudades del planeta: la ciudad donde nació, Miami y Hong Kong. Al sur de la Florida llegó hace 17 años y desde entonces no ha dejado de crecer. En su última edición, en diciembre pasado, participaron 293 galerías de todo el mundo. Sin embargo, ninguna de esas galerías era de la propia Miami. Es que si bien participaron, por ejemplo, varias latinoamericanas, especialmente de Ciudad de México y de San Pablo, pero también de Buenos Aires –como Ruth Benzacar, Revolver y Jorge Mara-La Ruche–, el proceso de aceptación para participar de la feria es tan riguroso (está a cargo de un prestigioso comité de expertos) y tan costoso (varias decenas de miles de dólares por un stand), que Art Basel representa fundamentalmente al establishment del arte global. Esto garantiza la presencia de los coleccionistas con más amplios bolsillos del mundo, de los artistas más cotizados y de las galerías más renombradas, así como de ventas multimillonarias. Por los anchos pasillos del inmenso y pulcro Miami Beach Convention Center, que el año pasado y con un costo de 620 millones de dólares fue especialmente ampliado y renovado, pueden verse cada diciembre celebridades de arte, como Marina Abramovic; celebridades de cualquier otro rubro, magnates del arte, como el galerista armenio-estadounidense Larry Gagosian, y coleccionistas e inversores de todos los continentes.
Pero incluso ese mundo selecto tiene su propio vip, el Lounge para Coleccionistas, un espacio aun más exclusivo donde solo acceden los escasos poseedores del precinto habilitante, donde circulan a toda hora las copas con champagne Cristal o Ruinart y donde las principales firmas suizas tienen sus propios pabellones para invitados premium. Es un espacio donde el arte se involucra aún más con el lujo, el marketing y los negocios: fabricantes de yates, empresas de relojes, bancos y aerolíneas conviven en esa esfera que reúne celebridades, personalidades del arte, ejecutivos e inversores. Allí también se exhiben piezas de arte exclusivas, como la que la firma de productos de lujo para el cuidado de la piel La Prairie le encargó al célebre arquitecto suizo Mario Botta, una "arqui-escultura" inspirada en el origen de la vida: una elegante y armoniosa estructura vertical de madera, que emula curvas femeninas y protectoras, envolventes. Su celebrado diseño con códigos de la escuela Bauhaus, invitaba a ingresar en su interior, donde un panel separaba dos partes idénticas y de un lado a otro un participante podía espiar a su contraparte. "La vida comienza en espacios confortables, íntimos, y quería ofrecerle al espectador esa experiencia nuevamente, para brindarle la oportunidad de reflexionar sobre los orígenes de la vida", comentó Botta durante la presentación de su obra, con la que La Prairie escenificó el exclusivo lanzamiento de su Platinum Rare Cellular Life-Lotion. Nacido en 1943 en Mendriso, Botta comenzó su carrera trabajando junto con Le Corbusier y Louis Kahn, quienes, asegura, aún siguen inspirándolo. Su vocabulario arquitectónico se nutre de formas geométricas y de un diseño puro, tan profundo como simple.
Mientras en el Lounge de los Coleccionistas se elogiaba su obra, y las invitadas se interiorizaban también sobre los particulares beneficios del platino en la cosmética, a metros de allí la galería Gagosian vendía en 6,5 millones de dólares una pintura abstracta de Sam Francis a un millonario vestido con una chaqueta militar. Son las escenas habituales en una feria que a lo largo de cinco días fue visitada en diciembre pasado por 83.000 personas y donde ninguna extravaganza sorprende. A pocas horas de la apertura la galería Van de Weghe vendió un retrato de Picasso, Tete de Femme, de 1971, por 17 millones de dólares. Hauser & Wirth vendió un nuevo cuadro de Mark Bradford por 5 millones de dólares y otro de Philip Guston por 7,6 millones. Con estas cifras no es de extrañar que Art Basel haya revolucionado Miami con su llegada hasta 17 años. Además de esta gran feria, otra docena, de menor tamaño, pero igualmente atrayentes y provocadoras, se distribuyen en la misma semana por toda la ciudad. Como Untitled, que despliega una enorme carpa en plena playa en South Beach; Scope, apenas unas cuadras más al norte; Pulse, en Miami Beach; Art Miami, en Wynwood, o Pinta Miami, la exitosa feria organizada por el gestor cultural argentino Diego Costa Peuser en el mismo barrio y enfocada en el arte latinoamericano.
El arte, además de convocar ferias comerciales, también ha atraído a la ciudad a grandes billeteras, seducidas por las oportunidades de inversión inmobiliaria. Pero es en este punto donde algunas nubes amenazantes opacaron a fines de 2018 el éxito de Art Basel. Art Basel Miami Beach: grietas en la fachada reluciente, tituló el New York Times su balance sobre la última edición de la feria. Su redactora, Brett Sokol, destacaba las preocupaciones de los agentes inmobiliarios e inversores por el enfriamiento de los precios de las propiedades de lujo en el sur de la Florida. El artículo citaba a su colega The Wall Street Journal, que habló el año pasado de un "éxodo" de propietarios multimillonarios, entre los que incluyó a Larry Gagosian. Tampoco pasó inadvertido en los pasillos de Art Basel el informe realizado por la consultora TDC, titulado Ecosistemas envolventes del arte: un estudio de Miami, que tras destacar la explosión cultural que siguió al desembarco en la década pasada de la feria suiza –que incluyó la creación del Pérez Art Museum, en el Downtown, y la fundación de múltiples galerías–, advirtió que "la continuidad de ese progreso no está asegurada". Alberto Ibargüen, presidente de la Fundación Knight, basada en Miami y que ha aportado decenas de millones de dólares para proyectos artísticos, se preguntaba, en la nota de Sokol, qué ocurriría con la escena local del arte de existir una próxima gran recesión. Ni siquiera el anuncio de que la ciudad albergará pronto otro nuevo museo privado de arte, el Berkowitz Contemporary Foundation, alejó las preocupaciones. Es que muchos se preguntan si no han proliferado demasiadas instituciones de arte para los demasiado pocos fondos privados que las mantienen a flote.
Algo más alejado de las vicisitudes que rodearon a Art Basel, el argentino Alan Faena fue uno de los más rutilantes protagonistas de la "semana del arte de Miami". Allí, donde esta década construyó, entre el Atlántico y el Indian Creek, un distrito con su nombre –que incluye un edificio de viviendas de lujo, un hotel con su sello inconfundible y un forum de arte–, organizó el primer Faena Festival, una aproximación al arte muy poca relacionada con el establishment cultural que se florea en Art Basel. Con instalaciones y performances que interrumpieron el tránsito de la avenida Collins y llegaron hasta la arena de Miami Beach, mostró la multiplicidad cultural del continente en un festival denominado This is not America ("esto no es América"). El título hacía referencia a la obra del artista chileno Alfredo Jaar exhibida en 1987 en Times Square y que durante el festival navegó día y noche por las aguas de Miami montada en una estructura flotante que no pasó a nadie inadvertida.
A Faena, que esta semana traerá su Festival a Buenos Aires, no le gusta mostrarse por Art Basel. Dice que Miami necesita que el arte se involucre realmente con la ciudad y sus habitantes, y no solo con los ricos que llegan en sus aviones privados. La artista Luna Paiva, por ejemplo, realizó unas intervenciones urbanas, en plena playa, denominadas Monoblock Chairs y Totem, estructuras de bronce que unen el pasado y el presente con una significación religiosa, espiritual. Cecilia Bengolea concibió La Danza de la Esponja, una video-instalación y performance –que en Miami representó en el Faena Forum y que en la versión porteña del Faena Festival expondrá en La Rural– ideadas como una plataforma de exploración donde la danza urbana es objeto y sujeto al mismo tiempo. En tanto que el realizador y artista performático Wu Tsang mostró junto a Boychild la obra Love is a Rebellious Bird en el Teatro Faena, a sala llena.
Esta manera de pensar el arte como parte del entremado urbano está presente también en el proyecto cultural más ambicioso que actualmente se lleva adelante en Miami. A su cargo está la argentina Ximena Caminos, factótum de The Underline, un proyecto privado que se propone llenar de arte los espacios vacíos –y a menudo inseguros– bajo el monorriel elevado que atraviesa el centro de la ciudad. Su idea es convertirlo en un parque lineal de 10 millas de largo que incluya caminos seguros para peatones y ciclistas, espacios de esparcimiento y lugares de expresión artística. "Es el proyecto de arte público más grande de Estados Unidos", subraya Caminos, su planificadora.
De esta manera Miami intenta que el arte viva en la ciudad todo el año, mucho más allá de esa primera semana de diciembre en que Art Basel la transforma por completo. Lo está empezando a lograr en medio de grandes desafíos y con mentores argentinos como protagonistas. Algunos se preguntan si los suizos permanecerán para siempre. Pero otros apuestan a que el arte, más allá de los vaivenes del real estate y de la economía, llegó para a estas costas para quedarse a vivir.
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