Mi vida es un hermético museo
Me desperté debajo de la ducha, salí del baño casi seco. Me puse un pantalón, una camisa y un saco de lino marrón, y al pasar saqué una corbata que me até casi de memoria. Al mirarme al espejo, vi mi cuello arrugado por los bellos años que me han hecho lo que soy. Dije gracias. Caminé debajo de las galerías de la casa hasta llegar a la cocina y puse en marcha mi desayuno, café gota a gota y unas tostadas con queso cuartirolo y miel. Me senté en la mesa con un libro sobre la mitología de la alquimia. Abrí una página al azar. Allí había un dibujo de un laberinto del mil setecientos, no tenía entrada.
Me hizo pensar que mis días y años parecían haber sido signados por un camino de búsqueda. No se llega a lugar alguno sin un salto, y luego se debe andar. Mi primer tranco lo di a los trece años, cuando me di cuenta de que existía la libertad, que podía elegirla, era mía y de nadie más. Ese día tampoco tuve puerta de entrada. Fue como un trasiego de vino a un decantador: cuando pasó la última gota, miré para arriba; se veía desde el cuello abierto del vidrio un cielo azul, solo debía salir, encontrar la forma de estar allí, con las nubes, el sol y las estrellas. Mi vida es un hermético museo que recorro una y otra vez a la luz de la vela o con el diáfano sol del mediodía. No necesito tomar nota de los recuerdos; están escritos en mi piel y en el brillo de mis ojos.
La libertad no llega sola, viene con la inseguridad de la gente que nos rodea, cuestionando cada paso que damos. ¿Elegir mal? Muchas veces. Pero, como escribió Almafuerte: "Que muerda y vocifere con fiereza ya rodando sobre el polvo, tu cabeza".
Cuando llegué al restaurante, me saqué el saco y me puse la chaqueta de cocina, dejando abiertos los botones de arriba para que se viera la corbata: un homenaje diario al oficio. Siempre relaciono la cocina con un lenguaje silencioso e inexplicable, ya que se aprende a través de los sentidos y los detalles de apreciación que ellos nos dan. Son tan minúsculos que se incorporan a nuestro hacer de manos, ojos, olfato, vista y oídos. En ese ámbito sin balanzas ni relojes, de pura intuición, se pesan cosas con los ojos, se deciden puntos de cocción con las yemas de los dedos.
Saqué mi cuchillo de oficio y comencé a pelar unas cebollas coloradas, firmes, recién cosechadas. Las corté gruesas, en rodaja, y las puse sobre la plancha suave para que se doren de un solo lado. Lavé y corté unos ramos de brócoli que también fueron a la plancha, siempre con aceite de oliva. Hice lo mismo con unas hojas de kale pequeñas mezcladas con acelga y espinacas. Mi guarnición estaba lista, solo faltaba agregarle antes de servir ajillo picado y jugo de limón exprimido.
Siento que todos convivimos, entre otras cosas, con familia, amigos y grupos de trabajo. Pero hay un lugar al que siempre volvemos solos, es nuestra esencia una guarida que siempre nos espera, para reafirmar nuestra dirección, para revisar en el silencio de nosotros mismos cómo estamos. Creo que de esa cura solitaria salimos siempre fortalecidos y listos para ser mejores con el universo que nos rodea.
Los calamares eran pequeños y tiernos. Los lavé de tintas y los tiré en la plancha muy caliente, rociándolos con ají molido, sal y pimienta hasta que estuvieron bien dorados.
Los serví humeantes con perejil sobre las verduras y al sentarme recorrí con los ojos la mesa de invitados, llena de hijos y amigos. Me di cuenta de cuánto los quería.
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