Mi vida con migraña
La autora de esta nota es escritora y poeta, además de mujer del novelista estadounidense Paul Auster. Aquí describe su relación con una enfermedad que la acompaña desde la infancia, y cómo aprendió a llevarse bien con ella
Soy una migrañosa. Uso la palabra con cuidado porque después de una vida llena de dolores de cabeza aprendí a concebirlos como parte de mí. Los dolores de cabeza crónicos son mi destino, y frente a ellos adopté una posición de resignación filosófica. Soy consciente de que es una actitud rotundamente no-americana. Nuestra cultura no promueve que aceptemos la adversidad. Al contrario, les declaramos las guerra a las cuestiones que nos afligen, sean drogas, terrorismo o el cáncer. Nuestros medios fetichizan los relatos de aquellos que, contra viento y marea, nunca pierden las esperanzas y se abren camino para vencer la pobreza, una adicción, la enfermedad. La persona que dice "esto es lo que me tocó; que así sea" es un derrotista, un perdedor pesimista, pasivo y abúlico que sólo merece nuestro desprecio. Sin embargo, cuando dejé de pensar en lo que me pasaba como "el enemigo" pegué un vuelco y mejoré. No me curé, mi bienestar no era constante, pero mejoré. Las metáforas importan.
Aunque me dieron el diagnóstico de migraña recién a los veinte años, no recuerdo una época en que no haya sufrido dolores de cabeza. Un neurólogo alemán, Klaus Podoll, que ha estudiado las auras y la producción de los artistas con migraña, me contactó después de leer una entrevista en la que yo que mencionaba una alucinación que había precedido a uno de mis dolores de cabeza. Por mail, me hizo preguntas minuciosas sobre mi historia y llegó a la conclusión de que los retornos anuales de lo que mi madre y yo creíamos que era una "gripe estomacal" probablemente hubieran sido ataques de migraña. Con el tiempo estuve de acuerdo con él.
Mi "gripe" siempre estuvo acompañada de un fuerte dolor de cabeza y vómitos violentos. No ocurría durante la época de las gripes, y el malestar seguía siempre el mismo curso. Dos días de dolor y náuseas, que cedían un poco al tercer día. A lo largo de mi infancia, los ataques ocurrían con regularidad ritual. Durante el secundario no tuve tantas "gripes", pero en el transcurso del tercer año de la universidad, al volver de un apasionante semestre en el extranjero durante el cual estuve mayormente en Tailandia, me enfermé con lo que creí que era otra gripe más, que me tuvo sitiada con un atroz dolor de cabeza y arcadas durante seis días. Al séptimo día, el dolor cedió un poco, pero no desapareció. Pasó un año y no se iba. A veces menos, otras más, pero la cabeza siempre me dolía y siempre sentía náuseas. No quería darme por vencida. Como una autómata sumisa estudié, escribí, obtuve buenas notas y padecí hasta que recurrí al médico de la familia, sollocé en sus brazos y me dieron el diagnóstico.
El comienzo de mi adultez estuvo salpicado con dolores de cabeza con sus auras y síntomas abdominales, tormentas nerviosas que iban y venían. Después de que a los 27 años me casé con el hombre del que estaba profundamente enamorada, me fui a París de luna de miel y me descompuse. Comenzó con convulsiones: mi brazo izquierdo de pronto se izó en el aire y me vi arrojada contra la pared de la galería de arte que estaba recorriendo. Las convulsiones duraron un rato. El dolor de cabeza que les siguió continuó durante meses. Esta vez busqué una cura. Estaba decidida a librar una batalla contra mis síntomas. Fui a un neurólogo tras otro, tomé un sinfín de fármacos. Mi último neurólogo, conocido como el zar del dolor de cabeza de Nueva York, me internó y recetó un poderoso antipsicótico. Después de ocho días de estar atontada, sedada y con un constante dolor de cabeza, me fui de la clínica. Aterrada y desesperada, empecé a pensar que nunca iba a estar bien.
Como último recurso, el zar enviaba a los incurables como yo a un hombre que hacía biofeedback. El Dr. E me conectó a una máquina mediante electrodos y me enseñó a relajarme. La técnica era simple. Cuanto más tensa estaba yo, más fuerte y más rápido chillaba la máquina. A medida que me relajaba los sonidos se espaciaban hasta que finalmente paraban. Durante ocho meses tomé una sesión por semana, y practicaba aflojarme. Todos los días en casa me ejercitaba sin la máquina. Aprendí a calentar mis manos y pies helados, a mejorar mi circulación, a hacer menos patente el dolor. Aprendí a dejar de pelear.
La migraña sigue siendo una enfermedad de la que se sabe poco. Aunque las nuevas técnicas, como las neuroimágenes, han ayudado aislar los circuitos neuronales en juego, las imágenes del cerebro no brindan una solución. El síndrome es diverso, demasiado complejo, está demasiado ligado a estímulos externos y a la personalidad de quien lo padece. Y comprendí que mis dolores de cabeza son cíclicos y mis emociones juegan su papel.
De chica, la vida con mis compañeros en la escuela siempre fue difícil para mí, y mis purificaciones anuales cumplían una función. Dos días al año sufría una desintegración catártica durante la cual me podía quedar en casa y estar cerca de mi madre. Pero momentos de enorme felicidad también pueden trastornarme: la aventura en Tailandia, enamorarme y casarme. En ambos casos, después me vine abajo de dolor, como si la alegría hubiera tensado mi cuerpo hasta su punto límite. La migraña después tendió a autoperpetuarse. Estoy convencida de que la sensación de miedo, la angustia, y el hecho de estar constantemente preparada para entrar en combate con el monstruoso dolor de cabeza colocaron a mi sistema nervioso en un estado de permanente alarma. Sigo teniendo ciclos. Los períodos altamente productivos de escritura obsesiva y lectura, que me dan inmenso placer, a menudo son seguidos por un estallido neurológico. Mis oscilaciones entre lo alto y lo bajo se parecen a los ritmos de la psicosis maníaco-depresiva o el trastorno bipolar, sólo que caigo en un dolor de cabeza, no en una depresión, y mis períodos de manía son menos extremos que los de aquellos que sufren el trastorno psiquiátrico.
Lo cierto es que la separación entre problemas psiquiátricos y neurológicos es a menudo artificial. Todos los estados humanos, incluyendo el enojo, el miedo, la tristeza y la alegría, son del cuerpo. Tienen correlatos neurobiológicos, como dirían los estudiosos del tema. Lo que a menudo pensamos como algo puramente psicológico, qué visión tenemos de una enfermedad, por ejemplo, es importante. Nuestros pensamientos, actitudes, hasta nuestras metáforas, crean cambios fisiológicos en nosotros, que en el caso de los dolores de cabeza pueden significar la diferencia entre sufrir y poder con la situación. Las investigaciones han demostrado que la psicoterapia puede generar cambios terapéuticos en el cerebro, un aumento en la actividad de la corteza prefrontal, la parte "ejecutiva" de nuestro órgano de la mente. Sí, simplemente hablar y escuchar puede hacer que te sientas mejor.
Nadie nunca murió por causa de una migraña. No es cáncer, una enfermedad cardíaca o un accidente cerebrovascular. Con una enfermedad que presenta una amenaza para la vida, la actitud –sea belicosa o budista– no nos mantiene vivos. Puede simplemente cambiar nuestra forma de morir. Pero con las migrañas he descubierto que es preferible la capitulación a la batalla. Cuando siento que estoy por tener una, me voy a la cama, y ahora, ya sin la máquina, hago mis ejercicios de relajación. Mis meditaciones no son mágicas, pero mantienen lo peor del dolor y las náuseas a raya. No les doy la bienvenida a mis dolores de cabeza, pero tampoco los considero como algo extraño a mí. Pueden estar cumpliendo una función necesaria de regulación al forzarme a buscar refugio en el nido, una suerte de penitencia si quieren, por esos otros días en que vuelo alto.
revista@lanacion.com.ar
Traducción: Verónica Rubens
Para saber más: www.colfacor.org.ar/migranas.htm
www.cefaleas.org.ar