Abracha Benski fue muchas cosas durante su vida, pero siempre encontró en el chocolate la herramienta para salir adelante
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Después de endeudarse tremendamente, Abracha Benski tuvo que poner en venta uno de sus más grandes tesoros: Cabsha, la empresa chocolatera que fundó en la Argentina a principios de los 50. Era 1984 cuando su hija menor, María Cristina “Dadi” Benski vio el máximo proyecto de su padre alejarse de la familia. “Mi papá contaba que él había perdido todo cinco veces”, asegura a LA NACION.
Y es que, durante su vida, aquel hombre hizo todo para sobrevivir: escapó de Rusia cuando tenía cuatro años, de la casa de sus padres en Rumania cuando cumplió 14, cruzó el Mar Negro para huir del holocausto, logró fabricar chocolate donde nunca nadie antes lo había logrado, y terminó en Buenos Aires, en Belgrano R creando uno de los bocaditos más consumidos del país. “No tenía miedo de volverse a parar”, añade Dadi, su hija. Parecía que no existía golpe que Abracha Benski no pudiera superar, no había problema que él no pudiera resolver con chocolate. Sin embargo, septiembre de 1984 fue diferente.
Benski llevaba varios años conviviendo con la diabetes, casi el mismo tiempo que llevaba con Cabsha. El proceso fue lento, pero durante ese año, la enfermedad terminó de consumirlo. No parece haber más que casualidad ante lo que pasó, aun así, aquel septiembre fue inexplicable. “El mismo día que Cabsha se vendió, fue el día que mi papá murió en la cama del hospital”, repasa Dadi.
Huyeron de Ucrania y fundaron una empresa de caramelos
Abrascha Benski nació a las orillas del río Dniéper, en un pueblo al sur de Kiev, Ucrania, y su familia se dedicaba a hacer caramelos. Eran dueños de una gran fábrica antes de que decidieran huir del país.
Era 1918, la Revolución Rusa se estaba expandiendo y era seguro que la empresa sería un blanco. “Mi papá tenía cuatro años cuando los soviéticos llegaron al pueblo y toda la familia se escapó lo antes posible a Rumania”. Llegaron con muy poco, pero rápidamente lograron instalar una pequeña industria caramelera. Se llamaba Iris y desde el primer momento causó furor en Bucarest. No era tan grande como la original ucraniana, pero permitió criar con lujos a cinco hijos.
Benski comenzó a trabajar de muy joven en aquella fábrica. Quería ser independiente, encontrar un camino propio. Así que a los 14 años decidió irse de casa de sus padres, pero nunca se alejó del caramelo. Allí aprendió todo lo que pudo. Sin embargo, después de un tiempo, lo que su familia elaboraba no le era suficiente. Tenía ideas diferentes, nuevas fórmulas, buscaba experimentar con otros sabores. Quería crear algo distinto. Pasaron 12 años para que Benki encontrara en el chocolate la esencia que necesitaba.
De todos modos, la Rumania de 1940 era muy diferente a la que había conocido en su niñez. La guerra estaba en su puerta y también el antisemitismo. En aquella época, el país era gobernado por Ion Antonescu, un dictador que simpatizaba con el nazismo y que se adhirió al Eje sin dudarlo. De pronto, en aquel país, la comunidad judía era un blanco del Estado. Muchos se escondieron, otros se sometieron al régimen, pero para Benski era claro que había que escapar, así que formuló un plan.
Tuvo la idea de conseguir un velero, navegar al sur, cruzar Turquía y seguir hasta Beirut, en Líbano, que en aquella época parecía un lugar lejano a la guerra y a la persecución. En poco tiempo, Benski logró juntar a un grupo de judíos dispuestos a acompañarlo y servir de tripulación. Habían empacado todas sus pertenencias y tenían un barco en la mira, solo que comprarlo era imposible. Necesitaban causar el menor alboroto posible así que un asalto no estaba dentro de las opciones, la única forma que pensaron era rentarlo con la excusa de pasear por el Mar Negro y luego escapar. “La cuestión es que las leyes del momento no permitían que un judío rentara un barco. Ahí entró mi mamá, que terminó siendo crucial en el plan”, relata Dadi. El nombre de su madre era Nicolitza “Nelly” Georgescu, en aquella época conocida por cantar en un teatro ambulante en Bucarest.
- ¿Por qué su madre fue crucial para el plan?
- Porque mi mamá era católica, nadie iba a sospechar que ella querría escapar. Así que ella fue quien firmó los papeles para rentar el velero.
- ¿Por qué los ayudó?
- En esa época era novia de uno de los chicos que se escaparían con mi papá. Y cuando surgió la idea del barco, apoyó en todo lo que pudo: prestó su casa para las reuniones, estuvo durante todos los preparativos, y puso su firma para conseguir el barco. Al final decidió irse con ellos.
En 1940, zarparon 17 personas en un velero rentado llamado “Hoinar”. Dadi no sabe bien cuánto estuvieron en el mar, pero asegura que fue largo y duro. Era una tripulación inexperta tratando de cruzar más de 2000 kilómetros de mar. “Tuvieron problemas desde el inicio. La comida se les llenó de moho y tuvieron que tirarla. Comenzaron a pescar con un hilito y un gancho a la orilla del barco. Habrán agarrado pescaditos que tenían que dividir entre 17. Ahí empezaron las peleas”, describe Dadi.
Estaban desesperados. El hambre provocaba que cualquier problema se convirtiera en una excusa de discusión. Y el único que parecía mostrar templanza era Benski. “Mi mamá estaba con el otro señor, pero fue en ese momento en el que se enamoró de mi papá. Y luego llegaron a Turquía”, explica.
Después de semanas de navegación arribaron al Mar de Mármara, un estrecho que cruza por el centro de Estambul. Turquía era neutral durante la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, siempre mantuvo comercio con Alemania, y aquel paso marino estaba exageradamente custodiado. “Cuando pasaron por allí, los turcos les comenzaron a hacer señas de alerta. Al inicio no entendían qué pasaba y no querían parar porque temían que les robaran, pero pronto se percataron que había minas por todos lados”, relata Dadi.
- ¿Cómo lograron salir de allí?
- En realidad se vieron forzados a desembarcar; encallaron. Y en cuanto tocaron tierra, un grupo del ejército turco les robó todo. A las mujeres las separaron de los hombres y estuvieron a punto de violarlas, pero un general armenio los detuvo. Aun así los metieron presos a los 17, y sus pertenencias desaparecieron.
En ese momento, el futuro era incierto y el escenario desalentador. Por un lado, podían ser deportados de vuelta a Rumania en donde los meterían presos de por vida. Por otro, podían fusilarlos en algún lugar del desierto, esto era lo que más temían. Estaban atrapados en Estambul, sin pertenencias, desorientados y hambrientos. Lo único que podían hacer era esperar y comer higos, la única gentileza que el general armenio les dio en la cárcel.
- ¿Solo comían higos?
- Eso y algunas frutas más. Estaban hambrientos por su viaje en barco y fue lo único que el ejército les dio. Mi papá comió tantos higos que enfermó. Levantó 40° de fiebre.
- ¿Y no lo ayudaron?
- Se puede decir que sí. Todo recayó en la voluntad del general armenio. Un día, mientras mi papá seguía con fiebre, ese militar decidió llevarlos a la frontera con Siria. Todos pensaban que los iban a asesinar. Sin embargo, al final, los liberaron, y me parece que incluso les dieron un poco de dinero.
Allí, del otro lado de la frontera, el grupo se separó. Después de algunas semanas, Benski y Georgescu cumplieron el plan que habían trazado desde Rumania y arribaron a Líbano.
“Construyó una fábrica de chocolate bajo tierra”
A Beirut llegaron apenas con la ropa que cargaban. “Habrán tenido un poco de dinero nada más, y lo primero que compraron fue azúcar, que probablemente era de los productos más baratos. Tan solo con eso comenzaron a hacer caramelos en forma de flor. Los vendían a la salida de los cines de Beirut”. Al público les encantaban aquellas flores, compraban montones. Así pudieron sobrevivir un tiempo hasta que un golpe de suerte se cruzó por el camino de la joven pareja.
Una tarde, afuera de un cine, Benski conoció al dueño de una fábrica de caramelos que quedó impresionado con las flores que fabricaban. La empresa se llamaba President, y en el país era una industria enorme. “Mi papá comenzó como un operario más de la fábrica, pero al poco tiempo tuvo una idea que cambió todo: le propuso al dueño inventar una forma para producir chocolate todo el año”, explica Dadi.
En aquella época, Líbano no tenía refrigeradores industriales por lo que solo en invierno se podían fabricar chocolates. Solo había tres meses de chocolates en el país, sin embargo, Benski encontró en una forma de resolverlo. “Mi papá le propuso al dueño cavar debajo de la tierra. Hacer túneles en donde pudieran instalar la fábrica chocolatera”, cuenta Dadi. Bajo tierra, la temperatura permanecía en 17°, lo que lograba mantener al chocolate en forma y sin derretirse. Al inicio, el dueño de President desconfió, pero después de que Benski le explicara el sistema, decidió intentarlo. No pasó mucho tiempo antes de que ejecutaran el plan. “Cuando el dueño se dio cuenta de que el plan había funcionado, no dudó en hacer a mi papá socio de la empresa”, agrega.
Durante la guerra, el chocolate era un producto escaso, especialmente en Europa. El cacao venía de América y existían otras prioridades de comercio, por lo que se convirtió en un lujo. Así fue que President creció estrepitosamente en esa etapa y a Benski le fue como nunca. Compraron una casa enorme en Beirut que llenaron de lujos, tenían alfombras y autos. Sin embargo, ni Benski, ni Georgescu se sentían seguros en esa ciudad. En 1948, estalló la guerra Árabe-Israelí, y Líbano se enlistó para la batalla.
Querían irse lejos de Europa y de los conflictos. Así que decidieron vender su parte de la empresa y marcharse lejos. “Había tres posibles destinos: Estados Unidos, India o la Argentina. Y mi papá tenía un hermano que ya vivía aquí. Él le mandó una carta y le dijo que en Buenos Aires estaban vendiendo una fábrica textil, que, si la compraba, sería un éxito. Así que subieron a un barco y navegaron hasta el Río de la Plata”, repasa Dadi.
“Mi papá siempre volvió al chocolate”
Desde el inicio, la fábrica textil fue un fracaso. “No estaba completamente limpia, tenía deudas. Mi papá no conocía el país ni la industria textil. Se fundió a los pocos años”, explica Dadi. Fue uno de los golpes más duro de su vida. “Mi mamá me cuenta que, de un día para el otro, mi papá se puso canoso y diabético”, agrega. Había perdido sus ahorros de la chocolatería en Beirut, enfermó y estaba en un país extraño. Pero en ese instante tuvo claridad.
Apenas arribó al país conoció el dulce de leche y la euforia que provocaba en los argentinos. “En esa época no existían muchos caramelos de dulce de leche, así que empezó con eso. Fabricó unos dulces que se llamaban Euskalduna. Me acuerdo que eran unas barritas que se nos pegaban en los dientes”, describe Dadi. Experimentó mucho, pero no encontraba la fórmula que estaba buscando hasta que una noche, Benski tuvo una idea: fabricar una cápsula rellena de dulce de leche con un poco de ron, recubierta con chocolate. La fórmula era sencilla, pero en el país no había nada por el estilo.
Con el dinero que aún tenían rentaron un garaje en una casa de Belgrano R y comenzaron a fabricar los primeros Cabsha a mano. “Yo volvía del colegio directo al garaje. Recuerdo ver a mi papá pegar las etiquetas de papel plateado y colorado con la lengua. Lo hacía una por una. Mi mamá y nosotras lo ayudábamos. Todavía me acuerdo del sabor amargo de ese papel”. En el centro de la envoltura había una mujer rusa cargando dos baldes de leche, haciendo equilibrio. “Mi papá creía en la mujer trabajadora, y la convirtió en el logo de Cabsha”.
El éxito fue casi instantáneo. Los kioscos pedían cada día más chocolates. Pronto no daban manos y lenguas para cubrir la demanda. “Después de unos años, mi papá vendió la casa en la que vivíamos en Vicente López y compró un terreno en Belgrano R que transformó en una fábrica de chocolates y nosotros nos mudamos al lado “. Solo una puerta dividía la fábrica de la casa. El aroma a chocolate y caramelo llegaba varias cuadras a la redonda. “A nuestros amigos del colegio les encantaba ir a casa y ver esos recipientes gigantes con el chocolate dando vueltas”.
Benski estaba fascinado. Pasaba horas agregando cacaos de diferentes países, especias. “Había un intercomunicador entre la fábrica y la casa. Nosotras lo llamábamos para almorzar y bajaba con su guardapolvo”, recuerda Dadi. “También viajaba mucho a ferias. Llegaba a casa lleno de bolsas. Por tres meses, la mesa del comedor estaba desbordada. Nadie podía mover ningún bombón. Nos hacía probar todo, distinguir entre un chocolate fresco y uno viejo. A unos le salían gusanos. Él le sacaba el gusano y nos hacía probar igual”, agrega. Estaba obsesionado con el sabor y con el aroma, con todo lo que podía ofrecer el chocolate.
Parecía que la fama nunca dejaría de crecer. Estaban en todo el país. Cada kiosco tenía montones de bocaditos Cabsha. Incluso había comprado un campo en Costa Rica para producir su propio cacao. Pero la crisis económica de los 70 complicó cualquier intención de expansión, lo cual provocó que Benski tomara una decisión determinante.
A finales de los 70, Benski decide reubicar su fábrica, la renta había subido estrepitosamente y no lograba cubrir con los gastos en Belgrano. “En los 80 había un plan para facilitar la construcción de fábricas en Tucumán. No tenías que pagar impuestos allá. Así que él se adhiere a eso y arma una fábrica modelo. Era una superfábrica. Para lograrlo se endeudó en dólares y ahí vino una gran devaluación”. Además de la crisis, la enfermedad de Benski empeoró.
La vida se le escapaba y sabía que ninguna de sus hijas quería seguir con su empresa, así que optó por ponerla en venta. “Nos amaba y lo que menos quería es irse dejándonos algún asunto pendiente”, cuenta Dadi. Sin embargo, la enfermedad no lo esperó. Comenzó a internarse en el hospital hasta que un día se quedó definitivamente.
Dadi recuerda bien sus últimos días, en septiembre de 1984: “Estaba internado en el hospital. Yo estaba angustiada por la venta de la empresa y por mi padre. Pero él me dijo, ‘Dadita, no te preocupes. Yo soy el hombre más feliz del mundo. Las tengo a ustedes. Quedate tranquila que vamos a volver a hacer chocolate”. Unos días después, Abracha Benski murió en aquella cama de hospital. “La noche anterior a su muerte logramos consolidar la venta de la empresa. No quise decirle nada por la noche porque quería sorprenderlo al siguiente día, prefería que durmiera. Fue en la mañana que nos enteramos que murió”, repasa.
Cabsha tuvo varios dueños hasta que terminó en manos de la empresa cordobesa Arcor, con la que la familia Benski aún mantiene ciertos vínculos.
Veinte años después de la muerte de Abracha, Dadi Benski y su hija, Federica, fundaron una nueva chocolatería: Vasalissa Chocolatier. “De alguna manera cumplimos el sueño de mi papá, y todo fue una casualidad. Yo había estudiado Bellas Artes, me dedicaba a la fotografía, pero una cosa llevó a la otra. A mí se me fueron abriendo puertas que me llevaron al chocolate. Volví a lo que conocí cuando era niña, tal como él lo quiso”.
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