Mi hermana Martha Juan Manuel Argerich
Lo llaman Cacique, y desde que él se ocupa de organizarlo, la pianista ha vuelto a tocar con más frecuencia en Buenos Aires
Es menos riesgoso, pero tratar de comunicarse telefónicamente con Martha Argerich puede ser tan difícil como ascender al Aconcagua. Nadie que no sea familiar directísimo o un amigo de probada amistad, absolutamente nadie, puede franquear el contestador de su casa de Bruselas. No obstante, la anhelada entrevista con Argerich, en su casa, pudo realizarse. Aunque con algunas diferencias. La vivienda es la que posee en Buenos Aires y el Argerich en cuestión, del otro lado del grabador, fue su hermano Juan Manuel -Cacique para sus conocidos-, que sumamente cordial se avino a conversar para hablar de Martha.
Juan Manuel tiene 56 años, cuatro menos que su hermana. A pesar de que Martha ya había ofrecido su primer concierto antes de que él naciera, conoce todos los pormenores de sus comienzos. "Ella concurría a un jardín de infantes. Había una maestra que, a la hora de la siesta, les tocaba el piano para que las criaturas se fueran durmiendo. Un día la maestra vio cómo, con un dedo, Marthita estaba repitiendo las melodías que ella tocaba y habló con mi mamá. Mis padres le compraron un pianito de juguete. Martha lo probó, no le gustó y lo destrozó. En ese momento, papá, que estuvo iluminado, en vez de enojarse, decidió que había que comprarle un piano de verdad. Todavía no tenía 3 años."
Si Juan Manuel, el padre, compró el piano, Juana, la madre, fue quien se encargó de buscar una buena profesora. "Fue Ernestine de Kusrow. Esta mujer utilizaba un método rarísimo de figuras y animalitos para inducir a los chicos a tocar. Los resultados todavía causan asombro. A los 3 años Marthita tocó un movimiento de un concierto de Mozart. Lo hacía de oído porque todavía no había comenzado a leer música."
Los pasos siguientes fueron vertiginosos. "Dos años después comenzó a estudiar con Vicente Scaramuzza. Un día, Scaramuzza lo llamó a mi papá y le dijo: "¡Su hija me exprime!" "Pero, maestro, tiene 6 años..." "¡No señor, su alma tiene 40!"
-Para Martha, ¿hubo una infancia por afuera del piano?
-Creo que no. Vivíamos en Belgrano y Marthita nunca fue a la escuela. Hizo toda la primaria libre. Papá la preparaba. Estudiaba inglés, hacía cursos de armonía con Teodoro Fuks, aprendía danzas españolas. Pero todo estaba centrado en el piano y la música. A los 7 tocó un concierto para piano de Mozart con la orquesta de Radio El Mundo. Mi papá la llevaba a lo de Rosenthal, un mecenas en cuya casa se congregaban todas las visitas musicales que llegaban hasta Buenos Aires. Ahí, la escucharon Gulda, Gieseking, Backhaus, Solomon, Arrau.
-¿Y la vida familiar?
-La vida familiar como tal también sufrió por el piano. En mi caso, cuando cumplí 6 años, fui enviado a vivir con mis abuelos. Mis padres creían que yo la distraía. Nos queríamos muchísimo. Yo tengo recuerdos saliendo con ella al Botánico, al cine, siempre con dos tías que nos acompañaban. También me acuerdo cuando íbamos a empaparnos con pomos a los carnavales de Belgrano. Papá era radical y mamá, peronista. Con papá pegábamos obleas por Balbín-Frondizi. Pero la vida estaba en función de Martha y el piano. A los 10 u 11 años, cambió de profesor. Scaramuzza era muy riguroso y Martha no se sentía cómoda. Entonces comenzó con Francisco Amicarelli. Más adelante, también estudió con Carmen Scalchione.
-¿Había presiones desmedidas sobre Martha?
-Sí y no. Por un lado Martha tenía un sincero impulso interno hacia la música. Pero mamá la tenía loca. "Martha estudiá, Martha estudiá". Pero ella se las ingeniaba para eludir las presiones. Se encerraba en su cuarto, tocaba y, al mismo tiempo, hacía otras cosas. Todavía la veo tocando Chopin, sin errores, mientras leía un libro de Oscar Wilde que tenía abierto sobre el regazo. Y mientras mamá escuchaba el piano, no se preocupaba. Con todo, ella logró imponerle una disciplina de trabajo.
-¿Ofrecía conciertos en aquellos años?
-Casi nunca. Además del concierto en Radio El Mundo, tocó el primero de Beethoven; el de Grieg en el Teatro San Martín; el de Schumann, a los 13 años, en el Teatro Colón, y uno en el anfiteatro de La Plata, creo que fue el de Schumann, con Calderón que debutaba en la dirección, tendría unos 18 años. Y me parece que ninguno más. Después, en1954, nos fuimos para Austria.
-En ese momento usted fue reincorporado a la familia.
-Sí. Tenía 9 años y volvía a vivir con mis padres y mi hermana. Pero no duró mucho. Ella estuvo sólo unos ocho meses con Gulda. Después siguió en la Academia de Viena y, a principios de 1956, decidió irse de Austria. Ella planteó que se tenía que ir a Ginebra porque ahí estaba Madeleine Lipatti. Tenía 15 años y mamá insistía en que se quedara. Papá, por el contrario, decía: "Hay que dejarla volar". Y se fue para estudiar con Mme. Lipatti. A los 16 se presentó en el Concurso Busoni, de Bolzano, y lo ganó. Al poco tiempo se anotó en el de Ginebra. La gente de Bolzano estaba furiosa. Hacía un mes y medio que había obtenido el premio y si a Martha no le iba bien, era un total desprestigio para ellos.
-Según consta en todas las crónicas, no tuvo dificultades en triunfar también en Ginebra.
-Sí que las hubo. El primer día que tenía que ir a tocar se quedó dormida. Ella no sufría ningún tipo de tensión por estar en un concurso y, simplemente, se quedó dormida. Se hicieron algunas gestiones, se arguyó una enfermedad y pudo presentarse al día siguiente. Después sí, todo fue normal.
-¿La vida familiar se acabó para Martha a los 15 años?
-En realidad se acabó para todos. Lamentablemente, yo dejé de tener cualquier tipo de relación con ella. Venía muy de vez en cuando por Viena. En 1960, papá y yo volvimos a Buenos Aires y mamá se quedó en Europa. La separación de mis padres fue un hecho. Martha, en Europa, sólo estaba esporádicamente con mamá. Ella la seguía presionando y a Martha hay dos cosas que le disgustan terriblemente: que la presionen y que le acaricien la cabeza. Hasta hoy se vuelve loca cuando la adulan.
-¿Cómo siguió la carrera de Martha?
-Con altibajos. Tocaba unos pocos conciertos por mes. En 1961 decidió viajar a Estados Unidos para verlo a Horowitz, su ídolo. Inesperadamente se casó con Chen, un compositor chino y quedó embarazada. A los tres meses, ella rompió el matrimonio y se volvió a Europa. Fue una historia muy traumática para ella y, sobre todo, para su hija Lyda. Martha comenzó una especie de caída libre, muy agobiada por sus problemas personales. Perdió la tenencia de la criatura y decidió no tocar más. Estaba sola en Europa y, a veces, se acercaba a mamá. Fue una crisis muy grave y dejó el piano. Decía que iba a ser secretaria y que, por su técnica, le iba a ir muy bien como mecanógrafa. Estuvo dos años alejada de la música. Dormía, iba al cine, fumaba, caminaba, leía, viajaba, estaba con su hija. Papá, desde acá, le mandaba cartas de diez páginas, sin resultados.
-¿Cómo fue que salió de esa situación?
-Mamá se conectó con el pianista Stefan Askenase, a quien habíamos conocido en la Argentina, y se fueron a su casa de Bruselas. Martha llegó con Lyda y, milagrosamente, los Askenase la motivaron para retomar el piano. Empezó a estudiar como una tromba. Ofreció algunos conciertos en Londres y decidió presentarse en el Concurso Chopin, de Varsovia. A pesar de la larga inactividad, lo ganó. Ahí comenzó la verdadera carrera profesional de Martha.
-¿Cuál es la relación de Martha con la Argentina?
-Martha ama la Argentina. La primera vez que volvió al país fue en 1961, cuando murió mi abuelo. Después, como pianista, vino unas tres o cuatro veces. Pero estuvo otras veces para ver a papá. A ella le encanta Buenos Aires. Tanto que, ahora, decidió comprarse este departamento. Le gustan la ciudad, los barrios, tiene amigos y aquí se siente muy bien. Si no viene a tocar más seguido es porque para eso tiene que haber alguien que se ocupe. Ahora lo estoy haciendo yo y cuento con su total complacencia.
-Sinceramente, Juan Manuel, ¿es Martha una persona hosca?
-Para nada. Tal vez esa imagen surja porque no atiende el teléfono o porque no recibe a la prensa. También le molesta que la elogien. Le produce tirria. Y ella es natural, no sabe disimular sus fastidios. Pero le encanta charlar, conversar y tiene un gran sentido del humor.
-En los últimos diez años, ustedes han podido desarrollar una relación fraternal como nunca antes la habían tenido. Ahora que la ha conocido más, ¿cuáles son las cualidades humanas que usted le reconoce como más importantes?
-La solidaridad, la fidelidad en sus sentimientos, en la amistad. Es una persona compleja internamente, pero completamente sencilla en sus formas. Es generosa, cada vez más, sobre todo después de haber sorteado el melanoma que la enfrentó con el sufrimiento y la muerte. Ella es prudente, es reflexiva, no agrede, sabe escuchar. Pero, sobre todo, es solidaria. Con todos, aunque especialmente con los músicos jóvenes a quienes siempre trata de darles lugar. A ella le hubiera gustado ser médica, precisamente para poder ayudar. Creo que Martha es un ser humano magnífico, me parece que merece ser feliz.
-¿Lo es?
-Tal vez no con total plenitud. La vida profesional de una pianista de su nivel no es lineal, tiene muchos obstáculos. Seguramente, en Buenos Aires, con la música y con sus amigos, llegará a esos momentos intensos de felicidad. Y cuando ella está bien, la felicidad, en realidad, es para todos los que la escuchan.
Martha y Perón, en la Casa Rosada
En 1954, Martha tenía 13 años, ya había tocado en el Colón y estaba ávida de nuevos horizontes. Su madre también veía que el panorama argentino no era el más oportuno para desarrollar su talento. La familia Argerich era de clase media. El era contador, ella taquígrafa. No había ninguna posibilidad para emprender alguna aventura heroica. Pero hubo una solución política para el asunto. El arquitecto Sabaté, que era el intendente de Buenos Aires y un hincha fanático de Martha, logró interesarlo a Perón. Un día, en la casa de la calle Obligado, sonó el teléfono.
Era de Presidencia de la Nación y la citaban a la niña para ir a los dos días a una audiencia con el presidente, en la Casa Rosada, en el extrañísimo horario de las 7 de la mañana. Madre e hija acudieron al encuentro. Juan Manuel, a quien llamaban Tirano, por Rosas, prefirió no enfrentar a su detestado enemigo político. Perón fue muy diligente, muy agradable. Apenas comenzaron a conversar, Juana le explicó que, a cambio de alguna ayuda económica, Marthita estaba dispuesta a tocar algún concierto para la UES o lo que él considerara oportuno. Perón la interrumpió: "Pero no, señora, por favor, Martha está para otras cosas". Y ahí nomás, le preguntó: "Ñatita, decíme, ¿adónde querés ir?" Martha le dijo: "A Viena". "¿No querés ir a Estados Unidos?" "No, no, a Viena". " Muy bien, pero, por qué". "Porque ahí está Friedrich Gulda, la persona con la que quiero estudiar". "Bueno, así se hará." Y Perón se dirigió a Juana: "Señora -y le hizo un guiño cómplice a Marthita-, yo sé que su marido no comulga con nosotros. Pero igual le vamos a dar un trabajo en la embajada de Viena. Y quiero que usted, que es una persona muy capaz e inteligente, también colabore en este proyecto. La familia no tiene que disgregarse". Como consecuencia de las órdenes que impartió Perón, Juan Manuel Argerich fue nombrado en un cargo diplomático, a su esposa le asignaron una tarea administrativa en la embajada, un pequeño Cacique de 9 años retornó al seno familiar y Martha, que por un día fue Ñatita, marchó a su encuentro con Gulda.
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