La persecución dura segundos y la captura acontece justo delante de la cámara trampa. Si lo hubiesen querido armar de esa manera no salía tan perfecto. Una lucha encarnizada se desata entre presa y predador; ataque y defensa, la ferocidad animal en su máxima expresión: cazar para comer, tratar de huir para no ser comido. Carnívoro versus vegetariano, tal es la regla de la impiadosa madre Natura. Tania, la yaguareté, reduce al carpincho a colmillazos en el cogote y, acto seguido, lo arrastra hasta la paridera donde sus cachorros, Aramí (Cielito) y Mbareté (Fuerte), se aplican con entusiasmo a la gran comilona.
Natalia Mufato, bióloga, a cargo del monitoreo en este nuboso atardecer de mayo, nos advirtió de entrada que veríamos escenas muy impresionantes. Pero si las imágenes, en su conjunto, se proponen brutales, mucho más impresiona la eficacia del predador, Tania en este caso. "¿Podrías ir para atrás para ver de nuevo la escena del ataque?", le digo a Natalia, y ella satisface mi pedido. No es morbo, pero sucede que a Tania le falta la pata trasera derecha y se mueve como si la tuviera. Fijo mi atención en la pantalla y otra vez esa súbita aparición felina que, a una velocidad inverosímil y con absoluta destreza atrapa y reduce a su víctima después de un arduo combate cuerpo a cuerpo. De no creer. "¿Y esto cuándo pasó?", pregunta Sofía, la fotógrafa. "Anoche", responde Natalia. "Es decir que mientras nosotras cenábamos como ladies a tenedor y cuchillo…", reflexiono en voz alta… "Así es", afirma nuestra instructora. "Tuvimos una suerte increíble", añade, "porque la captura del carpincho sucedió justo frente a la cámara trampa que enfoca la paridera". Y la verdad es que pone los pelos de punta.
Natalia es bióloga y hace siete meses que está trabajando en San Alonso, donde coordina los programas de reintroducción; viene de Rincón del Socorro, la otra estancia que la fundación CLT (Conservation Land Trust) tiene del otro lado de los esteros, casi en línea recta (si cabe la rectitud en una realidad de agua) hacia el sureste. Aquí, en San Alonso, la labor está focalizada en el yaguareté y se realiza monitoreo de especies reintroducidas. El personal de este sector se compone de seis permanentes y dos voluntarios; hay 22 cámaras instaladas y 18 son las que ahora están funcionando. Natalia habla del delicado, complejo trabajo de la reinserción y de las etapas por las que deben pasar los animales. De los zoos llegan los "improntados", esto es, los que han tenido contacto con humanos, y van a los octógonos (acá hay cuatro), áreas cercadas independientes. La etapa II atañe a los "liberables", que cuentan con parcelas (dos) de una hectárea y media cada una; aquí hay monitoreo, pero no intervención –si bien existe la posibilidad de introducir animales para alimentarlos–, y pueden permanecer entre un año y medio y dos. Aquí es donde están ahora Tania y sus cachorros. La etapa III es la última en la adaptación al hábitat; en la parcela prevista, de 30 hectáreas, están planteadas todas las variables del medio –pastizal, monte, humedal– y el tiempo de permanencia es variable, ya no se monitorea: por dónde y cómo se mueve el animal, sólo él lo sabe.
Otra Natalia, de apellido Acevedo, 26 años, técnica en Turismo, hace cuatro años que se encarga de los huéspedes de San Alonso. Natalia es de Mburucuyá; vive aquí con su hijo de nueve años –Elías– y su mamá, Dora, a cargo de la cocina de la hostería. La charla fluye y colma el living de la casa. Hablamos de Tobuna, la hembra con la que esta ambiciosa historia comienza a reescribirse, cuando apareció, el 13 de mayo de 2015, procedente de Batán, ex zoo de Mar del Plata. De esta manera, quedaba cerrada una etapa de más de medio siglo de ausencia del yaguareté en Corrientes, extinto en los 60: el último ejemplar murió en el zoológico Ituzaingó.
Tobuna llegó obesa por demás, incapaz de sortear un desnivel de un par de peldaños. Hoy trepa a un árbol en busca de su alimento. Su instinto afloró y, dado que había tenido crías en cautiverio, se prestó a repetir la experiencia con Nahuel, proveniente de Río Negro en febrero de 2016. Pero su fertilidad se había apagado y el apareamiento no dio frutos. Tobuna está viejita y, para su fortuna, distrae los días en la paz de una amplia área con refugios y desniveles.
Un año después llegó Chiqui, un macho de Paraguay. También dijeron presente Isis, una hembra de Brasil y Tania, en 2018, del ex zoo de Batán. Tania es hija de Tobuna; se había lastimado ("mala praxis", desliza Natalia) y quedó lisiada: ella misma se amputó. Sin embargo, cuesta imaginarla minusválida, sobre todo después de "verla" cazar. Tania es admirable, el orgullo del equipo de CLT y el futuro de este proceso de reinserción. Del encuentro con Chiqui, nacieron Aramí –la hembra– y Mbareté –el macho– el 6 de junio del año pasado. Son los primeros yaguaretés correntinos y acaban de cumplir un saludable año de vida, salvajes en estado puro. Está previsto que, a partir del año y medio, dos, ya habrán aprendido todo lo que deben saber sobre la caza y podrán ser separados de su madre. Y es probable que, a fin de año, principios de 2020, Tania la súper heroína vuelva a tener cachorros, producto de su apareamiento con Nahuel, y siga contribuyendo con la causa yaguareté.
Mientras tanto, a Chiqui le tocó volver a Paraguay, al zoo de Yaciretá, entidad binacional. Isis está en un octógono por ahora. Para completar el inventario, anoto que en San Alonso ya hay otras dos crías: llegaron de Brasil en calidad de rescatadas –su madre fue capturada–, y aseguran que, hasta ese momento, no habían tenido contacto con humanos. Avatares de la vida cotidiana en el principado faunístico de CLT, donde se habla de los animales como si fueran personas; se los llama por su nombre, obvio, pero también se refieren a las crías recién nacidas como bebés. Las hembras están embarazadas, no preñadas (aunque suelen corregirse), y así el antropomorfismo los humaniza. Será por eso que cada logro arranca lágrimas de felicidad.
SAN ALONSO, EL MUNDO SALVAJE
El camino al punto de embarque del arroyo Carambola –principal curso navegable de toda la cuenca del Iberá que nace en el estero Pucú y se vuelca en el río Corrientes– está superpoblado de capibaras. Relajadísimos, apenas si se dignan hacerse a un lado cuando la 4x4 pasa casi rozándolos. Los carpinchos tienen cría cada tres meses; la preñez dura un par de meses y, con cada gestación, dan a luz una camada de cuatro.
A meros pasos, un yacaré, otro y otro. Me entero de que este acorazado animalito crece a lo largo de su vida entera y llega a medir hasta tres metros de largo. Navegamos el Carambola hacia la laguna Paraná, atravesamos ese espejo infinito y traslúcido. Los embalsados, esos islotes flotantes que aquí contienen montes, van, imperceptiblemente, modificando el escenario según los vientos. Ya próximos a la entrada a San Alonso, la costa revela unas enormes jaulas para albergan lobitos de río rescatados y que serán liberados en breve. Ahora hay una pareja; el macho se escapó hace poco y pudo ser localizado con un dron: volvía nadando a su "celda" y estaba tan agotado que, una vez adentro, se pasó horas sin reaccionar. Los visitaremos más tarde y los veremos retozar en su medio líquido como si fueran el agua misma, unidad asombrosa.
Un canal llega hasta el muelle, donde Natalia Acevedo nos da la bienvenida. Más allá, la arboleda que rodea la casa principal, la pajarera, las demás dependencias que incluye el lugar desde donde se monitorea la fauna dispersa y la otra, la que se guarda a cuatro kilómetros del casco y que está en vías de reinserción, acotada en áreas específicas. Ahora le toca el turno al yaguareté –que está por entrar en la tercera etapa de un proyecto que empezó a concretarse con el oso hormiguero y siguió con el venado de las pampas. Yaguareté ya es palabra mayúscula.
El atardecer se difunde con sus colores encendidos. Por el canal se fueron en kayak Sofi y Natalia. Yo me quedé en el muelle para conectar con los bichisónicos, todos invisibles y cada cual dedicado a su propia sintonía, como músicos en los minutos previos al concierto aplicados a probar sus instrumentos. Del otro lado del agua dulce, sobre el hipotético horizonte, el sol se deshace en fulgores al rojo vivo. El agua del canal tiende a inquietarse; el kayak trae de vuelta a las remadoras. Los mosquitos entran en acción. Sale el tatú de su madriguera. Un zorro pasea su grácil andar cerca de la galería y se pierde en la oscuridad sin luna. A las once se corta el suministro eléctrico y es momento de encender velas, cada cual en su cuarto, después de haber agradecido la cena y desear las buenas noches.
La mañana se estrena con la recorrida del sendero que se abre en el pastizal. Acá, matorrales de espartillo; allá, pasto colorado. Con el primero se hacen tejidos artesanos, con lo segundo, los techos de las viviendas. También se detectan pasto azul y cola de zorro. Otra actividad propuesta es la cabalgata de dos horas con reconocimiento del medio ambiente desde la costa. Y, la más esperada, la caminata de cuatro kilómetros hasta los recintos del yaguareté. De vuelta, tendríamos la oportunidad de estar en la sala de monitoreo.
Tobuna ocupa uno de los recintos y allí está, como una felina egipcia, sola en su minifundio, orgullosamente serena. Al lugar llegamos en la inevitable compañía de Marsh, la pecarí de collar que, improntada desde su más tierna infancia, no logró recuperar su condición salvaje pese a todos los esfuerzos puestos en el entrenamiento. Marsh, no obstante, se quedó a vivir en San Alonso, sin tener contacto con sus pares, que pacen en libertad por el parque. Ellos no se le acercan y ella los rehúye. Resultado: donde detecta una presencia humana no habitual, allí va, rauda, para frotar su cuerpo contra las piernas del recién llegado. Despierta ternura. Lo difícil es ese terco olor a empanada de carne que emana… cómo ignorarla.
La tarde arrima al parque un ciervo de los pantanos y un venado de las pampas que ramonean a prudente distancia de la gente. El zorro, taimado, relojea el escenario sin detenerse. No lo sabré hasta la hora de la cena que, en un descuido, se llevó la Moleskine que yo había dejado en la galería, sobre un banco. La recuperé gracias a Natalia A., duende maravilloso a quien le debo el contenido de esta nota. Sin decir ni mu, salió para seguir un posible rastro del zorro, linterna en mano, con tanta suerte que dio con mi preciado anotador. Me lo devolvió mordisqueado aquí y allá, huellas indelebles que cuentan una pequeña historia entre las muchas que prohíja esta tierra salvaje.
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