Mi encuentro con un viajero de otro tiempo
El barco había llegado una hora más tarde al puerto de Folégandros, en Grecia, y tardaría dos horas más que el expreso en llegar a Santorini. Sin embargo, por dentro era muy cómodo. Tenía unos livings con sillones amplios donde poder recostarse y unas mesas de madera para comer o apoyar la computadora. Decidí sentarme donde solo había una persona. Un señor mayor, de alrededor de 70 años, piel bronceada, pelo blanco, borcegos de montaña y una mochila pequeña, parecida a la que yo llevaba de mano. Una vez instalada y en un inglés extraño el hombre preguntó si tenía un cargador de celular para prestarle, ya que el suyo había dejado de funcionar hacía algunos días. Le dije que sí y comenzamos a hablar. Así supe que era de Nueva Zelanda, que trabajaba hacía más de 20 años en un tambo y que hacía poco tiempo había muerto su mujer, madre de sus dos hijas. Desde entonces se tomaba dos meses de vacaciones y viajaba solo.
Como suele suceder entre turistas, empezamos a intercambiar información sobre ese país que no era el suyo ni el mío. Hablamos de las distintas islas que habíamos recorrido, de sus playas, su exquisita comida. Me dijo que él nunca había usado páginas como Booking, Airbnb o Couchsurfing para reservar su hospedaje. Soy muy malo con la tecnología, confesó. Cuando llego a cada lugar, veo qué hago.
Al escucharlo pensé en todos las horas que había perdido mirando fotos de cuartos, presionada por el bombardeo de las notificaciones en mi computadora, avisándome que solo quedaba un lugar, que luego el precio subiría un 50 por ciento, que aprovechara la promoción, que no perdiera la oportunidad. Una urgencia falsa que me había llenado de ansiedad e impulsado a comprar noches en hoteles que nunca eran como en las fotos. ¿En qué momento había dejado de viajar como este hombre y me había convertido en una mujer tan precavida?
Para saber si tanto trabajo cibernético había valido la pena, le pregunté cuánto había pagado, en promedio, por noche. Al contrario de lo que imaginaba, el señor dijo un número que equivalía a la mitad de lo que yo había conseguido con cuatro meses de antelación. Me contó que en Milos se había hospedado en la casa de un isleño que hacía un queso feta delicioso y que en Mykonos, la isla más turística del país, había conocido a un chofer de esos que esperan pasajeros sosteniendo un cartel en cada puerto, que lo llevó a unas cabañas frente al mar donde casi no había gente.
Hace no tanto tiempo, cuando no existía el wi-fi o las aplicaciones, lo primero que hacía al llegar a un nuevo lugar era salir caminando a buscar hospedaje y, aunque a veces me llevaba horas encontrar un cuarto agradable, no saber dónde iba a pasar la noche era parte de la aventura de sentirme de vacaciones. Una excusa que me obligaba a comunicarme con desconocidos, entregarme a la incertidumbre y confiar que todo iba a salir bien, porque siempre todo salía bien.
Ahora, en cambio, viajo con miles de anotaciones: e-mails impresos con recomendaciones de amigos, datos que saco de revistas, páginas webs, blogs; hojas con números de reservas, direcciones, contactos; listas con los mejores restaurantes, tiendas y recorridos a los que sí o sí debo ir como si fuesen obligaciones. ¿Cuándo fue que empecé a elegir la comodidad de viajar con todo organizado y dejé de disfrutar de lo inesperado? ¿Por qué prefiero saber dónde y cuántos días me voy a quedar en cada lugar y no dejo espacio para que sucedan otras cosas, fuera de agenda? ¿Para no perder tiempo? Pero ¿tiempo para qué? Si en mis vacaciones lo único que quiero es justamente perder toda noción del tiempo.
Cuando solo faltaban diez minutos para llegar a Santorini y su teléfono ya estaba cargado, me dijo que ese día era su cumpleaños. Por eso quería tener el celular prendido, para que sus hijas pudieran saludarlo. Después nos despedimos y lo perdí de vista hasta que, parada en el puerto, quise ver a dónde iba, pero no lo encontré. Supuse que estaría caminando.
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