Mi aventura en la selva amazónica
La semana pasada, con mucho esfuerzo, ascendí la ladera de una montaña de Utah, en los Estados Unidos, en un atardecer con mucha nieve y temperaturas por debajo de cero.
Hoy nos iremos al otro extremo (dicen que los extremos no son buenos) y a otras temperaturas para transitar el frondoso paisaje de la selva tropical y hacer algo que quizás en estos tiempos –en los que todo se mueve tan rápido– no está tan permitido: rodearnos completamente de la naturaleza y despertar los sentidos, sobre todo la vista y el oído, recorriendo un lugar en un trance absolutamente contemplativo.
De eso se trataba exactamente nuestra aventura que, diametralmente opuesta a la de la semana última, comenzó muy temprano por la mañana.
Cuando uno está frente a las aguas del río Amazonas, el alba es espectacular, inclusive cuando todavía el sol no ha aparecido y podemos percibir un pequeño resplandor en el horizonte.
A la vera de su cauce, sentimos el poder del agua corriendo río abajo, con toda la fuerza de su inmenso caudal y la escuchamos, tanto con la planta de los pies como con los oídos.
Con los primeros rayos empezamos a discernir la corriente, las ramas arrastradas en su afán de llevarse todo por delante y, si estamos atentos, observaremos las costumbres propias de la fauna local como, por ejemplo, las aves trazando vuelos rasantes y jugando con las corrientes de aire para describir animadas piruetas.
Nuestro vehículo de transporte se mece sobre el agua. La descascarada y espigada lancha muñida de un motor fuera de borda está esperando ser abordada por un gracioso equipo de locales que se divierte charlando en una especie de lunfardo, y por momentos lo hacen a los gritos haciéndose chistes y contándose las novedades de la temprana mañana.
Saben que, al estar tan apartados de la civilización, para ellos las nuevas noticias son aquellas de las últimas 36 horas del mundo globalizado.
Estábamos listos para partir y así emprendimos el viaje río abajo, navegando a favor de la corriente y tomando una preocupante velocidad con nuestra destartalada “canoa con motor”.
El aire nos traía un ambiente lleno de humedad y lluvia. Empezaba a clarear y las aguas del río mostraban una extraña tonalidad, reflejando los espléndidos rayos magentas que se colaban con las cargadas nubes del cielo.
Un poco más de una hora nos tomó completar nuestro recorrido hasta parar en la orilla formada por un pequeño promontorio del que salía una pequeña y estrecha senda.
Desembarcamos y nos dirigimos hacia ese camino para ingresar a un mundo maravillosamente diferente, el que uno no transita diariamente.
Antes les hablé de aguzar los sentidos… y es lo que me sucedió. La majestuosa frondosidad de la selva amazónica, con la altura de los árboles mostrando un panorama tan tupido, me dejó sorprendido.
Mientras caminábamos por la senda mis guías me pedían que hiciera silencio. Les juro que por mi curiosidad tenía innumerables preguntas para hacerles, ya que el propósito del viaje era otro.
Y tenían razón.
Porque al quedarnos sumidos en el más absoluto de los silencios surgió ante mis sentidos uno de los más claros ejemplos de la maravillosa naturaleza que tenemos que cuidar.
El sonido de las aves y los insectos. ¡El tamaño de las mariposas! Los graciosos micos saltando de un árbol al otro. ¡La pureza del aire!
Todo esto y mucho más de un verdadero paraíso en la tierra…