Mi añoso coihue andino: el árbol que es un bálsamo y aún visito
Crecí un poco como él, armando silenciosas corazas para protegerme de la vida misma, del obcecado discurrir de profesores y familia que veían en mi una ciénaga contestataria de desobediencia. Uno nace con una intuición valiente que a veces es más fuerte que la enseñanza: ella es tan obstinada que objeta, rebate, enfrenta el adoctrinamiento y los sueños que los demás tienen para nosotros.
En aquellas edades primerizas, los mayores parecen llevarnos hacia lugares y comportamientos hechos a su imagen y semejanza. Concuerdo en que la tarea de educar hijos es la más difícil de un ser humano, ya que cada acto y decisión tomada por ellos es un signo de interrogación.
Mi nuevo y admirado amigo era un coihue achaparrado de los que crecen enfrentando el viento oeste de la cordillera. Estos árboles que crecen desafiando los poderosos ventarrones de lluvia y nieve se van criando con numerosas ramas que comienzan muy bajas en el tronco, extendiéndose con gran follaje hacia la adversidad del viento a manera de protegerse de los extensos y fríos embates del tiempo. Así, algunos ejemplares como este en cientos de años se convierten en árboles de gran altura, pero con un gran y único crecimiento hacia el oeste. Crecen sanos y robustos con cuidado de protegerse de los elementos. Aguerridos, son estandartes de paciencia y libertad.
Caminaba por el bosque cerca del lago cuando lo vi, el otoño había hecho que las lengas perdieran sus hojas y este coihue de hojas perennes se veía afanoso con sus hojas verdes, brillantes y su estatura monumental. Había crecido encima de un peñasco desafiando el lago y las cordilleras, que en estos parajes en invierno acumulan mucha nieve. En los años de caminar por el bosque, a veces había visto ejemplares semejantes, pero nunca uno de tal talla y robustez.
Dejé mi mochila en el piso y comencé por rodearlo, admirando cada rama, más tempestuosas y animosas que cualquier tempestad. Allí estaban estoicas desafiando la misma belleza.
Me sentí compelido a treparlo y lentamente llegué casi a la copa, desde donde se veía magníficamente el lago y los majestuosos Andes, que, como él, se preparaban para recibir otro invierno de nieve, viento y hielo.
Encontré allí arriba una rama que había tomado una forma de medio círculo, donde me senté. Era un perfecto trono. Ella sostenía cómodamente mi inmensidad de visitante. Quedé allí por más de una hora, observando todo lo que había por ver: gaviotas, golondrinas, ratoneras y hasta un martín pescador muy azulado que se posó mas abajo, como yo.
Bajé con mucho cuidado: la montaña y la vida me enseñaron que siempre es más fácil subir que bajar. Al trepar, la propia fuerza y tensión que necesitamos hacia arriba nos hace ascender con mayor seguridad y precisión, ya que al bajar, en cada paso, se debe tener la exacta medida, sostén de peso y equilibrio de descenso.
Al día siguiente, para mi segunda visita, preparé mi mochila con un pedazo de salame, queso y pan galleta. También una cantimplora con agua y una petaca de vino tinto. Completaban mi equipaje una soga gruesa y una almohada. Esa vez, al llegar al árbol, subí al mismo lugar, pero con la mochila, y antes de instalarme, até la soga al árbol y me enlacé el cuerpo por debajo de los brazos para prevenir una caída al dormir la siesta.
A los sándwiches mi abuela Tatá, uruguaya y hermosa, los llamaba refuerzos; ese mío estaba delicioso. El vino cuyano y un libro me fueron llevando lentamente a un sueño liviano, ya que allí entre ramas y pájaros se duerme así: en alerta a los elementos. Ahora, hasta en noches de luna lo visito. Mi añoso coihue andino, ese bálsamo.