Lea Novera tenía 12 años cuando el régimen nazi invadió Polonia; vivió en un gueto y luego fue trasladada a un campo de concentración donde perdió a su familia: “Decidí contar todo lo que he vivido. No es fácil, pero es mi obligación moral hacerlo”, dice
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Lea Zajac de Novera tiene 97 años. Dice que después de haber sobrevivido al campo de exterminio de Auschwitz volvió a nacer. Para ella el recuerdo del horror es indeleble: lo lleva grabado en su brazo izquierdo, donde tiene tatuado “33502″, el número de identificación que le asignaron los nazis. Sin embargo, luego de mucho tiempo, logró convivir con esas memorias que siguen en carne viva. Hoy, justamente, su propósito en la vida es recordar para que nadie olvide. “Es mi obligación moral”, insiste.
-¿Por qué siente la “obligación moral” de contar lo que vivió?
-Hay sobrevivientes que no quieren hablar absolutamente nada. No pueden, es más fuerte que ellos por más que tengan la mejor voluntad. Y hay quienes hablan día y noche, y nunca salen de este tema, que tampoco me gusta. A mí, esto me sigue en mi memoria. Más de una vez yo me pregunté para qué sobreviví, para qué para sufrí tanto... ¿para perder todo y a todos lo que yo tenía? Tenía una familia tan enorme... Vivía en un país de mil años de historia... Pensar en el porqué es algo que hasta hoy en día convive conmigo. Yo tomé conciencia que debo contar. Recuerdo todo, hasta el grito de los niños. No es fácil, pero es mi obligación moral hacerlo.
“Lo que pasó en el tren es imposible de contar”
Lea nació en Polonia, en la ciudad de Bielsko, hoy Bielsko-Biała, en una región donde abundan los paisajes boscosos. Su padre, Arón Zajac, era tejedor; mientras que su madre, Ester Aizenberg, atendía un pequeño almacén familiar. Tenía dos hermanos: una mujer, Henia, y un varón, Moti. Llegó al mundo en un periodo de relativa paz, durante la pequeña interrupción entre el fin de la Primera Guerra Mundial y el inicio de la Segunda Guerra Mundial.
-¿Qué recuerda del momento en el que se produjo la invasión nazi en Polonia?
-Allá, justo era el día en el que comenzaban las clases, el 1 de septiembre de 1939. Yo tenía 12 años. Había estudiado muchísimo y había rendido dos brillantes exámenes para ingresar al secundario. Ese día estaba lista para ir a clases, con mi portafolios en la mano, lista para tomar el tren. De repente sentimos gritos. La gente empezó a correr, empezamos a encerrarnos en las casas. A mí se me cayó mi portafolio de la mano y ahí se hicieron añicos todos mis sueños de algún día ser profesora de historia. Todo ocurrió muy rápido. Al día siguiente llamaron a todos los hombres que pudieran pelear. Yo fui, con casi toda mi familia, a refugiarme a lo de mis abuelos, que vivían en un pueblito cerca de lo que era la frontera con la Unión Soviética.
-¿Cuánto tiempo resistieron en lo de sus abuelos?
-Pasadas las dos semanas de estar allá, nos enteramos del pacto de no agresión entre Hitler y Stalin. Eso fue importante para mí, porque se divide Polonia en dos partes y la parte de Polonia donde estábamos nosotros cayó bajo el régimen en aquel entonces soviético. Fue un gran plus, porque si bien dentro de todo éramos pobres, no nos quitaron nada. Luego, pudimos volver a nuestra ciudad y mi padre consiguió trabajo en un aserradero.
-Finalmente, dos años después, ese pacto quedó obsoleto.
-Sí. El 22 de junio de 1941 es el día en el que se termina mi vida normal. Cuando los nazis rompen ese pacto e invaden la Unión Soviética, nos llevan directamente a un gueto en una ciudad llamada Prużany. Ahí empieza mi terrible, mi terrible... no sé cómo explicarlo. El que no lo vivió, no puede entenderlo. Mi terrible hambre, que duró cuatro años y medio.
-¿En qué condiciones vivían en el gueto?
-Cada familia vivía en una parcela en la que podía cultivar, sobre todo papas. Los nazis preguntaban quienes eran los “notables” de la comunidad, los referentes, podría decirse. Ellos eran los que iban a manejar la vida del gueto, bajo las órdenes de los nazis. El pueblo estaba rodeado de tres filas de alambres de púas. A los hombres chicos, de 16 o 17 años, los llevaban a limpiar baños. Y el día a día era duro: era muy común hacer trueques. Por ejemplo, dar una prenda, o un reloj, a cambio de avena. A mi mamá un día se la llevaron y no la vi más. Luego supe que ella y mis dos hermanitos fueron enviados a la cámara de gas. Murieron allí.
-¿Cómo y cuándo la llevaron a Auschwitz?
-Para enero de 1943, vivíamos muy aislados, no nos enterábamos de lo que pasaba en la guerra, pero de alguna manera llegó la noticia de la famosa Batalla de Stalingrado, el primer revés para los nazis. Y los nazis, por esas fechas, deciden liquidar los guetos. En enero nos avisaron que nos iban a llevar a otro campo. Un día, fueron a hablar con los miembros de la Comisión (los notables) y les pidieron que armaran cuatro listas de 2000 personas. Cada grupo partiría en tren, durante cuatro días distintos, a un destino incierto para nosotros. Los de la Comisión se negaron, pero a los nazis no les importó y siguieron con su plan. A nosotros nos tocó ir al segundo día. Lo que pasó dentro del tren es imposible contar. Fue el infierno más grande que viví. Íbamos apretados, sin agua, comida ni aire... Cuando llegamos, después de dos noches y tres días viajando sin poder salir, abrieron la puertas y una masa de personas cayó al andén. Muchos murieron en ese instante. Ahí, casi toda mi familia pierde su vida. Sobrevivimos mi tía y yo, y nos llevaron a Birkenau, que era Auschwitz.
-¿Qué pasó con su padre?
-Mi padre, junto con mis dos tíos, fue separado ni bien abrieron las compuertas de ese nefasto vagón. Todos los hombres fueron separados y llevados al campo de hombres. Nunca más lo vimos, pero muchos años después yo supe, a través de un muchacho de mi pueblo con el que me encontré en Israel, y que estuvo con mi padre en el campo de concentración, que en 1945 a mi padre se lo llevaron hacia Mauthausen, que era otro campo de exterminio, en suelo austríaco, y que murió dos semanas antes de la liberación, de inanición.
La recluta que le salvó la vida
Al llegar, Lea fue ubicada en un grupo de 100 mujeres. Se le acercó una recluta, que le preguntó su nombre y su edad. “Acabo de cumplir 16, le respondí. Y ella me mira y me dice ‘vos tenés 18′. Discutimos un rato y después me di cuenta. Me salvó la vida, porque si tenías menos de 18, te consideraban ‘persona no útil’”, dice. Y agrega: “Hubo varias situaciones así. Más de una vez recibí una mano. Esto contribuyó a que yo sobreviviera, porque yo no era ni la más inteligente ni la más fuerte... al contrario”.
-¿Qué recuerda de su vida en el campo de concentración?
-Al llegar nos dieron unos trapos de unos soldados muertos para ponernos. Una vez por semana había que desvestirse y venía el doctor Mengele con su secretaria. Yo tuve el gran triste honor, que el doctor Mengele tuvo este brazo con sus dos dedos de araña venenosa, mientras le dictaba a la secretaria mi número para ir al día siguiente a la cámara de gas. Aunque luego, por suerte, me salvé de ir (una recluta austríaca no judía tachó el nombre de Lea de la lista y en su lugar puso a una enfermera que había fallecido).
-¿Cómo era Mengele? ¿Qué recuerda de él?
-Parecía un actor de cine. Era alto y tenía cabello oscuro. Tenía sus dos dientes separados, nunca sonreía. Tenía hombros anchos... Y ese uniforme que usaba, un uniforme payasesco, como el que usaban todos los nazis, con esas botas lustradas que brillaban de un metro de lejos.
-¿Qué tipo de trabajos realizaba usted y la gente que estaba allí?
-Ellos, los nazis, constantemente dinamitaban pequeñas poblaciones campesinas porque construían cada vez más barracas. Hitler se imaginaba que el nazismo iba a existir mil años... Para transportar materiales, teníamos que mover cosas pesadas usando trapos grandes. Había que caminar con zuecos de madera en un piso blando de mucho lodo. Era muy fácil caerse, y si te pasaba eso, no te permitían levantarte. Yo solía hacer esa tarea con una chica que dormía cerca mío. Nos cuidábamos la una a la otra. Yo directamente no podía pensar, porque el hambre era tan grande que no podía. Lo único que pasaba por mi mente era la certeza de que quería sobrevivir, quería vivir otro día. Mi tía también me ayudó mucho. Ahí me empezó a doler la pierna, claro, de tanta inanición, de tanta hambre. Terminé contrayendo tuberculosis, aunque de eso me enteré después. Casi pierdo la pierna, me la salvó un médico argentino, una vez que vine acá.
Hacia principios de 1945, el Ejército rojo avanzaba desde el Este. Entonces, el régimen nazi decidió evacuar los campos con una estrategia que utilizaba muy frecuentemente: la Marcha de la Muerte. Consistía en hacer caminar a todos, fuera como fuera y por un tiempo indeterminado, hacia un destino indeterminado. Pero, claro, muchos estaban desnutridos o enfermos y perdían la vida a los pocos metros. Entre el 17 y el 21 de enero de 1945, más de 50 mil prisioneros fueron evacuados de esa manera. La mayoría perdió la vida. Lea estuvo en una de esas marchas.
“Nos dijeron ‘el que quiere, que se quede; el que no puede caminar, que se quede’”, recuerda. “Esto es muy difícil de contar... Aunque yo te hable cinco horas más, si no lo viviste, no vas a saber nunca cómo fue. Caminamos con la nieve hasta las rodillas sin nada de abrigo, a través de Alemania, de un lado a otro... A mí me tocó ir hasta Ravensbrück, que era peor que Auschwitz”.
-Lea, ¿cuándo recuperó su libertad?
-A mí me liberaron a fines de abril de 1945. Nos tenían encerrados en el galpón de una campiña. De repente, una madrugada escuchamos tiros. Pensamos que nos iban a prender fuego, y que no íbamos a tener cómo salir del galpón. Pero hubo dos chicas que se levantaron y se acercaron despacito al portón. Al empujarlo, se dieron cuenta de que los tres tipos que nos vigilaban habían huido. Y ahí vimos a un soldado ruso. Ese día, muchas de las chicas que estaban en el galpón bailaron, lloraron... Mi tía y yo nos abrazamos y yo largué a sollozar como nunca lo había hecho en todo ese tiempo. Recuerdo que nos miramos las dos y dijimos: “¿Ahora qué?”.
Su llegada a la Argentina
-¿Cómo llegó a la Argentina?
-Aquel día, cuando salimos del galpón, mi tía y yo quedamos libres, pero no teníamos a nadie, no teníamos nada. El Oficial ruso nos dijo “váyanse de acá, porque parece que va a haber batalla “. Y empezamos nuestra vuelta a Polonia, un poco caminando y un poco a pie, como dice Manuelita, la canción de María Elena Walsh. Pero no queríamos quedarnos en Polonia. Yo sabía que en Argentina vivían 3 primas de mi madre. Envié una carta solicitando información sobre ellas, con la esperanza de que la publicara uno de los diarios cercanos a la comunidad. Y logré conseguir esa información, así que emprendí mi viaje. Primero viajé a Francia, donde me tocó estar tres meses de tránsito. Luego conseguí una visa a Uruguay, que era más democrático en aquella época. Perón tiraba un poco para los alemanes… Pero finalmente, pude conseguir llegar a la Argentina. Mi tía finalmente se quedó en Polonia y luego se fue a vivir a Israel. Allá rehizo su vida y formó una familia. Seguimos en contacto toda la vida, hasta que murió. Incluso yo la fui a visitar...
-¿Cómo transitó sus primeros años en la Argentina?
-Acá empezó una lucha terrible. Viví un tiempo con mis parientes, pero la soledad era terrible, ya no tenía a mi familia, mi numerosa familia... Además, tuve que operarme la pierna. Casi la pierdo, me la salvaron. Anímicamente, estaba totalmente destruida, pero fui recibiendo la ayuda de nuestras instituciones. Entré a trabajar como bibliotecaria ahí en un club, ahí en el barrio donde yo vivía, en Villa Lynch, partido de San Martín.
-Y luego formó una familia...
-Había un chico, Marcos Novera, que tenía un pasado parecido al mío, que me seguía y me seguía y me insistía... Pero yo tenía miedo, le decía “para qué, si el mundo no va a seguir más”. Bueno, finalmente accedí. Me casé, tuvimos dos hijos, Jorge y Héctor. Fue el mejor marido que una pudiera tener... Y luego uno de mis hijos tuvo hijos, y ellos también: ahora soy bisabuela, y siento que mi familia me llena de vida.
-¿Cuál es la historia de su marido?
-Mi esposo era un muchacho que también sobrevivió. Él se escapó del gueto de Bialystok a los bosques, al principio anduvo solo, hasta que se encontró con varios que huyeron e incluso con el tiempo consiguieron algún arma y formaron un grupo. Él luego con otro muchacho cuando ya quedó libre trató de llegar a la Argentina. Acá tenía algunos parientes lejanos que ni los conocía. Y acá él me conoció porque yo entré a trabajar cuando ya la pierna estaba curada. Él me empezó a seguir en el club en el que trabajaba, yo no era una gran pasión, no era el gran amor, pero me fue conquistando de a poco por su bondad, por su perseverancia y también su soledad. Y nos dimos cuenta que realmente nos entendíamos y de a poco lo llegué a querer precisamente por estas cualidades. El resultado fue el mejor marido del mundo, el Cuando nos casamos, vivíamos en unas condiciones económicas bastante precarias, alquilamos un pequeño departamentito. En planta baja tenía que ser, porque yo no podía subir escaleras. Ahí nacieron mis dos hijos. Eran años difíciles pero mi marido era muy trabajador y muy optimista. Nunca se achicó frente a ningún trabajo. Y de a poco llegó a tener un pequeño negocio y de a poco conseguimos un préstamo para poder tener el primer departamento propio. El sueño de poder después de lo que uno pasó, de repente ver creciendo a los dos chicos lindos, normales, y tener ya un techo propio, todo esto era una gran felicidad y así de a poco pudimos levantar cabeza. No me arrepentí de haberme casado y yo para él yo era la reina Victoria. A mí me tuvo en un pedestal. Luego por supuesto yo lo cuidé cuando él se enfermó, estuve 11 años al lado de él, al pie del cañón. Él tuvo la desgracia de contraer un ACV a raíz de su diabetes y siendo relativamente joven ya no pudo trabajar. Pero con los ahorros pudimos vivir los 11 años en los que él no trabajó.
-¿Qué es la Argentina para usted?
-Argentina es mi patria por adopción. Yo amo este país a pesar de todos los bemoles, como los atentados a la embajada de Israel y a la AMIA. Argentina me dio libertad, mis hijos pudieron pudieron estudiar, pudieron trabajar. Mi marido, que vino acá sin saber el idioma, pero que era trabajador, también tuvo libertad.
-¿Qué reflexión hace, a 80 años del holocausto?
-Más de uno podemos ahora respirar. Por ahí me queda un año a mí, o un mes... Quizás esta es la última entrevista que doy... Por eso hablo y, siempre que pueda, lo haré. Quiero recalcar toda la ayuda que recibí de la fundación Tzedaká, cuyo staff, que es extraordinario, me conmueve con sus tareas, me llenan de vida.
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