Memorias del Happy Valley Rock
A 30 años de la muerte de Luca Prodan, un viaje hacia sus días en Traslasierra, Córdoba, donde se forjó el espíritu de Sumo
TRASLASIERRA.– Todo comenzó con una foto que cruzó el oceáno desde estas tierras hasta Roma. Luca Prodan caminaba al borde de la muerte y la postal familiar que recibió mostraba el refugio cordobés de su amigo Timmy McKern donde todo era vida y naturaleza. Un perro, dos niñas, una pareja sonriendo con las sierras de Nono como marco de una vida idílica. Con Timmy habían compartido el colegio del norte de Escocia al que también asistía el príncipe Carlos de Gales. Su invitación era la última carta que Luca tenía para jugar y ganar unos años más de vida. Ni siquiera imaginaba que, años más tarde, con su música marcaría un quiebre en la historia de nuestro rock.
El escenario es tan imponente como entonces. Entre monstruos de granito erosionados por el tiempo, aquel que sea capaz de domar el silencio y la tierra crujiente por el sol seco y verde de las sierras podrá develar sus propios misterios. Un refugio ideal para un tipo que no le temía a la muerte y vivía sus días desapegado de mandatos y reglas. “Luca vio mucha vida acá. Él estaba en un pozo feo con la heroína y todo se derrumbaba. Yo empezaba una familia en el valle y él estaba todo negro –recuerda Timmy del amigo que hace 30 años concretaba su última fuga de este mundo–. Cuando le mandé la foto, yo tenía dos hijas; para cuando llegó ya habían nacido las mellizas y eran cuatro. En la primera época, tenía una cama al lado del fuego en el living de una casita que está acá arriba. Se la pasaba durmiendo, con las cortinas cerradas y todo oscuro. Bajando de la heroína. Bancándosela. Del otro lado, mi mujer y yo con niños chiquitos, horarios y costumbres de familia. Dos mundos diferentes. Pero era parte de la familia.” Luca era una flor marchita en busca de reverdecer, y aquí vio crecer sus brotes nuevos. “Tenía que renacer y empezar a vivir”, sigue Timmy, manager de Sumo y Las Pelotas, cuñado de Germán Daffunchio y gran amigo de Luca desde sus años de pantalones cortos y uniformes.
“Lo conocí en la secundaria, éramos pupilos juntos en el colegio. Aunque hacía mucho quilombo, lo tenían en la lista de los posibles alumnos para ir a Oxford o Cambridge. Era muy inteligente, de esos que todo les sale fácil. Fue uno de los únicos alumnos que se escapó. Su padre le había regalado un rifle y lo vendió en el pueblo para comprar un pasaje en tren a Italia. Pasó un tiempo en Roma solo, y un día se encontró con la madre en un semáforo. Terminó la secundaria en un colegio inglés en Roma. Pasó un tiempo hasta que nos volvimos a ver. Me escribió desde Brighton, donde estaba viviendo en una casa tomada. Tomé un taxi y cuando le dije la dirección el tipo me preguntó: ¿Vas a ir ahí?. Cuando llegué, realmente era un desastre, se le había prendido fuego la pieza”, recuerda Timmy.
Andrea Prodan es el hermano menor de Luca y vecino de Nono desde hace 7 años. En aquel tiempo aún vivía en Roma. Se comunicaban a través de cartas y casetes. Canciones, confesiones y sentimientos cruzaban el mar en valijas de amigos. “Era mucho mejor que Entel”, se ríe Andrea. Revuelve un baúl en el garaje, que funciona como refugio y sala de ensayo con vista a las montañas, y aparecen fotos de la familia Prodan a toda pompa en distintos lugares del mundo. Desempolva un TDK con una carta narrada de Luca y le da play. De un lado, versiones caseras de Sumo grabadas durante alguna madrugada en su habitación de piedra y silencio. En el lado B, una confesión de Luca que su hermano traduce del italiano al inglés, incluso con gestos.
La voz de Luca en la cinta muestra todos sus miedos: “Papá nunca me escribió desde que estoy acá, sólo una vez para retarme con sus cartitas de frustrado literario. Si no te importa nada, ¿para qué me escribís estas cosas? Lo requiero y todo, pero es un viejo enculado. Por lo menos yo tengo amigos, ¿qué amigos tiene él? Siempre piensa lo peor de la gente”, se quejaba Luca desde su exilio cordobés. También le pedía a su hermano que le enviara a la sensual actriz Virna Lisi la canción que acababa de dedicarle: “TV Caliente”. Y como si nada, se despedía con gracia. “Nos vemos pronto, disculpen mi italiano medio español, ya me olvidé todo. Adiós muchachos, compañeros de mi vida, agua querida de mi corazón, vino y soda y Marimón. Chau, ¡ja!”, retumba su carcajada en el parlante con vista a las sierras. “Yo no sabía ni lo que decía”, confiesa Andrea. Luca estaba reversionando Adiós muchachos, de Carlos Gardel. La escucha se interrumpe cuando el simpático Calisto, hijo menor de Andrea, de 4 años, llega para advertir la presencia de una yarará en el jardín. “Yo también zoy zedpiente”, dice orgulloso. Andrea lo confirma: en el horóscopo chino, Calisto es serpiente. Igual que Luca.
“Sigo observando a Luca como todo lo que fue antes de llegar a la Argentina: una persona inteligente y sensible”, dice Andrea, el menor de los cuatro hermanos Prodan. “Él vivió una época muy poderosa en Europa: la de los hippies. Decía que toda la música viene de las drogas que tomás. Luego pasó a ser un punk en Londres a fines de los 70. Entendió que había que rebelarse y que no alcanzaba con paz y amor para lograr un cambio. Trabajaba en Virgin, en Londres, era experto en nuevas bandas. Lo echaban y lo volvían a llamar todo el tiempo. Un rebelde útil. Todo esto sumado al enorme conflicto que tenía con mi padre, hombre viejo estilo militar imperial austrohúngaro que creía que sufrir te hace bien. Cayó en un problema grande con la heroína que empezó en Londres y se mudó a Roma. Lo echaron de Inglaterra cuando entró en coma hepático. Muchos de sus amigos habían muerto. Claudia, su hermana y mejor amiga, también”, repasa Andrea.
Un detalle místico terminó de sellar su llegada a Traslasierra. “Fue una casualidad total. No le quedaba otra. Entonces apareció Pino, un curandero de Cerdeña, que lo sanó. Cuando Luca llegó a Roma era una cosa terrible. Los ojos anaranjados como pelotas de golf. Amarillo de la hepatitis. En las dos o tres sesiones que tuvieron, el tipo decía que era tremendo lo que Luca le chupaba energía. Le ponía la mano en la frente y transpiraba.” Pino presentía que con eso iba a viajar muy lejos e iba a tener unos años más de vida para crear algo realmente especial. Se tenía que ir de inmediato.
La visita al curandero coincidió con la llegada de la foto de Timmy. Y Luca vio la señal. “A este punto la familia estaba entre la desesperación y el cansancio de tenerlo como un quilombero tremendo. No pensamos que fuera a quedarse, era para que se limpiara de la heroína y dejara atrás su obsesión con Linda, su novia inglesa. Y así fue, se vino para acá cuando era el valle más perdido en el medio de la nada, con un pasaje de ida, porque mi padre no le quería dar más plata. En Traslasierra encontró una especie de máquina que detiene el tiempo. ¿Banda? ¿Qué banda? Ni siquiera tenía la idea de quedarse. Eso sí, era fanático de las aves y acá vio pájaros que no había visto en su vida. Quedó fascinado”, recuerda Andrea, y cuenta que uno de los emprendimientos de Luca en sus primeros meses en Nono fue la cría de ganado. “Luca me contó que la primera plata que trajo la usó para comprar vacas. ¡Me hace mucho reír [sic]! ¿Qué iba a hacer Luca con las vacas?”, se burla Andrea.
Uno de sus primeros amigos en las sierras fue Germán Daffunchio, miembro fundador de Sumo y luego de uno de sus esquejes, Las Pelotas. Su casa también se esconde bajo las estrellas y el polvo de las calles de Nono. “El tipo dijo que este lugar fue nuestra base espiritual. Luca ya era artista a su manera en Inglaterra. Vivía grabando con sus amigos. Acá vino a buscar lo que había: soledad absoluta, sin heroína. Fue su último manotazo para no morir. Este era nuestro refugio del mundo. Podíamos vivir como queríamos. En esos días de terapia bajativa siempre había una guitarra y así empezó a generarse todo. Se la pasaba al borde de la cama tocando y yo me copaba siguiéndolo. Era como un juego, una terapia musical. Nunca pensamos en hacer una banda de rock. Se transformó en una especie de hermano mayor. Veníamos de la represión, de un país de corderos y gente muerta de miedo y nos hablaba de una libertad que no conocíamos”, cuenta Germán al borde de un estanque en su casa, rodeado por un coro de ranas y con la mirada perdida en los recuerdos de aquellas noches.
Respira y sigue. Dice que las tocatas se fueron estirando y que la comunicación, energéticamente, era musical. Noches y noches zapando en su piecita. “Una vez me sangraron los dedos de tanto tocar y Luca me dijo: Eso es rock”, se ríe. Los ensayos iban de las 12 de la noche a las 6 de la mañana. Tenían un rito: a determinada hora de la madrugada, se tiraban a la pileta para despabilarse. Timmy tenía una casa grande, una mediana y una chiquita. Se vivía en la mediana y en la grande se ensayaba. “Cuando asomaba el crepúsculo salíamos a cazar palomas con el aire comprimido para comer. Por ahí nos pasábamos el día pelándolas.” La heladera estaba llena de palomas. Luca las cocinaba en estofados con vino tinto en el horno de barro que habían construido. Dicen que su paté de hígado de paloma era un manjar. Algunas tardes de sol se iban al río en Paso de las Tropas y hacían competencias de salto desde las piedras. “Era un tiempo de paz, una época muy libre. Lo recuerdo con muchísimo cariño, emoción, inocencia. Teníamos la certeza de que íbamos a hacer quilombo. Cruzarse con Luca no era cruzarse con cualquiera. De él no se olvida nadie”, asegura Germán.
Parecía bonanza
Uno de los paseos obligados de la comuna de Las Calles es Eben Ezer. Mirta Lalia Molina es la quinta generación al frente de esta pulpería de adobe perdida en el tiempo. Construida en 1887, fue una posta de recambio donde las tropas del general José María Paz esperaban a Facundo Quiroga. Luego se convirtió en el boliche de Las Calles y hoy es una tienda de licores artesanales. “Atardeceres y noches vieron a Luca Prodan tomar en este lugar su copita de ginebra”, anuncia una placa en la pared. “Con Luca éramos de la misma generación. Era uno más del pueblo: el «Tano». Humilde, se daba con el peón, con el gaucho. No lo conocí mucho porque acá había borrachines y mis padres no me permitían venir”, cuenta Mirta. Es muy normal que los caballos de la zona sepan el camino de regreso a la casa de su dueño. Como si tuvieran GPS, el borracho sube y lo depositan en su rancho. “Luca volvió así alguna vez, pero era una persona tranquila y bondadosa. No buscaba destacarse”, recuerda Mirta, y ofrece un licor hecho con las frutillas que crecen en el valle. “Siento que su espíritu ronda este lugar, me lo dijo una mentalista. Se fue tan joven… De estar vivo, seguiría en las montañas. Era bueno de alma. Capaz que está flotando por acá”, imagina.
En esa época había muy poca gente joven por el valle. Uno de ellos era Ricardo Curtet, que vivía en Mina Clavero, era un muy buen guitarrista y tenía una colección de discos de Frank Zappa. Eso bastó para que Luca lo separara de los demás. En el boliche de Mirta, Ricardo comparte sus recuerdos. “Un día llegó Timmy a la fábrica de alfajores de mi familia, con un flaco con anteojitos tipo John Lennon y poco pelo. Me lo presentó: Luca Prodan, mi amigo italiano. Tenía dos botellas de vino y me invitó a la casa de Timmy para hacer algo.” Luca era una fuente inagotable de conocimiento musical. Era raro que llegara alguien que supiera tanto a este lugar escondido de Córdoba. Se tardaba casi seis horas para llegar. Todo era por carta. “A este boliche veníamos bastante a tomar una ginebrita. Llegabas y estaban los caballos atados afuera. Parecía Bonanza. Todos andaban en sulky o a caballo. Pulperías donde Luca charlaba con la gente de campo”, cuenta. Ricardo fue un habitué de las sesiones nocturnas en lo de Timmy.
“En su portaestudio grabamos varias cosas. Luca era un compositor intuitivo y con mucho ritmo. Tenía un cuaderno con canciones que traía de allá. Ponía la música al palo, imaginate los Sex Pistols sonando en medio del campo. Había corrido todos los muebles del living para poder bailar de un lado para otro. Los cuidadores de la casa lo miraban y no entendían nada. “¡Amalaya, los gringos!”, decían y se persignaban. Era el encuentro de dos mundos. En una época Luca había conocido a una chica y les gustaba ir a bailar al único boliche de Mina Clavero”, cuenta Curtet.
La etapa de Luca en Traslasierra fue fundamental para terminar de moldear su espíritu musical y sellar la personalidad salvaje y sensible de Sumo. “Siempre fue un artista”, dice Timmy, y cuenta que en el colegio tenía su banda, cantaba en el coro y tocaba la trompeta en la sinfónica. “Era de esos tipos que en cualquier reunión agarran la guitarra y se ponen a cantar. Naturalmente. Acá cerca había un hotel donde servían un vodka casero. Se llenaba de jubilados ingleses. Luca se ponía a tocar temas de fogón de boy scouts y todos los viejos enamorados. Era culto y podía hablar con cualquiera.” Los discos previos a Sumo los grabaron acá: Time, Fate, Love y Perdedores hermosos. Son canciones muy personales, donde Luca revisitaba su propia historia. La tapa de Time, Fate, Love es la postal más clara de aquellos días: Luca arriba de un caballo paseando por el valle con su campera de cuero negra. Era del ejército nazi y, según cuenta Andrea, su hermano la usaba con la intención de cambiarle la onda a la prenda. "Le voy a poner un poco de rock", le dijo.
Los días de Luca en las sierras se interrumpieron cuando viajó unos meses a Europa a vender un departamento que tenía en Londres para volver con los equipos y armar la banda. “Pensábamos que no volvía más”, confiesa Timmy. Su abuelo fue el primer McKern que habitó la casa en la que acogió a Luca. En el gran parque con jardines de lavandas, espinillos, cañaverales, pinos y eucaliptos sigue en pie la primera habitación de Luca en una pequeña casita de piedra con ventanas, rejas y una gruesa puerta de madera. “Era casi una celda. Acá pasó el primer año, antes de que llegara Stephanie [Nuttal, primera baterista de Sumo que viajó desde Londres para sumarse a la banda a pedido de Luca]”.
Germán revive la llegada. “Luca convenció a Stephanie de venir a tocar. Ale [Sokol] y yo estábamos todo el tiempo juntos, y el Ale se prendió como loco. Era un delirio. Stephanie era una baterista punk, tocaba y lloraba, se ponía toda colorada. Así empezó el caldo. Ella era el corazón. Una vuelta nos pusimos a zapar Luca, Ale y yo. Una noche intensa. A la mañana siguiente, temprano, ya estaba escuchando lo que habíamos grabado horas atrás. Levantó la vista y me dijo: Ey, Germán, ¡esto es bueno! Habíamos grabado Night & Day. Fue composición instantánea. Un viaje. Ahí empezó el sentimiento y Luca se empezó a abrir. Como amigo, tenía códigos muy parecidos a los nuestros. Luca era de esos que caminan por la calle igual que las demás personas, pero no era igual a nadie”.
El tour por Happy Valley, la casa de Timmy, sigue por la construcción principal, donde está el amplio living que funcionaba como sala de ensayo y pista de baile. Timmy corre la cortina blanca como un telón y las Sierras Grandes se abren en su espectacular magnitud: hipnóticas, macizas, eternas. Bañadas de magenta por el sol del atardecer, moldeadas por el viento y los ríos que bajan cuando la lluvia y los deshielos riegan el valle. El día se apaga y en esta sala de ensayo a cielo abierto acoplan las chicharras y afinan las calandrias y los benteveos. “Del otro lado del vidrio estaban Perra y Agosto, las mascotas de la casa, que eran madre e hija. Luca las jodía con el micrófono desde adentro y las perras ladraban y lo miraban como a un marciano.” El grito a los animalitos quedó eternizado en la canción Divididos por la felicidad. “En la casa había una higuera grande y nos pasábamos tardes ahí a la sombra. Luca trajo un equipo Aiwa gigante, te ibas caminando y escuchabas a David Bowie a cuadras de acá”, se ríe Timmy.
Andrea aún recuerda la primera vez que llegó a la Argentina para visitar a Luca. Retiro le recordó a Londres y viajaron a Traslasierra con su hermana Michela y Luca durmiendo en el tren de noche hasta llegar a Villa Dolores, y desde ahí hasta Nono por una interminable nube de polvo. “Conociéndolo, pensaba en qué mierda estaría haciendo acá. Yo me mato, pensaba. Pero él se había sacado de encima la droga, estaba hablando castellano y les tomaba el pelo a los locales con el acento cordobés. Todos se cagaban de risa.” Los hermanos encontraron un nuevo Luca, jugando como un niño en la pileta de los McKern, haciéndose el monstruo con las hijas de Timmy, cocinando su receta italiana: calabacitas rellenas de carne. “Era una vida sana, hermosa”, cuenta. Un renacimiento vital y una explosión creativa. Aunque, tristemente, había cambiado una condena por otra: el alcohol era su nueva sentencia.
Todos coinciden en que la muerte no era un asunto que a Luca lo inquietara demasiado. “No estar aferrado a nada lo hacía totalmente libre”, concluye Timmy. Igual piensa Andrea, que siente que el suicidio de su hermana Claudia gatilló en Luca una especie de pacto con la muerte, un remolino del que no podía salir. “En el cerebro de Luca, la muerte tuvo un lugar muy grande. Era el equilibrio perfecto con la luz que emitía. Era una montaña rusa de sentimientos. Para bancarse lo que se bancó su piel, había que tener mucha fuerza. Era un elemento de autodestrucción casi japonés, kamikaze. Sumo.”
Germán, uno de los pocos que lo enfrentaba por sus excesos –eso una vez le costó que Luca le abriera la cabeza con un hueso–, va más allá: “Nunca quise que muriera, loco. Un amigo no es aquel que siempre te mueve la cola para que seas feliz. Con Luca conocí la amistad verdadera. Y si nos teníamos que cagar a piñas, nos cagábamos a piñas por amor. Siempre terminábamos abrazados. Es muy loco pensar que hace 30 años que pasó todo esto. Luca era un especialista en supervivencia. Había estado en la cárcel, en la calle, en sus infiernos con la heroína. No le temía a la muerte para nada. Cuando se encontró con este paisaje, con nosotros, se dio la posibilidad de estirar el tiempo. Hay una canción que le escribe a su hermana Claudia, Warm Mist, donde le dice que él iba a morir brillando. Un día, cuando ya vivíamos de la música y había logrado domar sus demonios, me dijo que para él era demasiado tarde. Eso es triste. Le pregunté qué iba a hacer yo. Me tocó el hombro y me dijo: «Tienes que seguir». Él nunca lo supo, pero ese fue el mejor consejo que me dio. Era un pendejo que no había tenido amor. Tenía apenas 34 años. ¿Hasta dónde hubiera llegado Sumo si él hubiese estado bien? Es el gran enigma que va a quedar para la eternidad. La gente que uno ama está dentro del corazón de uno. Luca sigue generando reacción, y esa es la semilla del arte”.