De los hippies de Traslasierra a las canciones de Las Pelotas, historias de sobrevivientes del rock.
Una tarde de lluvia de hace algunos años crucé con mis hijos el camino de las Altas Cumbres de regreso a Buenos Aires. Paramos en un puestito que vendía salamines y charlamos con el dueño. Había tenido alguna historieta densa en los 70 de la que se había refugiado en Traslasierra. Contó una historia de venidos, de hombres y mujeres que habían huido de la decepción citadina para construir su cabaña antiatómica en las postrimerías de la Guerra Fría. Mis hijos, que eran chicos en esa época, revoloteaban entre los salamines y los frascos de miel. Una mujer iba y venía y les chistaba a los perros. El puesto era una construcción mínima de adobe.
El tipo me dijo que a veces se iba a caminar dos o tres días enteros por la montaña, sin destino, y que la mujer lo esperaba. La mujer atrás asintió. Y él me contó que era Pato, el protagonista de la letra de “Pato trabaja en una carnicería”, famosa canción de Moris de los tiempos fundacionales del rock argentino.
Compramos un par de salamines y seguimos hasta Alta Gracia. Ahí fuimos a visitar el museo que hay en la casa donde vivió de chico Ernesto Guevara y, mientras tomábamos un helado en el centro del pueblo, compramos unos CDs. Entre otros, una compilación de Calamaro que incluía su versión de “Pato?“. La letra, escrita bajo los efluvios del París del ’68, dice que el comunismo “resultó complicado” y recuerda, ya en ese 1970 en que fue compuesta, la juventud dorada. Pato, el que decía serlo y vendía salamines, nos dio una clave secreta de esa canción, que hoy no figura en internet: la carnicería en la que él trabajaba en realidad era un banco. Una metáfora de Moris contra el capitalismo financiero.
Pasé muchas vacaciones de los primeros 80 en Traslasierra, en una casona alguna vez esplendorosa a la que nos invitaban unos amigos de mis padres. Ese verano de principios de esta década llevé a mis hijos para que conocieran mi paraíso perdido. Todo estaba transformado: los complejos de cabañas habían avanzado sobre la montaña y olas de nuevos hippies, nuevos Patos, cultivaban las tecnologías de la industria del turismo informal.
En aquellas vacaciones de los 80, salíamos con mis hermanos desde el pueblo de Las Rabonas y caminábamos varios kilómetros hasta un recodo del río Nono. Atravesábamos quintas y campos que décadas después estarían cubiertos de arándanos. Una de esas tardes junto al río, niños llegando a la adolescencia en busca de aventuras, nos pegamos a unos veinteañeros que tocaban la guitarra. Se hizo de noche. Los chicos fumaban marihuana. Me dio miedo y fascinación. Volvimos tarde a la casa y, en una era en la que no había celular, pero parece que tampoco preocupaciones, nuestros padres no nos retaron demasiado. Un lustro más tarde, ya adolescente, me hice fanático de Sumo, y cuando conocí la historia de Luca creí recordar que uno de esos chicos, el más huraño, incivil y dolorido, se parecía al pelado. ¿Sería él?
Después de que Luca murió, se sabe, dos bandas heredaron a Sumo. Divididos, el trío poderoso que trajo el folclore argentino al rock distorsionado y a T.S. Eliot a los 90, amplió la percepción del rockero porteño y se condujo con profesionalismo para producir hits que sonaban en los auriculares de los trenes que venían del oeste. Yo los seguí de Halley a Obras, pero siempre tuve mi empatía depositada en su yin, su lado sombrío, Las Pelotas, banda con más espíritu amateur, melancólico, que mantuvo su corazón en aquel territorio de refugiados de la carnicería capitalista.
El rock era un proyecto colectivo que tuvo una vida mucho más larga que la esperada; quería cambiar el mundo y lo cambió, pero en un sentido opuesto al previsto. Contribuyó a conformar la imaginación de nuestra juventud extendida y una etapa de la humanidad en la que el capitalismo, pese a los pronósticos apocalípticos, no haría sino afianzarse bajo formas nuevas a las que la cultura rock aportó un sentido clave. Así, puestas a sostener los relámpagos de la creatividad juvenil, muchas bandas, veteranas de la sensibilidad desarmada, tuvieron que lidiar con el estrés postraumático de la guerra del rock. Las Pelotas, una banda de viejos en zapatillas y remera más una bajista luminosa en su humildad, pergeñó sus cánticos en la sierra eléctrica. Con los años, llegaron los hits y la tragedia, pero Las Pelotas es una banda de sobrevivientes. Muchas de sus mejores canciones son baladas: lo mejor del rock muchas veces tiene el pegamento del pop.
Sus balas lentas desarman el escudo varonil y susurran cascadas canciones de sufrimiento y esperanza oscura al costado del camino que atraviesa las cumbres.