Por José Montero
Ciertos gurús de lo retro insisten en llamar pinball a lo que, para vos, en los 80, no tenía otro nombre que flipper. Me refiero a los flippers prehistóricos, ciento por ciento electromecánicos, que hacían más bochinche con las anotaciones en el contador (estilo viejo surtidor de nafta) que con la musiquita y los efectos de sonido en sí. Poblaron el inframundo de pequeños locales de la Costa. Lejos de Sacoa, en esos antros tu dinero rendía más. Podías jugar más tiempo. Pero, claro, las máquinas no eran tan modernas. Como el Pac-Man o el Space Invaders estaban muy requeridos, vos te apasionaste con un flipper de vaqueros en el Oeste. Llegaste a dominarlo en un tugurio situado en los límites de San Bernardo, por no decir en Mar de Ajó.
El sitio era tan chico que la única mesa de pool tenía una de sus bandas pegada a una pared, y los pibes jugaban igual, apelando a la creatividad y molestando con el taco a cualquiera que pasaba. El tema es que el verano terminó y a vos te quedó incorporado como un tic el gesto de apretar botones imaginarios con los dedos mayores. Buscaste construir tu propio flipper con un tablero y otras piezas de madera, clavos, bandas elásticas y la pelota del metegol. Obvio, no funcionó. Luego averiguaste sobre la posibilidad de comprar un flipper de juguete, hogareño, de mesa. Los había, pero eran inaccesibles. Tal fue tu berretín que, para un cumpleaños, te compraron este flipper de mano con la figura de Superman. No era lo mismo. Ahí quedó, en un cajón. Al final, el flipper era para el verano.
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