-Mirá, acá las tengo.
Melina Furman, 44 años, rizos indomables, bióloga, pedagoga y madre de mellizos, se apresura entusiasmada con dos cajas. Cada una tiene un nombre y sobre la cubierta puede leerse una fecha: 2025. Entonces explica. Hace unos días, sus hijos comenzaron la escuela y decidieron hacer una cápsula del tiempo. Cada uno eligió qué cosas guardar. A eso se sumaron mensajes de los abuelos. La idea es que una vez que terminen la primaria, abran sus preciados tesoros y se trasladen a este momento de sus pequeñas biografías tan singular, que tantos sentimientos suele generar en los padres: Que a qué escuela lo mandamos. Que si sigue con sus amigos o no. Que si nos mudamos, entonces cómo vamos a hacer. Que qué hacemos si no nos dan la vacante. ¿Doble jornada? ¿Jornada simple? ¿Bilingüe? ¿Waldorf?
La investigadora del Conicet y autora del best seller
Quien lo haya vivido sabe de lo que estamos hablando. Elegir un colegio puede transformarse en una de las experiencias más traumáticas o felices de nuestras vidas, y esto depende de tantos factores como posibilidades de que lo que finalmente decidimos salga bien. Bueno, un poco sobre esto es de lo que nos habla Melina Furman en su último libro, Guía para criar hijos curiosos (Siglo XXI), que va por su tercera edición y con el cual ha conseguido una pequeña legión de seguidores.
Sin embargo, no encontrará el lector de esa guía soluciones mágicas, sino todo lo contrario, ya que para la autora la cosa no pasa tanto por lo que aprenden afuera, sino por cómo los educamos en casa: "Muchas veces es un tema que uno terceriza, tira la pelota afuera. Pero si bien la escuela tiene un rol clave, lo que pasa en casa es fundamental para generar amor por el conocimiento".
Autoconfianza y tecnología como aliadas
–¿Y existe alguna clave para educar millennials?
–¿Los nuestros serán millennials? Creo que hasta los millennials ya van a ser viejos para nuestros hijos (se ríe). Es difícil encontrar una definición breve, pero creo que hay que empezar por darles a nuestros hijos una plataforma de despegue. Es decir, las herramientas para seguir aprendiendo siempre, eso es clave en un mundo donde hay tantos cambios. Y, por otro lado, alimentar el motor interno, esas ganas que tienen que ver con cierto vínculo amoroso con el conocimiento que uno debe sembrar en la infancia para que se sostenga tiempo después. Son dos dimensiones fundamentales, la del deseo y la que tiene que ver con la capacidad de aprender, de poder resolver problemas y de analizar la información de manera crítica. Por eso, hoy se habla de enseñar capacidades. Ya no se trata de acumular información, sino que el acento se pone en qué hacemos con ella para que tenga sentido. Y eso se construye en casa y en la escuela.
Muchas veces es un tema que uno terceriza, tira la pelota afuera. Pero si bien la escuela tiene un rol clave, lo que pasa en casa es fundamental para generar amor por el conocimiento
–¿En qué consiste esa educación en casa?
–En dar confianza. Una de las cosas que más sabemos gracias a las investigaciones en educación es que los chicos para aprender necesitan autoconfianza. Necesitan sentir que pueden y necesitan bancarse la frustración, saber que cuando se enfrentan con un problema o un desafío difícil, no es que ellos no tengan lo que hay que tener, sino que a veces hay que sentarse a lidiar con algo complejo.
–Tarea difícil. Como padres nos cuesta lidiar con el fracaso o la tristeza de nuestros hijos.
–Pero se puede, y con cosas muy chiquitas. Por ejemplo, simplemente hablando con ellos, o mostrándoles cómo nosotros lidiamos con ese tipo de situaciones, y también cómo nos apasiona o no aprender determinadas cosas. Creo que se trata de ser modelos, pero no solo diciéndolo, sino mostrándolo, y haciéndolos partícipes a ellos de nuestro mundo. Para mí uno de los secretos de aprender en casa es intentar tirar de la punta del ovillo de aquellas cosas que encontramos que a ellos les interesan, desde sus preguntas, cosas que traen de la escuela, juegos... Se trata de seguir ampliando. Por ejemplo, el otro día estábamos leyendo una novela con ellos, Cuadernos de un delfín, de Elsa Bornemann, donde los delfines cantaban y se comunicaban, y eso era central para la historia. Entonces googleamos cómo era el sonido de los delfines y con los chicos nos preguntamos qué pasaba con los sonidos en general. Para eso, hicimos un experimento y vimos la sensibilidad de cada uno… Los papás y las mamás de hoy tenemos la suerte de que internet esté al alcance de la mano como para hacer doble clic y darle más profundidad de aprendizaje a cualquier experiencia.
Los juegos y las redes sociales activan en el cerebro un "circuito de recompensa" que genera dopamina, ligado a la motivación y al placer. Por eso, las pantallas son adictivas. El tema es ver cómo y cuánto se utilizan
–Aunque la tecnología no siempre nos parezca una buena amiga...
–Ah, ese es un mundo entero de cosas para pensar. Por un lado, es una gran herramienta a la hora de potenciar el aprendizaje. Nos abre a la biblioteca del mundo. Pero, por otro lado, las pantallas plantean una serie de problemas. Que si nos dieron likes, que si pasamos mucho o poco tiempo en un juego. En realidad, los juegos y las redes sociales activan en nuestro cerebro lo que se llama un "circuito de recompensa", que hace que nuestros cerebros se inunden de un neurotransmisor que es la dopamina, ligado a la motivación y al placer. Por eso, las pantallas son adictivas. Ahora, está bueno saberlo y saber qué hacemos con eso. En casa, por ejemplo, con mis nenes, que son chicos, limitamos la cantidad de tiempo. Es decir, está bien que interactúen con tecnología, pero también que lo hagan con otras cosas. En la medida que la pantalla no nos ocupe todo el tiempo, estamos bien. Otro punto importante para pensar respecto de la tecnología es que no todo es lo mismo. Es decir, como decíamos inicialmente, nos ofrece una ventana al mundo y hay recursos interesantes para programar un robot o crear música o arte que no los vuelve meros consumidores. Creo que se trata de eso.
–¿De qué?
–De usar la fuerza del enemigo a tu favor. Y ahí creo que lo importante es ver qué hacen y compartir con ellos eso que hacen. Obviamente, en la medida de lo que se puede, porque cuando son grandes cada vez lo permiten menos.
Uno de los descubrimientos clave de las investigaciones en educación es que los chicos necesitan autoconfianza para aprender. La educación en casa consiste básicamente en dar confianza.
–Hoy cada vez más se escucha sobre el "síndrome del aburrimiento". ¿Los chicos están perdiendo la imaginación?
–No, creo que eso pasó siempre. El aburrimiento forma parte de los momentos de la infancia. Es verdad que si nosotros solucionamos esa situación todo el tiempo, les genera menos espacio para rebuscárselas. Hay estudios que plantean que aburrirse un poco fomenta la creatividad. Entonces, creo que nosotros tenemos que bancarnos un poco que ellos se aburran, a sabiendas de que eso les hace bien.
–Con el libro has tenido mucha respuesta, ¿los padres estamos cada vez más interesados en el aprendizaje de nuestros hijos?
–Creo que sí. Somos una generación a la que le importa mucho aprender con ellos, y también lo disfrutamos mucho. Creo que tenemos más conciencia de que lo que aprendan o no va a ser central para su futuro. Hace unos meses di una charla a propósito del libro, y se llenó de papás. Me encantó. Creo que eso también se está planteando, hay un sentido muy compartido de la crianza donde los padres hoy tienen otro rol y otras ganas. Somos una generación que quiere ser parte.
Aprender a aprender
Melina se acuerda de un profesor de Física. Melina se acuerda de las fórmulas que les daba el profesor de Física. Melina se acuerda de las fórmulas que les daba el profesor de Física sin otra explicación que la necesidad de memorizarlas: "Entonces, yo le preguntaba todo el tiempo en clase por qué esto era así, porque sentía, de alguna manera, que me estaban quitando una parte del mundo que me parecía intuitivamente fascinante, pero el modo en que me la estaban contando me hacía no entenderla". Hasta que un día ese mismo profesor les acercó un libro. Agua: espejo de la ciencia, se llamaba. Una publicación de Eudeba, cuya tapa no prometía nada. Sin embargo, para Melina fue una premonición. Ahí nomás supo que su camino era la ciencia.
Ahora tenemos más conciencia de que lo que los chicos aprendan o no va a ser central para su futuro.
Terminó el secundario en el Nacional de Buenos Aires y se puso a estudiar Biología. Unos años después arrancó a trabajar en el departamento de Imágenes del Fleni. Durante meses, Melina estuvo viendo resonancias magnéticas, intentando descifrar en esas manchas transparentes alguna señal para entender el comportamiento de nuestro cerebro. Así comenzó a cifrar que, en realidad, lo que más le interesaba era entender cómo funciona nuestra inteligencia. Se metió en un doctorado de Educación en la Universidad de Columbia y, después de pasarse un año en una escuela del Bronx, obtuvo su título. A partir de entonces, su carrera fue meteórica. Además de ser investigadora del Conicet y profesora de la Escuela de Educación de la Universidad de San Andrés, se desempeña como asesora en diversos programas de enseñanza en toda la región, lleva escritos varios libros y acumuló un sinfín de recursos para lograr en el aula aquello que tanto pregona: que la tarea de aprender sea, sencillamente, tan rica que nos lleve a querer aprender más.
De hecho, una de las cosas que más recuerda hoy de su propia formación son las primeras clases en la Facultad de Exactas de la mano de Alberto Kornblihtt, reconocido por su desarrollo en biología molecular. "Siempre nos decía que lo importante no era lo que se sabía, sino entender cómo se había logrado saber eso. Entonces, para cada conclusión nos mostraba cuáles habían sido las evidencias, la investigación, los debates y las dudas que aún siguen abiertas en torno a ese tema".
Hoy se habla de enseñar capacidades. Ya no se trata de acumular información, sino que el acento se pone en qué hacer con ella para que tenga sentido. Y eso se construye en casa y en la escuela.
–Eso es algo que no se suele hacer en la escuela.
–Tomemos como ejemplo una de las cosas que se trabajan en la escuela, que son las efemérides patrias, esas fechas que todos aprendimos de memoria, muchas veces sin entender qué significan. Esa es una de mis grandes críticas a la educación actual, aquella que insiste en basarse en información sin intentar comprender esos procesos. Por ejemplo, hace poco, mis hijos venían muy interesados con la historia. Estaban viendo Zamba y estaban muy entusiasmados con Belgrano y San Martín. Entonces, nos fuimos al museo y se encontraron con que San Martín tenía una cama más corta que la que usamos hoy. Eso nos llevó a preguntarnos por qué la gente de antes era más baja que ahora, y descubrimos que eso tiene que ver con cómo comían… Es decir, todo puede ser una excusa para aprender algo nuevo.
Mi apuesta con los docentes es que entiendan que hay lograr aprendizaje profundo para que los chicos comprendan por qué es importante lo que están aprendiendo.
–Pero ¿los docentes tienen incorporada esa hipertextualidad como forma de enseñar?
–Por lo menos, mi apuesta con los docentes es que entiendan que lo que hay que hacer con los chicos es lograr aprendizaje profundo. Es decir, que no solo pasa por acumular datos, sino que los chicos comprendan por qué es importante lo que están aprendiendo. Durante el año pasado realizamos con Facundo Albornoz un estudio en Capital Federal. Si bien el objetivo era otro, una de las conclusiones que nos llamó la atención se relacionaba con el trabajo en el aula. Trabajamos en el séptimo grado de 70 escuelas públicas, y analizamos de qué manera aprendían el cuerpo humano. El 80% de las actividades que realizaron los chicos como parte del tema tenía que ver con un pensamiento de orden inferior, vinculado a recordar y reproducir información, por ejemplo responder preguntas de un cuestionario, nombrar los vasos sanguíneos, citar las partes del sistema digestivo… Son cosas que, efectivamente, se pueden chequear en Google, y fue como nosotros las aprendimos. Todos podemos decir de memoria las partes del cuerpo humano, pero no sabemos explicar por qué, si no respiramos, nos morimos.
Un cambio sistémico
–La pregunta es dónde se tiene que generar ese cambio, ¿en los docentes o en el sistema?
–Es un cambio claramente sistémico, que tiene que llegar a los docentes. Es decir, tiene que plantearse ya en los profesorados. Muchas veces, allí se enseña con una mirada constructivista, pero en una clase con maestros sentados tomando nota. El modo en que queremos que enseñen debería ser coherente con el modo en que ellos son formados. Otro punto clave que debería considerarse a la hora de pensar políticas públicas es que empiece a haber tiempo remunerado fuera del aula, para que los docentes puedan planificar con otros docentes, y pasen tiempo en la escuela pensando y diseñando las clases.
El cambio tiene que plantearse en los profesorados. El modo en que queremos que los docentes enseñen debería ser coherente con el modo en que ellos son formados.
–¿Y qué está pasando con las escuelas en el exterior, adscriben a estas transformaciones?
–Hay varios ejemplos muy interesantes, como Canadá y Australia. En España, hay una red de escuelas innovadoras enorme; en Cataluña, más precisamente, se está dando lo que llaman "la primavera pedagógica".
–¿Y en qué consiste?
–Es una serie de 500 escuelas privadas y públicas que están llevando a cabo una profunda transformación. Se trata de un trabajo basado en proyectos donde los profesores de distintas materias se integran en un desafío que los chicos deben ir resolviendo desde diversas dimensiones a lo largo de varias semanas.
Todo puede ser una excusa para aprender algo nuevo.
–¿Por ejemplo?
–Me acuerdo de un caso donde, a partir de una noticia que alertaba sobre la poca cantidad de donantes de sangre que hay en Barcelona, se planteó la pregunta "qué podemos hacer para aumentar ese número". Primero, los chicos tuvieron que aprender sobre la donación de sangre, entender de qué se trata el tema. Ahí aparecieron un montón de saberes relacionados con la biología: cómo funciona la sangre, si podemos recibirla de otro, etcétera. En segundo lugar, aprendieron cómo se organiza una campaña de comunicación. En esa instancia, trabajaron los maestros de Lengua con los de Ciencias Sociales. Después se sumó el tema estadístico: cómo se llegaba a la conclusión de que la población donante había bajado... Lo interesante es que, al trabajar con un problema real, se genera más entusiasmo porque lo que se aprende tiene un sentido más relevante que saberse de memoria los componentes de la sangre. Para que esto además funcione, tienen aulas con 60 chicos trabajando con tres docentes, divididos en áreas: es impresionante.
–Vuelvo a la inquietud inicial del libro. ¿Cómo elegimos la escuela? En tu caso, se decidieron por la educación pública.
–Creo que para elegir una escuela hay que tener en cuenta muchas dimensiones a la vez. En nuestro caso, elegimos una escuela en el barrio porque nos interesaba que estuviera cerca. También nos importaba la convivencia con chicos de orígenes diversos, y elegimos una escuela con una comunidad de padres y madres muy activa… A ver, ninguna escuela va a ser perfecta, tal vez nos queda lejos, o la cuota es muy alta, o tiene algo que no nos cierra. Pero hay que tomar en cuenta todos estos datos porque es una decisión que va a atravesar la vida familiar, y la va a atravesar durante muchos años.
Nuestro rol también debe ser ayudarlos a convivir con lo distinto, y eso implica hacerlos vivir en el mundo más real posible.
–Me pregunto si este acento que hoy ponemos en casa, a veces no se traduce también en cierto fundamentalismo antiinstitucionalista…
–Una cosa es estar presentes y acompañar, y otra cosa es que se desdibuje nuestro lugar como adultos que deben poner límites. Incluso creo que ser parte de una institución donde hay cosas que no nos gustan es una experiencia positiva. Si los mantenemos entre algodones toda la infancia, donde nada les hace ruido, no es real. Nuestro rol también debe ser ayudarlos a convivir con lo distinto, y eso implica hacerlos vivir en el mundo más real posible.