Las casas brotan del pozo. Son construcciones de madera, de chapa, de ladrillo y de cualquier otra cosa que se tenga a mano. Alrededor, todo es plástico. La brisa primaveral trae una cumbia de los 90 que suena a todo volumen, solo aplacada por una bordeadora y las voces chillonas de dos nenes que juegan sobre la calle de tierra. El olor a podrido empieza a sentirse.
El basural sobre el que nos encontramos está a 10 minutos de la estación de González Catán, en el partido bonaerense de La Matanza. El pozo, en realidad, es una tosquera: un sitio del que alguna vez se sacaron grandes cantidades de una tierra rojiza y porosa llamada tosca, que se usa en la construcción. Una vez abandonados, esos terrenos se llenan de basura, de agua de lluvia y de agua proveniente de las napas.
Cuando Victoria y Natalia se ponen los guantes para tomar la primera muestra, una camioneta destartalada viene hacia nosotras y frena. Bajan dos hombres.
–¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen acá? –dice uno.
Me apuro a contestar lo que ellas me habían aconsejado:
–Venimos de la universidad. No somos del municipio. Ellas son científicas y están midiendo los niveles de contaminación en el suelo.
El hombre se relaja un poco y cuenta que la basura es su fuente de trabajo. Que la cosa se puso más dura este año porque solo logran vender lo que juntan a una o dos empresas de reciclaje. Que lo que contamina, en realidad, es el Ceamse que se ve más allá.
Cinco familias trabajan ahí. En un fin de semana sacan apenas $500 por persona y al hombre le preocupa que lo que sea que estemos haciendo perjudique sus ingresos.
–Si perdemos esto nos morimos, ¿entendés?
Detrás de él, un predio cubierto de basura brilla bajo el sol. En el centro, a lo lejos, se recorta la silueta de una persona sentada en una silla, bajo un toldo desvencijado.
Sola en medio del mar de desechos de toda una sociedad.
María Victoria Majul y Natalia Ocello son investigadoras del Centro de Información Metropolitana (CIM), que pertenece a la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la UBA. Desde hace más de 10 años, trabajan en proyectos vinculados a basurales a cielo abierto en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA), con el objetivo de relevar la contaminación a la que están expuestas las personas que viven en esos lugares.
Victoria es arquitecta y entró al centro en el 2004. Comenzó trabajando en la temática de villas a partir de información de imágenes satelitales. "Pero me fastidiaba trabajar a distancia. Yo quería tener contacto con la gente", recuerda. Con la crisis del 2001 y el aumento de cartoneros, el tema de la basura cobró mayor importancia. Fue entonces cuando Julieta Zamorano, una investigadora del grupo que trabajaba en la temática, armó un nuevo proyecto y la invitó a sumarse.
Al poco tiempo, llegó Natalia, bióloga, especialista en medioambiente, que traía la inquietud de investigar sobre contaminación industrial. Pronto decidieron incorporar esa variable al estudio de los basurales. "El proyecto fue mutando a medida que íbamos obteniendo resultados y se iban sumando personas. Pasaron especialistas de varias disciplinas; entre ellas, la socióloga Victoria D’hers, que aportó mucho en la parte de percepción de riesgo", cuenta.
El trabajo de las científicas es dirigido por el doctor en Ciencias Biológicas Alejandro Cittadino y codirigido por la arquitecta María Adela Igarzábal, directora del CIM. Hasta el momento muestrearon ocho basurales: Lanús-Lomas, Lomas de Zamora, Villa 21, Quilmes, Tigre, San Fernando, Avellaneda y González Catán.
El agua cenicienta
Es la tercera vez que las investigadoras vienen al basural de Catán. La primera fue hace un mes y la segunda, la semana pasada. "Vinimos a contarles a los vecinos lo que íbamos a hacer para que no se sintieran bichos de circo y para que quienes laburan con la basura se quedaran tranquilos", dice Victoria.
Las primeras visitas también sirvieron para definir el diseño de la investigación. Las científicas tomaron 18 muestras de suelo, separadas entre sí por 70 metros y distribuidas en tres transectas. La cantidad de muestras depende del tamaño del basural y del financiamiento, ya que el análisis posterior costará $5.000 cada una. En tanto, las transectas son como líneas imaginarias que las expertas establecen en el terreno según sus características. En este caso, corresponden a tres callecitas de tierra paralelas, pero entre las cuales varían diversos factores, como la elevación del terreno y el color del agua de pozo.
El agua de pozo sale con sarro. Pasás la mano y parece ceniza. Lo que sí, nos bañamos con esa agua. Por eso, acá todos tienen forúnculos en la piel.
Las científicas se agachan, toman una porción de suelo cavando la superficie con una palita cuchillo y la guardan en un frasco. Luego, Natalia mide los 70 metros de distancia entre muestra y muestra, caminando con pasos grandes. Cuando llegan al nuevo punto de medición, limpian la palita con alcohol en gel para evitar contaminación cruzada y repiten el procedimiento. Esta vez, por ejemplo, tocó frente a una casa que tiene un gran cartel negro que informa: "Almacén El chinguenguencha. Pan, lácteos, cigarrillos, condimentos, mercadería, papa y cebolla, y mucho más".
Lucas, de 14 años, se asoma para ver qué estamos haciendo. Cuenta que cuando vienen los camiones del frigorífico tienen que cerrar todas las ventanas porque el olor es insoportable. "Tiran todo ahí al fondo", dice, mientras señala hacia el mar de basura que vimos cuando llegamos. De todos modos, afirma que en su familia no han tenido problemas de salud y que consumen agua de pozo.
Una cuadra después, Nadia da otro panorama: "Nosotros compramos agua mineral. Tengo entendido que nadie toma agua de pozo". Tiene 33 años, es de Merlo, y hace un año que se mudó ahí junto a su marido y sus seis hijos.
–Veo esto y me da vergüenza pelear por lo que estoy peleando –me dice Silvia.
Ella es vecina del barrio La Foresta, en la localidad matancera de Virrey del Pino, y es quien les hizo el nexo a las científicas con ese barrio. No porque tuviera contactos, sino simplemente porque conocía mejor la zona. Silvia impulsa desde hace varios años una lucha contra otro basural, en un terreno cercano a su casa. A través de esa causa conoció a Victoria, quien le hizo un informe sobre la base de imágenes satelitales para presentar en la denuncia.
Mientras las investigadoras van por la sexta o séptima muestra, nosotras nos acercamos a charlar con Juan, un hombre que nos mira con curiosidad apoyado en el portón de su casa. Lo acompañan tres de sus hijos, dos nenes y una nena. Al igual que Nadia, ellos compran agua mineral. "El agua de pozo sale con sarro. Pasás la mano y parece ceniza. Lo que sí, nos bañamos con esa agua. Por eso, acá todos tienen forúnculos en la piel", cuenta.
A la vuelta, en la segunda transecta, una mujer charla con una amiga en la vereda. Aprovecho para hacerle la pregunta clave.
–Sí, tomamos agua de pozo. Otra no nos queda.
El mapa de la basura
Gran parte del trabajo que realizan las científicas se basa en los sistemas de información geográfica (SIG): un conjunto de herramientas informáticas que integran mapas con bases de datos. "La imagen te ayuda un montón, tanto para localizar el basural e interrelacionar variables, como para hacer un seguimiento a través del tiempo", apunta Victoria.
La selección del basural depende de lo que quieran medir y de la accesibilidad que tenga el sitio. En general, tratan de seleccionar los más "peligrosos", variable que se define según la proximidad con la población y con industrias de grado 3, como las químicas y las petroleras.
La muestra de suelo se toma en los primeros 10 centímetros porque ahí está el comportamiento de pica (ingestión de sustancias no alimenticias) en los niños. Una vez concluido el muestreo, se lleva todo a un laboratorio para analizar la presencia de metales pesados, como zinc, cadmio, cobre y plomo. Después, las científicas procesan los resultados, cruzan variables y elaboran un informe final.
Lo último que se hace es el análisis de riesgo y contaminación. "La contaminación tiene que ver con los metales que encontrás en el suelo, pero eso no quiere decir que la persona que vive ahí se va a enfermar sí o sí –explica Natalia–. Eso se determina mediante un análisis de riesgo que incluye otros factores, como el nivel de vulnerabilidad, el estado de la vivienda y el tipo de agua que consume".
La loca del medioambiente
"Soy un ama de casa común y corriente que se puso el basural al hombro", se define Silvia Arrieta, en relación con su lucha para erradicar el basural de La Foresta, en Virrey del Pino.
La Foresta es un barrio chico, de 10 cuadras por seis. El conflicto se originó hace cuatro décadas, cuando la empresa química Ciba Geigy abandonó la fábrica que tenía allí, y dejó un terreno con piletones abiertos y un monte de eucaliptos. "Como quedó abandonado, algunos vecinos iban y talaban los árboles", cuenta. En plena crisis del 2001, ese terreno se vendió y los propios dueños decidieron desmontar y vender la madera. Con los años, el descampado se volvió un basural.
En 2016, Fabián Gómez, médico veterinario del barrio, le comentó a Silvia que le llamaba la atención que los casos de cáncer en perros y gatos habían aumentado un 500%. Ahí, ella comenzó un recorrido por las dependencias municipales para exigir que se limpiara el basural. Pero golpeaba puertas y puertas, y no conseguía nada.
–Yo siempre digo: ¿cómo te das cuenta de que estás en Matanza? Por la basura. Entres por donde entres, Matanza es un basural a cielo abierto.
Por una lucha de los vecinos, el Gobierno nacional ordenó al municipio de Virrey del Pino que erradicara el basural cercano al barrio La Foresta. Igual la municipalidad sigue arrojando la basura en el sitio.
Así que probó con distintas áreas del gobierno nacional y provincial, con Acumar (organismo público responsable del saneamiento de la Cuenca Matanza Riachuelo), con Greenpeace y hasta aprovechó un viaje a Italia para llevarle una carta al Papa. Finalmente, los esfuerzos rindieron sus frutos: el Gobierno nacional ordenó al municipio que limpiara el basural.
Con todo ese predio disponible, estudiantes de la Escuela Primaria N° 157 presentaron un proyecto al Honorable Concejo Deliberante de La Matanza para transformarlo en un polideportivo. Tanto Silvia como otras escuelas del barrio acompañaron la iniciativa y la hicieron circular por varios despachos. Hasta ahora, la petición no se aprobó. "Mientras tanto, la municipalidad sigue tirando basura", sostiene Silvia.
Ella asegura que en el último tiempo aumentaron los casos de tiroides y cáncer. Cuenta que una amiga que estaba haciendo un relevamiento de esos casos murió de cáncer de mama y que a Fabián, el veterinario del barrio, le agarró cáncer de garganta.
–Yo sé que a mí me tienen catalogada como la loca del medioambiente, pero voy a seguir luchando. Es que la basura me saca de quicio. ¡Vos no sabés lo que eran las ratas! La más chiquita parecía mi gato.
Ciencia y sociedad: ese diálogo difícil
El primer basural que muestrearon las científicas del CIM fue uno que estaba sobre la calle Hornos, en el límite entre los municipios de Lomas de Zamora y Lanús. "Al principio no veíamos dónde estaba el basural. Pensamos que nos habíamos equivocado de lugar, hasta que nos dimos cuenta de que estábamos encima de él", recuerda Natalia. Rápidamente comprendieron la importancia del trabajo en territorio. "Por suerte, cuando le contamos a la gente lo que estamos haciendo, en general, tenemos buena recepción", apunta.
Para la comunidad científica, atravesar los muros académicos y llegar a la sociedad suele ser una tarea difícil. Todavía falta bastante para que el diálogo entre la ciencia y el barrio sea fluido y ambos sectores se beneficien mutuamente. "Yo sentía que nosotras íbamos, hacíamos el muestreo, le decíamos al otro que estaba contaminado, pero no le dejábamos nada tangible", cuenta Victoria. Por eso, en el basural de Quilmes, presentaron un proyecto llamado Vaso Social, para hacer un taller de corte de botellas. Obtuvieron un subsidio del Ministerio de Educación, compraron máquinas y les pagaron a los vecinos para que se capacitaran una vez por mes.
Otro producto tangible es el Atlas de la basura, un documento visual disponible en internet sobre los basurales a cielo abierto del AMBA. Ambas coinciden en que la principal limitante para profundizar este trabajo es la falta de presupuesto. "La academia es un sistema perverso. Al momento de evaluarte para darte un subsidio, no se valora el trabajo en territorio", se lamentan.
Actualmente, están abocadas a un proyecto de mapeo participativo en escuelas del Delta, donde trabajan la identificación colectiva de conflictos medioambientales. Victoria reflexiona: "Yo pienso que si no vinculás este tipo de trabajo con el territorio, todo queda en una cuestión de ego académico".
Cadena de ilegalidades
El trabajo de Victoria y Natalia en cada basural termina en la elaboración de un informe. La idea es que los vecinos puedan tenerlo como herramienta para reclamar acciones de saneamiento y que las autoridades puedan disponer de evidencia para diseñar sus políticas. Sin embargo,la relación con los municipios no ha sido muy fructífera."Suelen ser reacios a recibir información. Esto es porque estamos evidenciando una falta de control de su parte o, directamente, porque son ellos los que tiran la basura ahí", dice Natalia.
A lo largo de la última década, observaron que todos los basurales aumentaron su tamaño. "Cuando el territorio no acepta más basura, lo que sucede es que se empieza a rellenar y a utilizar como terreno para vivienda. También notamos que cuando ese sitio se colmata, muy cerquita aparece otro basural. Es como si se fueran moviendo", precisa Natalia.
Como objetivo a mediano plazo, Victoria dice que le encantaría muestrear los basurales de la provincia de Buenos Aires. "Los gobiernos municipales no tienen presupuesto para tratamiento y tiran la basura a la salida de los pueblos", señala.
Nosotras decimos que es como una cadena de ilegalidades. Detrás de la basura, hay grandes negociados que mueven mucha plata. Entonces, ¿por dónde le entrás primero?
La disposición final de la basura es un problema global. En América Latina, se estima que el 50% de la basura que se genera va a parar a basurales a cielo abierto o a circuitos ilegales de gestión. Natalia explica: "Desde el aspecto tecnológico, la posibilidad de solucionarlo existe, el tema es que son tecnologías caras. Un punto clave es educar a la gente para no generar tanto volumen de residuo por día. Después, hay otras aristas más complejas. Nosotras decimos que es como una cadena de ilegalidades. Detrás de la basura, hay grandes negociados que mueven mucha plata. Entonces, ¿por dónde le entrás primero?"
En la tercera transecta del muestreo realizado en Catán, Verónica cuenta que cuando llueve mucho, el agua no se puede usar. "Es arenilla", dice. Vive con su marido y tiene ocho hijos. Uno de ellos tiene epilepsia. Una noche, salió de madrugada para llevarlo al hospital y, para conseguir transporte, tuvo que caminar bastante porque nadie quería entrar hasta ahí.
Algo parecido pasó durante la tormenta fuerte de mediados de octubre. "Nadie venía a ayudarnos. Defensa Civil vino, miró y se fue", cuenta. A veces, ella y otros vecinos se juntan en el merendero de la cuadra para ver cómo pueden ayudarse entre ellos.
Cuando el trabajo de las científicas termina, nos vamos. Un nene flaquito con remera rota nos mira mientras tironea a su perro del collar. El animal, que tiene la piel pegada a los huesos y una mirada de tristeza absoluta, se niega a seguir caminando.
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