Media naranja o naranja entera: pensar el amor contra las falsas dicotomías
Hace tiempo ya que aquella idea de encontrar la “media naranja” como clave para la felicidad amorosa fue dada de baja. Sin embargo, y por el hecho de que el público siempre se renueva, hoy en día existe un resurgimiento de los ataques que defenestran aquella forma de ver al amor de pareja. Como se recordará, la idea, que viene de Platón, afirmaba que somos mitades que se buscan, en procura de una completud mítica perdida, y que la felicidad amorosa aparece solamente cuando encontramos a ese otro que nos completa.
"¡Nada de media naranjas!", declaman con fervor los revisionistas del mito cítrico. "¡Somos enteros!" dicen con vehemencia, y no sin razones, aquellos que perciben la trampa que significa pensar la propia felicidad como imposible si no se encuentra al poseedor de ese 50% que nos "falta" y que añoramos en lo más profundo.
Claro, diría uno, si no somos media naranjas debe ser que somos naranjas enteras. De hecho, algunas afirmaciones pronunciadas a modo de mantra ideológico, manifiestan con convicción casi religiosa aquello de la autosuficiencia amorosa, homologando en ocasiones la "entereza" a una suerte de glorificación del individualismo, perdida ya toda fe en la posibilidad de la entrega amorosa que haga bien, no mal. Sin embargo, debemos decir que si es la naranja enterita, sin cortes y cerrada dentro de su cáscara, el ejemplo de entereza y libertad que se contrapone a la búsqueda simbiótica de la media naranja antes mencionada, estamos en problemas.
Acá afirmamos, de manera rotunda, que el problema no es la naranja cortada en mitades, o la entera. El problema es que esa analogía frutal es muy poco práctica ya que poco tiene que ver el sabroso citrus con la relación de una pareja. De hecho, los amores se forjan desde lo que abunda y desborda generando nuevas realidades, y no desde lo que falta y se necesita: una suerte de vampirismo insufrible disfrazado de amor. Con la moda de amar la propia imagen en el espejo (o en las pantallas), la relación cercana con los otros, en muchos casos, parece una amenaza.
Para enfatizar esa idea se elige ver lo peor de cada gremio: los hombres todos zonzos, violentos o egoístas. Las mujeres dominantes, ansiosas, especuladoras. Todos proclives a la traición, ajenos a toda nobleza… así se "vende" el paisaje amoroso actual, al menos, en algunos círculos. "El infierno son los otros" diría un personaje sartreano y así el amor parece una suerte de partido de truco permanente, en el que irse al mazo es la constante.
La desconfianza prospera, y las almas se duelen aunque no siempre lo digan y prefieran muchos colocarse una suerte de preservativo en el alma: una "cáscara", disfrazada de una supuesta omnipotencia que envuelve a modo de blindaje.
El espacio de intimidad y lealtad que una parte no despreciable de las parejas consigue cuando la cosa va más o menos bien, trasciende esa falsa disyuntiva entre naranja incompleta o naranja cerrada. Por eso, la idea es que es más conveniente investigar los resortes eficaces e inteligentes para la generación de la confiabilidad, antes que armar ideologías y formas de ver la vida basadas en una "doctrina de seguridad amorosa" que desangela toda relación en función de un "realismo" muy sesgado.
El amor de pareja no es una obligación ni un imperativo. Es, sin embargo, un camino que puede ser elegido, más allá de que prospere o no. Eso sí: a veces prospera. Y cuando lo hace no será por haber caído en la trampa de la naranja sino porque el camino siguió valiendo la pena, sin voluntarismo ni romanticismo empalagoso, sabiendo que todo puede terminar, pero no termina.
El autor es psicólogo y psicoterapeuta