Eduardo Navascués y Miguel Barañao estaban cumpliendo con el Servicio Militar Obligatorio cuando el cuartel fue invadido; el asalto al Regimiento de Infantería Mecanizado 3 y del Escuadrón de Exploración de Caballería Blindado 10 fue uno de los sucesos de mayor violencia desde el retorno de la democracia en el país
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Miguel Barañao, soldado conscripto clase 69, tenía 19 años cuando un comando guerrillero intentó tomar el cuartel militar de La Tablada. Le faltaban solo dos meses para recibir la baja e irse a su casa. Dormía en el balcón de la compañía B junto a tres compañeros cuando un camión robado, distribuidor de Coca-Cola, atravesó la barrera de entrada. Lo seguía una caravana de vehículos. Sus ocupantes abrieron fuego contra la guardia. Se supo luego que los atacantes eran 47 militantes del Movimiento Todos por la Patria.
Comenzó, entonces, un combate que se extendió por más de 24 horas. Los libros de historia lo presentan como “el copamiento del cuartel de La Tablada” o “la batalla de la Tablada”. Para Miguel Barañao (53), hoy técnico en medicina nuclear, fue un momento definitivo que marcaría su vida para siempre. A continuación, su recuerdo.
“Quedé conectado para siempre a La Tablada”
-Miguel, ¿qué recuerda de aquel 23 de enero 1989?
-En ese momento, cuando entran los guerrilleros, sólo había 4 soldados en la compañía B: Antonio Cuevas, Silvio Pedhelez, Javier Rottemberg y yo. Como hacía mucho calor, era la época de los cortes de luz, dormíamos en el balcón que daba a la Plaza de Armas, en el primer piso. El toque de diana era 6.30, y esto pasó a las 6.15, todavía estábamos acostados. Escuchamos un ruido fuerte y después millones de disparos. Saltamos de la cama. Yo estaba con pantalón corto y una remera. Me puse las zapatillas.
-¿Qué fue lo primero que pensaron con el alboroto?
-Que se trataba de un simulacro. En esa época también estaban los carapintadas, así que no entendíamos qué pasaba... Nos quedamos mirando desde el balcón, tratando de entender lo que estaba pasando. Detrás de un camión grande que rompió el portón, entró una caravana de vehículos, serían ocho o nueve. Fue todo muy abrupto. La cosa se ponía más espesa, entraban tiros por la ventana, porque todos tiraban para todos lados...
-¿Cuándo comprendieron que no se trataba de un simulacro?
-Cuando vimos que eran civiles los que nos atacaban. Ahí tratamos de organizarnos de alguna manera.
-¿Quién tomaba las decisiones?
-Había un suboficial, un cabo primero, que tendría tres años más que nosotros. Pero hicimos lo que podíamos o lo que se nos ocurrió.
-¿Cuál fue su primer reacción?
-Fuimos a la sala de armas, rompimos la puerta y tomamos algunos fusiles para tratar de defendernos. Después cerramos la entrada a la Compañía: hicimos una barricada para dificultar el ingreso de los atacantes. Al mismo tiempo, no teníamos idea lo que estaba pasando.
-Finalmente, armados y parapetados, ¿qué hicieron?
-Empezamos a disparar. Desde la ventana le tirábamos a los civiles armados. Éramos nosotros cuatro y el suboficial en una compañía para 60 personas. Recibimos miles de disparos, recuerdo el olor a pólvora. Estábamos bajo un estrés muy grande cuando escuchamos que nos gritan desde afuera que nos rindiéramos. Teníamos una ventaja: ellos no sabían cuántos éramos nosotros, no sabían que éramos solo cinco tipos.
-Si bien había recibido adiestramiento militar, jamas imagino estar en semejante situación. ¿Cuáles eran sus sensaciones?
-Hay muchas historias muy valerosas, pero la verdad es que yo tenía mucho miedo. Se me doblaban las piernas, me temblaban las manos... no es fácil matar. Y más aún sin causa. No entendíamos ni lo que pasaba. Es dificilísimo. ¿Si maté a alguien? No lo recuerdo, pero se tiraba y mucho...
-Finalmente, ¿los guerrilleros lograron entrar en la Compañía?
-Sí, fue una lluvia de balas, estábamos cuerpo a tierra, no podíamos ni levantar la cabeza del piso porque era un desastre... En un momento, Antonio se levantó para refugiarse en otro lugar y recibió varios disparos. Se hizo una pausa en la balacera y lo escuchamos gritar: “¡Estoy herido! ¡Estoy herido!”. Tenía sangre por todo el cuerpo, estaba todo roto, tenía el pecho colgando. Era impresionante. Ahí dijimos “hasta acá llegamos”. No tenía sentido seguir resistiendo. Aguantamos lo que pudimos... Entonces entraron. “¡¿Son solo cinco?! ¿Por qué no se rindieron antes?”, “Métanse en el baño, ¡no jodan más porque los matamos a todos!”, “Y atiendan a su amigo...”, dijeron.
Los guerrilleros tomaron de rehén al oficial con los cuatro conscriptos. “Para refugiarnos, nos fuimos al lado de las duchas. Entonces empezamos a recibir fuego del Ejército, que disparar sin saber que nosotros estábamos ahí. Creían que solo había guerrilleros”, continúa Miguel.
-El Ejército reprimió con armamento pesado.
-Cada bomba que tiraba el ejército era un estruendo... temblaba todo. Había olor pólvora y a carne quemada. Era un infierno. Recuerdo que una bomba cayó arriba de nosotros, fue tan fuerte que nos levantó del piso. Yo me tocaba las piernas y los brazos para ver si no me faltaba nada, porque no sentía el cuerpo.
“¿Muchachos qué hacemos? ¡Esto se prende fuego!”, gritó Miguel cuando vio por la ventana que el techo de la Compañía estaba en llamas. Y al terminar la frase el cielo raso empezó a ceder.
“El cielo raso tiene una malla metálica. Cuando cayó quedó apoyada sobre las paredes del retrete y si bien eso hizo de aislante de las brasas, habíamos quedado enjaulados. La temperatura era insoportable. Yo en lo único que pensaba es que no podía creer que iba a morir de esa manera”, dice.
-¿Cómo lograron escapar?
-Empezamos a pegarle con todas nuestras fuerzas patadas a la malla para abrirla, pero no podíamos. Me desesperé. “¡Dejáme a mi que tengo borceguíes!”, gritó mi compañero, pero no había caso. Ya nos asfixiábamos, pero decidí probar una vez más y ahí, no sé cómo, logré abrir un tajo en la malla. Cuando salí el piso estaba lleno de brasas. Las zapatillas, unas Flecha, se empezaron a derretir. Me subí a un mingitorio y de la temperatura que había en el ambiente me quemé la mano. En eso, vi una ventana y no lo dudé, me tiré de cabeza. Antes de morir quemado, hacés cualquier cosa. Estaba en un segundo piso, serían unos ocho metros de caída libre.
-¿Qué pasó cuando cayó fuera del edificio?
-Desde atrás de un árbol salió un soldado. Le pedí que no me dispare y me ordenó que me arrastrase hasta donde estaba él. Empecé a gritar que saquen a mis amigos de ahí adentro porque se estaban quemando vivos. En ese momento, desde la misma ventana que escapé yo, se tiró Javier. Y después se tiró Antonio, el que estaba todo herido. No sé de dónde sacó fuerzas, pero antes de tirarse, Antonio levantó a Silvio en sus brazos, que se había desvanecido, y lo arrojó por la ventana. Entonces, llegó un tanque para sacarlos de ahí. Pero los disparos seguían. El sargento ayudante Ricardo Esquivel murió intentando protegerlos, es uno de los caídos. Con su cuerpo los protegió a los dos y recibió un disparo, murió en el acto. A mí, el comandante me envió del otro lado, donde estaban las canchas de futbol. Salí corriendo. No sé como hice, crucé la cancha en dos segundos, como el correcaminos. Cuando llegué, me senté debajo de un árbol y vi cómo explotaba la Compañía B. “Me salvé”, fue lo que pensé.
Cerca de la medianoche Miguel pidió comunicarse con su familia para contarles que estaba bien, que estaba vivo.
-Pasaron 34 años del ataque y aún se le quiebra la voz al recordar aquel momento, ¿cómo fue el día después?
-Durante mucho tiempo me pregunté porqué estaba vivo. Muchas veces pensé que no merecía estarlo. Le preguntaba a Dios “¿por qué?”. Fui al psicólogo y seguí mi vida como pude. Tuve familia e hijos, pero eso siempre queda latente, es como una herida. Hace poco alguien me dijo: “Tu misión ese día fue sacar a tus amigos con vida de ahí porque si vos no encontrabas el camino de salida se morían todos”. Hoy me aferro a eso, me ayuda.
-Miguel, ¿qué sintió al saber que los guerrilleros que participaron de la toma recuperaron su libertad?
-Es lo más terrible de todo. Siento indignación de que los culpables de estos crímenes, por pedido primero de las madres de Plaza de Mayo y de Fernando De La Rúa, y por ser considerados presos políticos, a gran parte los liberaron. Después, Duhalde los terminó indultando a todos. Esa injusticia hace que se sienta como si nuestros compañeros hubiesen sido asesinados dos veces. En este país donde se vive pidiendo “memoria, verdad y Justicia”... que estén libres es realmente indignante. Eso es lo que más me duele.
“Me duele que nadie se acuerde de La Tablada”
Eduardo Navascués, oriundo de Banfield, donde nació y se crió, tenía 20 años cuando el MTP atacó el Regimiento de Infantería Mecanizado 3 del Ejército de La Tablada. Era soldado conscripto y solo le faltaban 60 días para volver a retomar su vida de civil.
Hasta el día del ataque, Eduardo no sentía apuro por terminar el Servicio Militar Obligatorio. “Yo no hice un servicio militar normal o clásico: mi trabajo en el regimiento era manejar ambulancias”, dice para LA NACION. En los 8 meses que llevaba como soldado conscripto, no había vivido situaciones violentas de ningún tipo. Nunca disparó un arma, por ejemplo. Cumplía guardias, descansaba bien y tenía francos. Y jamás se sintió en peligro. De hecho, admite: “Si hubiese tenido un buen sueldo, me hubiese quedado ahí mucho tiempo más”.
-Eduardo, ¿qué recuerda de la madrugada del ataque?
-Yo estaba al fondo del cuartel, en la oficina de transporte, que es donde dormía normalmente. De golpe escuché un par de tiros pero no les di mucha importancia, estábamos en un cuartel militar... Me quedé en la cama. Pero de golpe, a los 10 minutos, sentí que alguien reventó a patadas la puerta del hall contiguo. Yo estaba en calzoncillos, sin arma. ‘¡¿Quién anda ahí?!’, pregunté. Me respondieron a los gritos que saliera. Entonces abrí la puerta del dormitorio y vi que me estaban apuntando con fusiles.
-¿Recuerda los rostros de esas personas?
-Recuerdo que vi mujeres. Las mujeres, en esa época, no hacían el Servicio Militar, entonces supe que no era gente del regimiento. Además, había tipos con pelo largo. No sabía qué estaba pasando.
-¿Qué pasó a continuación?
-Me agarraron y me tiraron contra una pared. Luego me abrieron de piernas y brazos y empezaron a disparar alrededor de mi cuerpo, bien cerca, para asustarme, preguntándome dónde estaban las armas y si había alguien más adentro. Ah, también me preguntaban dónde estaban los túneles. Yo no tenía idea de ningún túnel. Les juraba y perjuraba por todos los santos que no sabía nada. Yo era conscripto, no me habían explicado nada de ningún pasaje subterráneo. Al final resultó que no había túneles. Sólo estaban los desagües clásicos de la calle.
-Eduardo, ¿qué sucedió después del interrogatorio?
-Pude escapar. Empecé a correr hacia la calle Crovara, justo por donde estaba el corredor de tropas. Iba en ropa interior y descalzo. Empecé a escuchar tiros, de un lado a otro, y yo había quedado en el medio. Me tiré al piso y esperé a que se calmara todo. Apareció un señor que me dijo que fuera para donde estaba él. Pero había guerrilleros por todos lados. En un momento, mientras trataba de esconderme, me pegaron un culatazo de fusil en la cabeza y me metieron adentro del casino de suboficiales. Me estaban tomando de rehén.
-¿Había otros rehenes?
-En una habitación había ocho suboficiales, pero a mí me pusieron en otra habitación. Al principio estaba solo, pero luego llegó uno más, un conscripto: Héctor Cardozo.
El relato de Navascués sobre lo que sucede a continuación es estremecedor: “Con Cardozo nos pusimos a charlar, pero solo por unos segundos. Las ventanas, que arrancaban a 50 centímetros del piso, permitían que ingresaran todos los tiros de la batalla que se desataba afuera. Veíamos las estelas de los disparos mientras estábamos cuerpo a tierra. Las balas rebotaban por toda la habitación. Con Héctor nos abrazábamos, llorábamos juntos... En un momento empezamos a sentir que andaban los tanques. ‘Estamos a salvo’, pensamos. Pero no. Los tanques hacían que temblara todo. Entonces Héctor se metió debajo de una cama, y yo, dentro de un placard. Y justo tuvimos la mala suerte de que un cañonazo entrara en el cuarto. Se cayó todo. Yo quedé enterrado en escombros, con 29 esquirlas clavadas en el lado derecho del cuerpo. Me rescató el cabo primero Raúl García. Apenas me paré, le dije que Héctor estaba debajo de la cama. Excavamos y cuando levantamos la cama, ya era tarde. Vimos a Héctor, estaba despedazado, muerto”.
-¿Qué hicieron?
-El cabo me metió en otra habitación y me dijo que esperara ahí. Él salió solo. Pero los tiros seguían volando, y yo lo seguí a él. Los policías y militares nos decían que corriéramos hacia ellos, pero los guerrilleros tenían toda el área cubierta y era difícil moverse sin ser alcanzado. Tanto, que al cabo le rozó un tiro. Pude levantarlo y llevarlo. Tiempo después él me dijo que yo le salvé la vida. Yo le respondí que él me salvó la mía.
Eduardo fue trasladado a un hospital. Su baja del servicio militar no fue inmediata, pero llegó pronto. De todas maneras, el final no había sido ese. Unas semanas después, Eduardo fue a Mar del Plata, a intentar descansar y olvidar estos hechos. En la playa, repentinamente, alguien gritó su nombre completo. Él, instintivamente, levantó la mano. Y la otra persona le disparó. El hecho fue investigado por la Justicia, pero nunca se conoció la identidad del agresor.
Ayer, 23 de enero, Navascués y Barañao participaron de dos actos conmemorativos: uno, en La Tablada; el segundo, en Pigüé, lugar al que se trasladó el regimiento en 1995.
-Eduardo, ¿qué reflexión hace, 34 años después, sobre estos hechos?
-Nunca pude volver a ser una persona normal. Me duele que nadie se acuerde de La Tablada, eso es más que el ataque en sí. El olvido es lo peor que le puede pasar a una persona. Es terrible. Ayer, 23 de enero, fui a la puerta de La Tablada a recordar lo que pasó. No había mucha gente, solo vecinos de la zona, los que lo vivieron en carne propia. No entiendo por qué no se lo recuerda como merece ser recordado. Pasaron 34 años, y nosotros, que ya estamos viejos, recorriendo rutas para decir presente en un acto al que la mayoría de la sociedad ignora. Duele.
-¿Qué sensación le genera que muchos de los atacantes estén hoy en libertad?
-La peor indignación que puede haber. Siempre, hicieran lo que hicieran, todo el mundo los apoyó. Y nosotros, los soldados conscriptos, que solo estábamos ahí cumpliendo con nuestro Servicio Militar Obligatorio, fuimos olvidados. Nunca nos dieron pelota. Muchos fuimos muy mal heridos. Y ni siquiera nos llamaron por teléfono para ver si necesitábamos una jurista.
En el intento de copamiento del cuartel de La Tablada, la última acción de una organización guerrillera en la Argentina, perdieron la vida 45 personas. Entre militares y policías murieron el mayor Horacio Fernández Cutiellos, el teniente Ricardo Alberto Rolón, el sargento ayudante Ricardo Raúl Esquivel, los sargentos Ramón Orue y José Manuel Soria, el cabo primero José Gustavo Albornoz, los soldados clase 69 Julio Grillo, Roberto Tadeo Taddía, Martín Leonardo Díaz, Héctor Cardozo y el comisario inspector Emilio García García. También murieron 32 atacantes (4 de ellos, aún desaparecidos) y 2 civiles.
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